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Clásicos de León Trotsky online

VIII - Perspectivas

VIII - Perspectivas

Habiendo perdido mistress Lloyd George, mujer del antiguo Premier, un collar de perlas de gran valor, el Daily Herald, órgano del Labour Party, emitió diversas reflexiones sobre los jefes liberales que se pasan al enemigo y ofrecen a sus mujeres collares de precio. A este propósito, el editorial de dicho periódico llega a la presente conclusión: “La existencia del Labour Party depende de la medida en que consiga impedir a los líderes obreros que sigan el mismo camino.” Arturo Ponsonby[1], liberal desesperado que no ha dejado de ser liberal ni aun en el seno del Labour Party, medita en el mismo número sobre la perdición del partido liberal, causada por sus jefes Asquith y Lloyd George. “Sí [repite como un eco el editorial]; los jefes liberales han substituido sus costumbres y sus maneras sencillas por el modo de vivir de los ricos con quienes sostienen un constante comercio; hanse asimilado su altiva actitud hacia el pueblo…”, etc., etc. No parece que haya nada de sorprendente en el hecho de que los jefes del partido liberal, es decir, de uno de los dos partidos burgueses, lleven una vida burguesa. Mas para los liberales del Labour Party el liberalismo es un sistema abstracto de nobles ideas, y los ministros liberales que compran collares de perlas a sus mujeres son unos traidores al liberalismo. Las reflexiones sobre el modo de preservar a los líderes obreros de la tentación de seguir ese camino de perdición son más edificantes. Es evidente que se trata de una tímida y desdichada advertencia dirigida a los líderes obreros semiliberales por unos periodistas obreros de la misma harina obligados a tener en cuenta el humor de sus lectores obreros.

¡No cuesta ningún trabajo imaginar la orgía de arrivismo que impera en las alturas ministeriales del Labour Party británico! Basta decir que la misma Mrs. Lloyd George, en una carta de protesta dirigida a la redacción del Daily Herald, aludió a ciertos hechos tales como el “regio regalo” recibido por Macdonald de un capitalista amigo suyo. La redacción, después de estas alusiones, guardó silencio. La idea de que la conducta de los líderes del Labour Party puede ser dirigida con ayuda de narraciones didácticas sobre el collar de perlas de la esposa de Lloyd George, la idea de que la política puede ser dirigida con ayuda de abstractas prescripciones morales, no es más que un lamentable infantilismo. Bien se ve por el ejemplo de las organizaciones de la clase obrera inglesa. El Daily Herald ha llegado a suponer nocivo para las costumbres de los líderes obreros el trato con la burguesía. Pero este comercio depende íntegramente de la actitud política frente a la burguesía. Colocándose en una posición de irreconciliable lucha de clases, no habrá posibilidad alguna de camaraderías deshonestas: ni el líder obrero se sentirá atraído por los medios burgueses, ni tampoco le admitirá la burguesía. Pero los líderes del Labour Party defienden la idea de la colaboración de clases y de la aproximación entre los jefes: “La colaboración y la mutua confianza entre patronos y obreros [decía, por ejemplo, Mr. Snowden en una de las sesiones parlamentarias del año 1925] es una condición esencial para la prosperidad del país.” Iguales discursos oímos de boca de los Clynes, los Webb y demás autoridades. Los líderes de las Trade-Unions se colocan en el mismo punto de vista. A cada momento les oímos hablar de la necesidad de frecuentes encuentros entre delegados patronales y obreros. Ahora bien, esa política de constantes relaciones amistosas entre líderes obreros y hombres de negocios burgueses buscando terrenos de inteligencia, es decir, buscando el medio de eliminar lo que los distingue a unos de otros, constituye, como hemos visto proclamar al Daily Herald, un peligro, no ya para la moralidad de los jefes, sino para el desenvolvimiento del partido. ¿Qué cabe hacer? Cuando John Barnes[2] traicionó al proletariado, empezó a decir: “No admito un punto de vista obrero particular, como no admito unos zapatos obreros o margarina obrera.” Que John Barnes, convertido en ministro burgués, haya mejorado sensiblemente la calidad de su manteca y de su calzado, no es cosa de discusión. Pero cabe dudar de que la evolución de Barnes haya mejorado asimismo la calidad de los zapatos de los obreros de los puertos que le elevaron sobre sus espaldas. La moralidad está condicionada por la política. Para que el presupuesto de Snowden sea del gusto de la City, es necesario que el mismo Snowden se halle más cerca, por sus costumbres y por su moralidad, de los personajes de la banca que de los mineros de Gales. Pero ¿qué decir de Thomas? Más arriba hemos relatado el banquete de los propietarios del ferrocarril en el que Thomas, secretario de la Federación de ferroviarios, juró que su alma no pertenecía a la clase obrera, sino a la verdad, y que él, Thomas, había acudido a ese banquete en busca de la verdad. Hecho digno de atención: esta infamia fue narrada en detalle por el Times, en tanto que el Daily Herald no pronunció palabra. La pobre gacetilla moraliza en vano. ¡Traten ustedes de morigerar a Thomas con reflexiones a propósito del collar de perlas de Mrs. Lloyd George! Nada se conseguirá. A los Thomas hay que ponerlos en la calle. Y para ello no hay que callar sus banquetes y sus otras caricias con el enemigo, sino gritarlo por encima de los tejados, denunciar su juego, incitar a los obreros a limpiar implacablemente las filas de las organizaciones proletarias. Para cambiar la moralidad hay que cambiar la política.

A la hora de escribir estas líneas, la política oficial de Inglaterra se desenvuelve, no obstante el Gobierno conservador, bajo el signo del compromiso: se impone la “colaboración” de los dos elementos de la industria, las concesiones mutuas asimismo, y los obreros, en una u otra forma, deben “participar” en los beneficios de la producción, etc. Este estado de espíritu de los conservadores expresa al propio tiempo la fuerza y la debilidad del proletariado inglés. Al crear su partido propio, ha forzado a los conservadores a orientarse hacia la “conciliación”. Pero todavía les permite esperar en la susodicha conciliación puesto que conserva a la cabeza del partido obrero a los Macdonald, a los Thomas, etc.

