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Clásicos de León Trotsky online

VII - Tradeunionismo y bolchevismo

VII - Tradeunionismo y bolchevismo

Que no es posible apreciar las tareas fundamentales del movimiento obrero y fijar sus límites desde el punto de vista formal y en el fondo puramente jurídico de la democracia es lo que resalta con una claridad particular en la más reciente historia de Inglaterra y, con un relieve sorprendente, en la cuestión de las cotizaciones políticas en los sindicatos. A primera vista, esta cuestión parece puramente práctica. Tiene, sin embargo, una enorme importancia de principio, que tememos no comprendan los señores líderes del Labour Party. El objeto de las Trade-Unions es la lucha por el mejoramiento de las condiciones de trabajo y de las condiciones de existencia de los obreros. Con este fin sus miembros aportan cotizaciones. En cuanto a su actividad política, las Trade-Unions se han considerado formalmente como neutras, aun encontrándose con bastante frecuencia a remolque del partido liberal. Innecesario es decir que los liberales, vendiendo, a semejanza de los conservadores, toda clase de honores a sus ricos cotizantes burgueses, no tenían necesidad del apoyo financiero de las Trade-Unions, sino solamente de sus sufragios. La situación cambió a partir del momento en que los obreros crearon, por las Trade-Unions, su propio partido. Las TradeUnions, que habían dado vida al Labour Party, tuvieron que sostenerlo financieramente. Hubo que pedir a los obreros cotizaciones suplementarias. Los partidos burgueses condenaron unánimemente este “escandaloso atentado contra la libertad individual”. El obrero no es sólo un obrero, sino un ciudadano y un hombre, expone profundamente Macdonald. “Precisamente [le replican Baldwin, Asquith[1]
 y Lloyd George]. En calidad de ciudadano, el obrero, sindicado o no, tiene el derecho de votar por cualquier partido. Obligarle a pagar una cotización al Labour Party es ejercer una violencia, no sólo sobre su bolsa, sino sobre su conciencia. ¡Y, en fin, es una violación de la constitución democrática, que excluye toda coacción en materia de apoyo otorgado a tal o cual partido!” Tales argumentos eran ciertamente como para impresionar bastante a los líderes del Labour Party, quienes hubieran de buen grado renunciado a emplear en las organizaciones sindicales los métodos antiliberales, casi bolcheviques, de la coerción, si no hubiese habido esa maldita necesidad de chelines y libras esterlinas, sin los cuales no se puede, ni aun en la democracia inglesa, ostentar un mandato de diputado. Tal es la triste suerte de los principios democráticos, que los chelines y las libras esterlinas les hacen chichones en la frente y les tapan los ojos. Tal es, en suma, la imperfección del mejor de los mundos.
 
La historia de la cuestión de las cotizaciones políticas en las Trade-Unions es ya harto rica en peripecias y episodios dramáticos. No la contaremos aquí. Aun en estos últimos días Baldwin ha renunciado (¡por el momento!) a sostener el nuevo intento de sus amigos conservadores de prohibir la imposición de las cotizaciones políticas. La ley parlamentaria de 1913, actualmente en vigor, autoriza a los sindicatos (Trade-Unions) a establecer cotizaciones políticas, pero reconoce a todos los sindicados el derecho de negarse a pagarlas y prohíbe a las Uniones en tal caso el empleo de represalias contra sus miembros, excluirlos, etc. De creer al Times (6 de marzo de 1925), un 10 por 100 de1 número de obreros sindicados hacen uso de su derecho a negarse al pago de las cotizaciones políticas. El principio de la libertad individual queda así a salvo, en parte por lo menos. La libertad sólo triunfaría completamente cuando sólo se recogieran dichas cotizaciones entre los sindicatos que dieran para ello su benévolo consentimiento. Hoy, por el contrario, todos los sindicados tienen la obligación, si la Unión lo decide, de hacer efectivas las cuotas políticas, exceptuados los que en tiempo debido se nieguen a ello en las formas prescritas. En otros términos, el principio liberal ha quedado reducido, en lugar de una regla triunfante, a una excepción tolerada. Y esta parcial aplicación del principio de la libertad individual no ha sido conseguida (¡ay, ay!) por la voluntad de los obreros, sino por la acción