Baldwin no se cansa de discursear sobre la necesidad de la tolerancia mutua para que el país pueda salir adelante sin catástrofes de las dificultades de su situación actual. El líder obrero Robert Smillie expresa con motivo de esos discursos la más entera satisfacción: “¡Magnifica invocación a la tolerancia dirigida a ambas partes!” Smillie promete conducirse íntegramente con arreglo a esta invocación. Confía en que los capitanes de industria demostrarán igualmente una mayor humanidad frente a las reivindicaciones obreras. “Deseo perfectamente lógico y razonable”, corrobora el Times, órgano director, poniéndose muy serio. Y todos estos necios discursos resuenan entre las dificultades de la industria y del comercio, el paro crónico, los pedidos ingleses a los astilleros alemanes, la amenaza de inminentes conflictos en diversas ramas de industria (¡y dónde resuenan!, en esa Inglaterra que tiene la experiencia de las batallas de clases…). En verdad que es corta la memoria de las masas laboriosas e ilimitada la hipocresía de los directores. La memoria histórica de la burguesía se halla en sus tradiciones de dominio, en sus instituciones, en las leyes del país, en la experiencia acumulada del arte de gobernar. La memoria de la clase obrera se reduce a su partido. Un partido reformista es un partido de corta memoria.

Aunque los aires de conciliación por parte de los conservadores no sean más que pura hipocresía, proceden sin embargo de causas sanas. La preocupación del mantenimiento de la paz interior y exterior es actualmente uno de los principales cuidados de los partidos gobernantes de Europa. La llamada reacción contra los métodos de guerra y del primer período de la postguerra no se explica únicamente por causas psicológicas.

El régimen capitalista se ha mostrado durante la guerra de tal modo poderoso y elástico, que ha dado vida a las ilusiones peculiares del capitalismo de guerra. Una dirección audazmente centralizada de la vida económica, la requisa militar de los artículos económicos cuya penuria se dejaba sentir, la costumbre de vivir al crédito, la emisión ilimitada de papel moneda, la eliminación de los peligros sociales con ayuda de sangrientas violencias por una parte y múltiples dádivas por otra, fueron los métodos que al principio parecieron aptos para la solución de todas las cuestiones, aptos para vencer todas las dificultades. Pero la realidad económica no tardó en roer las alas al capitalismo de guerra. Alemania se vio al borde del abismo. El Estado francés, Estado de un país rico, no sale de una bancarrota encubierta. El Estado inglés se ve en la necesidad de mantener un ejército de desocupados casi dos veces más numeroso que los ejércitos del militarismo francés. Se ha visto que la riqueza de Europa está lejos de ser ilimitada. La prosecución de las guerras y de las conmociones significaría el fin del capitalismo europeo. De ahí la necesidad de “regular” las relaciones entre los Estados y las clases. Los conservadores ingleses han especulado hábilmente en las últimas elecciones con el miedo a las sacudidas. Una vez en el poder se presentan como el partido de la conciliación, de la armonía, de la prosperidad social. “La seguridad, he aquí la clave de la situación.” Son las palabras del liberal lord Grey[3], repetidas por el conservador Austen Chamberlain. La prensa inglesa de los dos partidos vive de repetirlas. La aspiración a la paz, a la creación de las condiciones “normales”, a la garantía de una moneda estable, al restablecimiento de los tratados de comercio, no resuelve por sí misma ninguna de las contradicciones que condujeron a la guerra imperialista y que la guerra no ha hecho sino agravar. Pero no se pueden comprender las tendencias actuales de la política interior y extranjera de los partidos directores de Europa sino adoptando esta tendencia y los agrupamientos políticos por ella determinados como punto de partida.

Superfluo es decir que las tendencias pacificadoras tropiezan a cada paso con la resistencia de la economía de la postguerra. Los conservadores ingleses han empezado ya a minar la ley de seguro contra el paro. No se le puede hacer más apta a la industria inglesa tal cual es para sostener la competencia sino por una reducción de los salarios. Ahora bien, esta reducción es imposible en tanto subsista el seguro contra el paro, porque éste aumenta la capacidad de resistencia de la clase obrera. En este terreno han empezado ya las escaramuzas de vanguardia. Estas pueden conducir a más serias acciones. En todo caso, tanto en este dominio como en otros, los conservadores habrán de volver muy próximamente a su camino natural. Y los medios dirigentes del Labour Party se hallarán entonces en situaciones cada vez más embarazosas.

Es oportuno recordar aquí las relaciones que se establecieron en la Cámara de los Comunes al día siguiente de las elecciones de 1906, cuando por primera vez apareció en la arena parlamentaria un importante grupo laborista. En los dos primeros años los diputados laboristas fueron rodeados de consideraciones particulares. Al tercer año, las cosas se echaron a perder. En 1910 ya “desconocía” el Parlamento al grupo laborista. Esto no se debió a una determinada intransigencia por parte de este último, sino a las crecientes exigencias de las masas obreras fuera del Parlamento. Estas masas, que habían elegido un buen número de diputados, esperaban que su suerte sería mejorada. Esta esperanza fue uno de los factores que prepararon el formidable movimiento huelguista de 1911-1913.

De este recordatorio de hechos cabe deducir cierto número de conclusiones aplicables al momento presente. Las benévolas insinuaciones de la mayoría de Mr. Baldwin a la fracción parlamentaria del Labour Party se transformarán tanto más en su reverso cuanto más resuelta sea la presión de los obreros sobre sus grupos parlamentarios, sobre el capital y sobre el Parlamento. Ya hemos hablado a propósito del papel de la democracia y de la violencia revolucionaria en las relaciones entre las clases. Ahora abordamos esta cuestión desde el punto de vista del desenvolvimiento interior del Labour Party.

Los jefes del Independent Labour Party, Macdonald a su cabeza, desempeñan dentro del Labour Party un papel director. El Partido Obrero Independiente se ha declarado pacifista, ha condenado el socialimperialismo (socialismo imperialista) y, no sólo desde antes de la guerra, sino también durante la guerra misma, ha pertenecido, en general, a la tendencia centrista. Su programa condena “todo militarismo, cualquiera que sea su forma”. Al terminar la guerra, el P.O.I. salió de la II Internacional; en virtud de una decisión de la conferencia de 1920, llegó aun a entrar en contacto con la III Internacional, a la que los Independientes ingleses presentaron doce preguntas a cual más profunda. La séptima estaba formulada así: “¿No pueden ser instituidos el comunismo y la dictadura del proletariado sino por la fuerza de las armas?, o bien, los partidos que dejen abierta esta cuestión, ¿pueden ser admitidos en la III Internacional?” Espectáculo altamente edificante: el matarife levanta una cuchilla, pero el cordero deja abierta la cuestión. Queda por decir que en aquella época crítica el P.O.I. planteaba la cuestión de su adhesión a la Internacional Comunista, en tanto que en la actualidad excluye a los comunistas del Labour Party. La contradicción entre el próximo pasado del P.O.I. y el presente del Labour Party, sobre todo en los meses en que se encontró en el poder, salta a los ojos. Aun hoy la política de los fabianos en el P.O.I. es distinta de la que siguen los mismos fabianos en el Labour Party. La lucha de las tendencias centrista y socialimperialista se refleja débilmente en esas contradicciones. Ambas tendencias se encuentran y armonizan en el mismo Macdonald, en consecuencia de lo cual nuestro cristiano pacifista construye acorazados ligeros en espera de construirlos pesados.

Lo que sobre todo caracteriza al centrismo socialista es lo inacabado, lo medianero, lo intermediario. Resiste mientras no se ve obligado a rematar y a responder a cuestiones fundamentales planteadas con claridad. En las épocas “orgánicas” de paz, el centrismo, doctrina oficial de un partido obrero aún grande y activo, puede resistir. En general, el centrismo es particularmente propio de organizaciones pequeñas, a las que la insuficiencia de sus esferas de influencia sustrae a la necesidad de dar claras respuestas a todas las cuestiones de la política y de asumir, por consiguiente, una responsabilidad práctica. Tal fue precisamente el centrismo del Partido Obrero Independiente.

La guerra imperialista ha revelado con suficiente claridad que la burocracia y la aristocracia obreras habían tenido ocasión, en el curso del anterior período de prosperidad capitalista, de sufrir una profunda transformación pequeñoburguesa en cuanto a su manera de vivir y a toda su formación espiritual. Pero el pequeño burgués conserva hasta el primer choque la apariencia de la libertad. La guerra, de un mismo golpe reveló y consagró la dependencia del pequeño burgués ante el muy grande burgués. El socialimperialismo fue el aspecto de esta dependencia en el seno del movimiento obrero. El centrismo, por el contrario, en la medida en que se reconstruyó durante la guerra y después de ésta, ha expresado el terror del burócrata obrero pequeñoburgués ante la idea de hallarse completamente, y sobre todo manifiestamente, cautivo del imperialismo. La socialdemocracia alemana, que durante largos años, y aun en los tiempos de Bebel, desarrolló una política en realidad centrista, no pudo mantenerse en esta postura durante la guerra, siquiera fuese por el hecho mismo de su poder. Tenía que manifestarse contra la guerra (y esto hubiera sido en realidad entrar en la vía revolucionaria) o por la guerra, y esto significaba pasar abiertamente a la burguesía. El P.O.I. inglés, organización de propaganda en el seno de la clase obrera, no sólo pudo conservar durante la guerra su carácter centrista, sino reforzarlo “declinando las responsabilidades”, entregándose a las protestas platónicas y a la prédica pacifista, sin pensar a fondo ninguna de sus ideas y sin causar al Estado en guerra dificultades serias. La oposición de los socialdemócratas independientes de Alemania, que también “declinaron las responsabilidades”, pero sin impedir a Scheidemann y Ebert que pusieran todo el poder de la organización obrera al servicio del capital en guerra, tuvo asimismo un carácter centrista.

Inglaterra nos ha ofrecido pasada la guerra un ejemplo realmente excepcional de la “coexistencia” de las tendencias socialimperialistas y centristas en el movimiento obrero. El Partido Obrero Independiente, como ya hemos dicho, se hallaba perfectamente preparado para el papel de una oposición centrista ajena a las responsabilidades, que critica sin causar daño apreciable a los dirigentes. Pero los “Independientes” se convirtieron rápidamente en una fuerza política, lo que a la vez modificó su papel y su fisonomía.

Se convirtieron en una fuerza en razón de dos factores: primero, porque la historia colocó a la clase obrera ante la necesidad de formar un partido propio; después, porque la guerra y la postguerra crearon en los primeros tiempos una acústica favorable para las ideas del pacifismo y del reformismo por el despertar de masas de millones de hombres. Ya desde antes de la guerra, claro está, no eran pocas las ilusiones democráticas y pacifistas alojadas en las cabezas de los obreros ingleses. Sin embargo, la diferencia no es menos enorme: antes, el proletariado inglés, en la medida en que participaba en la vida política (especialmente en la segunda mitad del siglo XIX), colocaba sus ilusiones democráticas y pacifistas en la actividad del partido liberal. Este partido no justificó las esperanzas puestas en él y perdió la confianza de los obreros. Surgió un partido obrero, conquista histórica inapreciable que nada logrará borrar. Pero no está de sobra darse perfecta cuenta de que las masas obreras más se desilusionaron de la falta de buena voluntad del liberalismo que de las soluciones democráticas y pacifistas de la cuestión social, tanto más cuanto que millones de hombres de las nuevas generaciones abordan por primera vez la política. Las masas han trasladado sus ilusiones y esperanzas al Labour Party. Precisamente por esto, solamente por esto han tenido los “Independientes” la posibilidad de colocarse a la cabeza del partido. Detrás de las ilusiones democráticas y pacifistas de las masas obreras está su voluntad de clase despertada, su profundo descontento, su disposición a sostener sus reivindicaciones por todos los medios que las circunstancias puedan exigir. Pero la clase obrera no puedeconstruir un partido sino con el material ideológico y el personal director que el desenvolvimiento anterior del país, toda su cultura teórica y política, hayan formado. En este punto, de manera general, los medios intelectuales pequeñoburgueses, comprendidos aquí, naturalmente, la aristocracia y la burocracia obreras, ejercen una gran influencia. La formación del Labour Party británico se impuso precisamente porque en las masas del proletariado se había producido un sensible movimiento a izquierda. La tarea de precisar la fisonomía política de este movimiento les cayó en suerte a los representantes existentes del pacifismo impotente, conservador y protestante. Pero al transferir su estado mayor al terreno de varios millones de obreros organizados, los “Independientes” no pudieron sostenerse en su propio terreno, es decir, imprimir su sello pura y simplemente al partido del proletariado. Convertidos en directores de un partido de varios millones de obreros, ya no pudieron limitarse a meras reticencias centristas y a una pasividad pacifista. Primero se vieron precisados, en calidad de oposición responsable, luego en calidad de Gobierno, a responder sí o no a las más graves cuestiones planteadas por la vida del Estado. A partir del momento en que el centrismo se convirtió en una fuerza política, tuvo que salir de sus propios límites; en otros términos: o llegar a las consecuencias revolucionarias de su oposición contra el Estado imperialista, o ponerse abiertamente al servicio de este Estado. Naturalmente, se realizó la última hipótesis. El pacifista Macdonald tuvo que construir acorazados, encarcelar a los hindúes y a los egipcios, apelar en la diplomacia a documentos falsos. Convertido en una fuerza política, el centrismo, como tal centrismo, quedó reducido a cero. El profundo movimiento a izquierda de la clase obrera inglesa, que llevó al partido de Macdonald al poder con una rapidez imprevista, determinó el ostensible movimiento a derecha de este partido. Tal es el lazo entre el ayer y el hoy, y tal la razón por la cual el Partido Obrero Independiente observa con un estupor agridulce sus propios triunfos y se esfuerza en parecer centrista.

El programa práctico del Labour Party británico, dirigido por los “Independientes”, tiene en realidad un carácter liberal y no pasa de ser, sobre todo en política exterior, un eco retrasado de la impotencia de Gladstone. Gladstone se vio “obligado” a ocupar Egipto, así como Macdonald se ha visto “obligado” a construir cruceros. Beaconsfield[4] expresó con mayor justeza que Gladstone las necesidades imperialistas del capital. La libertad de comercio no resuelve ningún problema. Renunciar a fortificar Singapur es una locura desde el punto de vista del sistema entero del imperialismo británico. Singapur es la llave de los dos océanos. Quien quiere conservar las colonias, es decir, proseguir la política del bandolerismo imperialista, tiene que tener esa llave. Macdonald se queda en el terreno del capitalismo, al que aporta tímidas enmiendas que no deciden nada, que no evitan nada, aumentando, por el contrario, las dificultades y los peligros.

En cuanto a los destinos de la industria inglesa, la política de los tres partidos no presenta ninguna seria diferencia. El pánico engendrado por el miedo a una conmoción es su rasgo predominante. Los tres partidos son conservadores y temen por encima de todo los conflictos industriales. El Parlamento conservador niega a los mineros el establecimiento de un salario mínimo. Los diputados de los mineros manifiestan que la actitud del Parlamento es un “llamamiento directo a la acción revolucionaria”, aun cuando ninguno de ellos piense seriamente en la acción revolucionaria. Los capitalistas proponen a los mineros una investigación común sobre la situación de la industria hullera, con la intención de demostrar lo que no hay necesidad de que sea demostrado, a saber: que, dado el actual sistema de la industria hullera, desorganizada por la propiedad privada, la hulla resulta cara, aun con salarios bajos. La prensa conservadora y liberal ve la salvación en esa encuesta. Los líderes obreros la corean. Todos temen las huelgas, que podrían aumentar la superioridad de la concurrencia extranjera. Ahora bien, si aún es posible dentro del régimen capitalista cierta racionalización de la producción, no se logrará sin la más imperiosa acción de las huelgas. Paralizando, por medio de las Trade-Unions, a las masas obreras, los líderes mantienen el proceso de estancamiento y de gangrena de la economía.

Uno de los más distinguidos reaccionarios del Labour Party, el doctor Haden Guest, patriotero, militarista y proteccionista, ha ridiculizado implacablemente en el Parlamento la política de su propio partido en materia de libertad de comercio y de proteccionismo. La actitud de Macdonald, según Guest, es puramente negativa y no indica salida ninguna para el atolladero económico. El hecho es que la inocuidad del librecambismo resulta completamente evidente. El hundimiento del librecambismo ha determinado el del liberalismo. Pero Inglaterra tampoco puede buscar una salida en el proteccionismo. Para un joven país capitalista al comienzo de su desarrollo, puede ser el proteccionismo una fase inevitable y favorable de progreso. Pero para el viejo país industrial cuya industria, establecida para abastecer el mercado mundial, tuvo un carácter agresivo y conquistador, el paso al proteccionismo es el testimonio histórico del principio de un proceso mortal y significa prácticamente, en la situación mundial actual, la protección de las ramas de industrias menos aptas con detrimento de las demás, mejor adaptadas al mercado mundial o interior. Al programa del proteccionismo senil del partido de Mr. Baldwin no se puede oponer sino el programa práctico de la revolución socialista, y no el librecambismo, no menos senil, no menos muerto.

Pero para la realización de este programa es primeramente preciso limpiar el Labour Party de proteccionistas reaccionarios tales como el doctor Guest y de librecambistas reaccionarios tales como Macdonald.

¿Dónde puede empezar, cómo puede efectuarse un cambio de política del partido obrero, inconcebible sin una radical mudanza de directores?

El Partido Obrero Independiente, que tiene en el Comité Ejecutivo y en otras de las más importantes instituciones del Labour Party británico la mayoría absoluta, constituye en el seno de este partido una fracción directora. Este sistema de relaciones en el interior del movimiento obrero inglés ofrece (pongámoslo de relieve puesto que se presenta la ocasión) un documento de excepcional interés sobre la “dictadura de la minoría”, pues así definen precisamente los líderes del Labour Party el papel del partido comunista en la República de los Soviets. Ahora bien, vemos al P.O.I., que cuenta con 30.000 miembros, gozar de una situación directora en una organización que descansa, apoyada por las Trade-Unions, sobre millones de hombres. Esta organización, el Labour Party, gracias a la forma numérica y al papel del proletariado inglés, llega al poder. Una ínfima minoría de 30.000 hombres recibe de este modo el poder en un país poblado por 40.000.000 de habitantes y que domina sobre cientos de millones de hombres. La más auténtica democracia desemboca en la dictadura de un partido de minoría. Bien es verdad que la dictadura del P.O.I. nada vale en absoluto, en el sentido de la lucha de clases. Pero esta es una cuestión muy distinta. Ahora bien, si un partido de 30.000 miembros (sin programa revolucionario, sin temple, sin serias tradiciones) puede llegar al poder, por mediación de un partido obrero amorfo apoyado en las Trade-Unions, con sólo emplear los métodos de la democracia burguesa, por qué se indignan o se sorprenden esos señores cuando el Partido Comunista, templado en la teoría y en la práctica, marchando a la cabeza de las masas populares desde hace decenas de años, llenas de luchas heroicas, contando con cientos de miles de miembros, llega al poder apoyándose en las organizaciones de masas de los obreros y campesinos? En todo caso, el advenimiento al poder del Partido Obrero Independiente tuvo menos fundamento y fue menos natural que el advenimiento al poder en Rusia del Partido Comunista.

Pero la sorprendente carrera del P.O.I. no es sólo interesante desde el punto de vista de la polémica respecto de las opiniones sobre la dictadura comunista. Es mucho más importante examinar la rápida preponderancia de los “Independientes” desde el punto de vista de los futuros destinos del Partido Comunista inglés. Ciertas conclusiones se presentan entonces por sí mismas.

El P.O.I., nacido en un medio pequeñoburgués y próximo, por sus sentimientos y su estado de espíritu, a la burocracia sindical, se halló naturalmente con ésta a la cabeza del Labour Party cuando la presión de las masas obligó a los secretarios de los sindicatos a constituir el partido obrero. Pero el P.O.I. prepara y allana los caminos, por su avance maravilloso, por sus métodos políticos, por todo su papel, al partido comunista. En varias decenas de años el P.O.I. sólo ha reunido 30.000 miembros. Pero cuando las profundas transformaciones de la situación internacional y de la estructura interior de la sociedad inglesa engendraron el Labour Party, los directores “Independientes” se hallaron ante inesperadas “exigencias”. El mismo desenvolvimiento político prepara para la etapa siguiente “exigencias” aún más apremiantes, y éstas se dirigirán al comunismo. En el momento presente, el partido comunista es muy poco numeroso. En las últimas elecciones sólo recogió 53.000 votos, cifra, comparada con los 5.500.000 de votos del Labour Party, capaz de producir una impresión aplastante al observador ajeno a la lógica del desenvolvimiento político de Inglaterra. Sería tener una idea radicalmente falsa del futuro imaginarse que los comunistas verán crecer paso a paso durante decenas de años su influencia, ganando en cada elección parlamentaria unas decenas o unos cientos de miles de votos nuevos. Es cierto: durante un período de tiempo relativamente largo, el desarrollo del comunismo será de una lentitud relativa; pero después se producirá un cambio radical: el Partido comunista ocupará en el Labour Party el lugar que ahora ocupan los “Independientes”.

¿Qué es necesario para que se produzca este resultado? La respuesta, en términos generales, es bastante clara. El Partido Obrero Independiente ha conocido un éxito sin precedente por haber ayudado a la clase obrera a formar un tercer partido: el suyo propio. Las últimas elecciones han mostrado con qué entusiasmo miran los obreros ingleses el instrumento que ellos mismos se han forjado. Pero el partido no es un fin en sí. Los obreros esperan de él acción y resultados. El Labour Party inglés se ha desarrollado casi súbitamente como partido pretendiente al poder y ya familiarizado con él. A pesar del carácter profundamente comprometedor del primer Gobierno “obrero”, el Labour Party adquirió en las últimas elecciones más de un millón de votos nuevos. Se ha visto formarse en su seno una izquierda amorfa, invertebrada, sin porvenir propio. Pero el hecho de que se haya formado esta oposición testimonia el desenvolvimiento de las exigencias de las masas y el desarrollo paralelo de la inquietud en los medios directores del partido. Basta tener una idea por ligera que sea de la naturaleza de los Macdonald, los Thomas, los Clynes, los Snowden y sus semejantes para imaginar de qué lamentable manera se ensancharán las contradicciones entre las exigencias de las masas y el estúpido conservadurismo de los medios directores del Labour Party, particularmente en caso de un retorno de este último al poder.

Al dibujar esta perspectiva suponemos que la situación internacional e interior del capitalismo inglés en la hora presente lejos de mejorar continuará empeorándose. Si esta previsión resultara inexacta; si la burguesía inglesa consiguiera incorporar el Imperio, volver a ocupar su situación anterior en el mercado mundial, levantar la industria, dar ocupación a los sin trabajo, aumentar los salarios, el desarrollo político sufriría un retroceso: se vería entonces al conservadurismo aristocrático de las Trade-Unions afirmarse de nuevo, al Labour Party caminar hacia su ocaso, a la derecha reforzarse y a esta derecha aproximarse al liberalismo, que a su vez conocería un renacimiento de fuerzas vivas. Pero no tenemos la menor razón para formular tales previsiones; por el contrario, cualesquiera que sean las modificaciones parciales de la coyuntura económica y política, todo nos anuncia la agravación y el ahondamiento de las dificultades que Inglaterra atraviesa en la hora presente, y, por consiguiente, la aceleración del ritmo de su desenvolvimiento revolucionario. Y en estas condiciones parece muy probable la vuelta al poder del Labour Party en una de las próximas etapas, y el conflicto entre la clase obrera y su pequeño medio director fabiano será inevitable.

El camino de los “Independientes” se ha cruzado con el de proletariado: he aquí lo que explica su papel actual. Pero esto no quiere de ninguna manera decir que ambos caminos se hayan confundido para siempre. El rápido desarrollo de la influencia de los “Independientes” no es sino el reflejo de la presión extraordinariamente vigorosa de la clase obrera. Pero esta presión, necesariamente condicionada por toda la situación, incorporará a los obreros ingleses contra sus jefes “Independientes”. Las cualidades revolucionarias del partido comunista británico (claro es que ejerciéndose con una política justa) se transformarán, en la medida del desenvolvimiento de este conflicto, en cantidad generadora de millones de hombres.

Entre los destinos del Partido comunista y los del Partido Obrero Independiente se dibuja una especie de analogía. Ambos han sido durante largo tiempo sociedades de propaganda más que partidos de la clase obrera. Mas luego, por haberse producido en el desenvolvimiento histórico de Inglaterra una modificación profunda, el Partido Independiente se ha encontrado a la cabeza del proletariado. Suponemos que el Partido comunista conocerá de aquí a un tiempo el mismo desarrollo[5]. En un momento determinado, el camino de su desarrollo se confundirá con la gran ruta histórica del proletariado inglés. Pero esta fusión se llevará a cabo de muy distinta manera que en el caso del P.O.I. La burocracia sindical ha servido a este último de puente de unión. Los “Independientes” no pueden dirigir al partido obrero sino en la medida en que la burocracia sindical debilita, neutraliza y deforma la presión del proletariado, movido por sus intereses de clase. El Partido comunista, por el contrario, no podrá colocarse a la cabeza de la clase obrera sino en la medida en que ésta se halle en irreductible contradicción con la burocracia conservadora, tanto en las Trade-Unions como en el Labour Party. El Partido comunista no se puede preparar para su papel director sino mediante la crítica implacable del personal director del movimiento obrero inglés, desenmascarando día por día su papel conservador, antiproletario, imperialista, monarquizante, servil, en todos los dominios de la vida social y del movimiento de clase.

La izquierda del Labour Party representa una tentativa de renacimiento del centrismo en el seno del partido socialimperialista de Macdonald. Sirve de expresión a la inquietud de que está poseída una parte de la burocracia obrera ante la evolución a izquierda de las masas. Sería una ilusión monstruosa pensar que los elementos de izquierda de la vieja escuela son capaces de dirigir el movimiento revolucionario del proletariado inglés en su lucha por la conquista del poder. Esos elementos constituyen una formación acabada. Su elasticidad es muy limitada, su cualidad de izquierda profundamente oportunista; ni conducen ni son capaces de conducir a las masas al combate. En los límites de su mediocridad reformista, renuevan el viejo centrismo irresponsable, sin estorbar a Macdonald, o, mejor, ayudándole a llevar la responsabilidad de la dirección del partido y, en ciertos casos, de los destinos del Imperio británico.

Este cuadro ha sido puesto de relieve con la mayor claridad por el Congreso del P.O.I. celebrado en Gloucester (Pascua de 1925). Allí aprobaron los “Independientes”, por 398 votos contra 139, aun refunfuñando contra Macdonald, la pretendida actividad del Gobierno laborista. La oposición, por lo demás, no se pudo permitir el lujo de una desaprobación sino porque Macdonald tenía asegurada la mayoría. El descontento de los laboristas de izquierda frente a Macdonald era el mismo del centrismo respecto de sí mismo. La política de Macdonald no puede ser superada con ayuda de un mosaico de enmiendas. El centrismo, llegado al poder, necesariamente desarrollará una política a la Macdonald, es decir, una política capitalista. No cabe oponer seriamente a la política de

Macdonald sino la política de la dictadura socialista del proletariado. Sería una enorme ilusión creer capaz al Partido Independiente de convertirse en el partido revolucionario del proletariado. Los fabianos deben ser eliminados, “relevados de sus funciones”. Esto no se conseguirá sino al precio de una lucha implacable contra el centrismo de los “Independientes”.

Cuanto más netamente y más brutalmente se plantea el problema de la conquista del poder, tanto más el P.O.I. se sustrae a este problema revolucionario, substituyéndolo con expedientes burocráticos sobre las mejores maneras parlamentarias y financieras de nacionalizar la industria. Una de las comisiones del P.O.I. llegó a la conclusión de que el rescate de las tierras, de las fábricas y talleres debe ser preferido a la confiscación, porque (así lo presiente esa comisión) la nacionalización se llevará a cabo en Inglaterra gradualmente, paso a paso, conforme a los deseos de Baldwin, y no sería “equitativo” privar a un grupo de capitalistas de sus rentas, mientras otros disfrutaban de los intereses de sus capitales. “Otra cuestión sería [dice la memoria de la comisión (que citamos según el Times)] si el socialismo, en lugar de implantarse gradualmente, surgiera de un golpe a consecuencia de una revolución catastrófica: los argumentos aducidos contra la confiscación perderían entonces la mayor parte de su fuerza. Pero no creemos que esta hipótesis sea probable ni nos sentimos llamados a estudiarla en la presente memoria.” En general, no hay razón para rechazar en principio el rescate de las tierras, de las fábricas y de los talleres. Por desgracia, las posibilidades políticas y financieras de una operación semejante no coinciden nunca. El estado de los recursos financieros de la República norteamericana haría perfectamente posible el rescate. Pero ni aun se suscita en términos prácticos la cuestión, ni hay partido que pueda plantearla en serio. Y cuando haya surgido este partido, la situación económica de los Estados Unidos habrá sufrido acusadas modificaciones [que dudosa][6]. Por lo demás, el aspecto financiero de la cuestión de la nacionalización se presenta en términos categóricos como la de la salvación de la economía inglesa. Pero es tal el estado financiero, que la posibilidad del rescate es más que dudosa. Por lo demás, el aspecto financiero de la cuestión es secundario. Lo principal es crear las condiciones previas de la nacionalización, con o sin indemnización. En fin de cuentas, se trata de la vida o de la muerte de la burguesía. La revolución es precisamente inevitable porque jamás se dejará estrangular la burguesía por una operación bancaria concebida al modo fabiano. La sociedad burguesa, en su estado actual, no puede admitir una nacionalización ni aun parcial sino imponiendo tales condiciones que el éxito de esta medida fuera comprometido hasta el más alto punto, lo mismo que la idea de ella y el partido obrero. Y contra toda política de nacionalización verdaderamente audaz, aun parcial, la burguesía se alzará en bloque, como clase. Las otras ramas de industria no nacionalizadas recurrirán al locaut, al sabotaje, al boicot de las industrias nacionalizadas; les harán una guerra a muerte. Cualquiera que sea el grado de prudencia de las primeras medidas, de todos modos se tratará, en definitiva, de romper la resistencia de los explotadores. Cuando los fabianos nos dicen que no se sienten “llamados” a estudiar “esta hipótesis”, hay que dejar bien sentado que estos señores, en general, se han engañado respecto de su misión. Es muy posible que los más laboriosos de entre ellos sean útiles en algunas oficinas del futuro Estado obrero, trabajando en ellas para el censo parcial de los elementos de la balanza socialista; pero para nada sirven cuando se trata de la manera de crear el Estado obrero, es decir, de la condición primera, fundamental, de la economía socialista.

Unas palabras realistas se le han escapado a Macdonald en uno de sus trabajos periodísticos del Daily Herald: “Tal es la situación del partido en nuestros días [escribía], que la lucha será cada vez más cálida y viva. El partido conservador nos hará una guerra a muerte, y tanto más amenazador será el poder del partido obrero, tanto más impetuosa será la presión de los miembros reaccionarios (del partido conservador).” Perfectamente exacto. Cuanto más inminente sea el peligro del advenimiento al poder de la clase obrera, mayormente crecerá en el partido conservador la influencia de hombres como Curzon (no es en vano por lo que Macdonald ve en este último el modelo de los políticos del porvenir). La estimación de las perspectivas formulada esta vez por Macdonald parece justa. Pero, en realidad, el líder del Labour Party no sospecha el alcance y el peso de sus palabras. Invoca sólo la resistencia a ultranza de los conservadores, llamada a ser tanto más encarnizada cuanto más se desarrollen los acontecimientos, para demostrar la inoportunidad de constituir comités comunes a los diferentes partidos parlamentarios. Pero las previsiones formuladas por Macdonald no se oponen solamente a la constitución de comités interparlamentarios, sino que proclaman la imposibilidad de resolver por métodos parlamentarios la crisis social actual. El partido conservador luchará a ultranza. Exactísimo. Pero esto quiere decir que el Labour Party no le vencerá sino dando pruebas de una resolución suprema. No se trata de la rivalidad de dos partidos, sino de los destinos de dos clases. Y cuando dos clases se han empeñado en un duelo a muerte, jamás se ha zanjado la cuestión con una resta de sufragios. Jamás ha sucedido nada parecido en la historia. Jamás sucederá, mientras existan las clases, nada parecido.

Pero no se trata de la filosofía de Macdonald ni de sus expresiones a ratos felices; no se trata de la manera como Macdonald justifica su actividad ni de lo que quiere, sino de lo que hace y del resultado de sus actos. Si abordamos la cuestión por este lado, vernos que el partido de Macdonald prepara por todo su trabajo la impetuosidad formidable y los excepcionales rigores de la revolución proletaria en Inglaterra. El partido de Macdonald refuerza la confianza de la burguesía y tiende hasta el máximo grado la larga paciencia del proletariado. Agotada esta larga paciencia, el proletariado, irritado, se encontrará frente a frente con la burguesía, a quien la política del partido de Macdonald no habrá hecho sino afirmar en la conciencia de su poder. Cuanto más contengan los fabianos el desenvolvimiento revolucionario de Inglaterra, tanto más terrible y furiosa será la explosión.

La burguesía inglesa ha sido educada en un espíritu implacable. Su existencia insular, la filosofía moral del calvinismo, la práctica colonial, el orgullo nacional la han llevado a ese espíritu. Inglaterra, cada vez más se ve rechazada a segundo plano. Este ineluctable proceso crea una situación revolucionaria. La burguesía inglesa, obligada a inclinarse ante América, a batirse en retirada, a soslayar, a esperar, da calor a una creciente inflexibilidad que se manifestará en la guerra civil bajo formas espantosas. La canalla burguesa de la Francia de 1870, vencida por los prusianos, así se desquitó sobre los communards; los oficiales del ejército aplastado de los Hohenzollern se cobraron con la misma moneda sobre los obreros alemanes. La fría crueldad con que la Inglaterra gobernante trata a los hindúes, a los egipcios y a los irlandeses, revistiendo las apariencias de un orgullo de raza, revelará en caso de guerra civil su carácter de clase y aparecerá dirigida contra el proletariado.

Por otra parte, la revolución infaliblemente alumbrará en la clase obrera inglesa las mayores pasiones, tan astutamente contenidas y reprimidas por el entrenamiento social, por la Iglesia y la prensa; tan hábilmente canalizadas con ayuda del boxeo, del fútbol, de las carreras y demás deportes.

Las peripecias concretas de la lucha, su duración, su resultado dependerán íntegramente de la situación interior y sobre todo internacional en el momento en que aquélla se desenvuelva. En su lucha decisiva contra el proletariado, la burguesía inglesa contará con el apoyo más eficaz por parte de la burguesía de los Estados Unidos; el proletariado inglés se apoyará, en primer lugar, sobre la clase obrera de Europa u sobre las masas populares oprimidas de las colonias. El carácter del imperio británico dará ineluctablemente a esta batalla de gigantes una amplitud internacional. Será uno de los mayores dramas de la historia del mundo. Los destinos del proletariado ingles estarán ligados a los destinos de la humanidad entera. La situación mundial y el papel del proletariado inglés en la producción y en la sociedad le aseguran la victoria, a condición de que sea bien dirigido con una resolución revolucionaria. El partido comunista habrá de desplegarse ay llegar al poder como partido de la dictadura del proletariado. No hay atajo. Los que lo creen y los que lo dicen no pueden sino engañar a los obreros ingleses. Esta es la conclusión esencia de nuestro análisis.[7]


 

[1]Nota Editorial. Arturo Ponsomby, subsecretario de Estado en Negocios extranjeros durante el Gobierno laborista de Macdonald (1923-1924). Partidario de la aproximación anglosoviética, por la que trabajó con celo en el curso de las negociaciones de agosto de 1924. Ponsomby pertenece a una familia aristocrática. En su juventud fue paje de la reina Victoria. Más tarde desempeñó diversas funciones en Negocios extranjeros y militó en el partido liberal. Convertido en pacifista hacia el fin de la guerra, rompió con el partido liberal, para adherirse a la organización pacifista del “Control democrático” y al Labour Party.

[2]Nota Editorial. Juan Barnes. Uno de los líderes obreros más antiguos; fundador y militante de la Federación Socialdemócrata. El nuevo movimiento tradeunionista, que alcanzó su desarrollo hacia 1880, encontró en Barnes un jefe sobresaliente. Orador de talento e influyente, Barnes dirigió en varias ocasiones grandes huelgas y memorables manifestaciones (recordemos la famosa huelga de los puertos). Condenado en 1888 a seis semanas de cárcel a consecuencia de una manifestación. Después se orientó a la derecha y salió en 1889 de la Federación Socialdemócrata. En 1882, diputado en los Comunes. Dos años más tarde se aproximó a los liberales y entró en 1905 en un Ministerio liberal. La evolución de Barnes, desde el movimiento obrero a un Gabinete liberal, caracteriza perfectamente las costumbres políticas de los líderes oportunistas del movimiento obrero británico.

[3]Nota Editorial. Lord Eduardo Grey. Líder de los liberales independientes, partidario de la aproximación con los conservadores. Uno de los líderes liberales de la Cámara de los Comunes. Desde 1905 hasta 1916 desempeñó en todos los ministerios la cartera de Negocios extranjeros. Fue uno de los creadores de la Entente y uno de los responsables de la guerra mundial. Embajador de la Gran Bretaña en Washington en 1919-1920. Personaje influyente de la Sociedad de Naciones, miembro de la Cámara Alta.

[4]Nota Editorial. Benjamín Beaconsfield (Disraeli). Célebre estadista y escritor inglés (1804-1881). En su juventud escribió novelas satíricas. A partir de 1832 se consagró a la vida política, uniéndose a los whigs. Después de la aproximación entre la alta finanza y los tories, rompió con los whigs y se convirtió en uno de los líderes del partido tory. Representante típico de la alta banca, Beaconsfield fue un ardiente proteccionista. En 1852, ministro de Hacienda en el Gabinete reaccionario de Derby, al que sucedió, al cabo de diez meses, un Ministerio liberal Gladstone. Beaconsfield volvió a ser, en 1858, ministro de Hacienda en el segundo Ministerio Derby, que duró diez y ocho meses. En 1866 el Gabinete Derby volvía por tercera vez al poder y Beaconsfield a Hacienda. Primer ministro en 1868, tuvo que dimitir en el mismo año. Volvió al poder en 1874, en el momento en que se despertaba el imperialismo inglés, y lo ocupó hasta 1880. La política de Beaconsfield, que aspiró a extender en el exterior las posesiones y la influencia de la Gran Bretaña y se mostró favorable en el interior a las pequeñas reformas liberales, caracteriza perfectamente al imperialismo británico.

[5]Nota León Trotsky. Esta previsión, naturalmente, tiene un carácter de perspectiva general y en ningún caso debe ser asimilada a las previsiones astronómicas de los eclipses lunares o solares. El curso real de los acontecimientos siempre es más complejo que unas previsiones necesariamente esquemáticas.

[6]Nota Edicions Internacionals Sedov. Hemos mantenido fielmente la traducción de Pumarega pero en este caso es evidente que se trata de un error tipográfico. Traducimos ‘acusadas’ de acuerdo con la edición francesa.

[7]Nota Editorial. La edición rusa de 1925 y la primera edición inglesa de este libro terminan aquí. Los dos capítulos siguientes han sido añadidos en fechas posteriores.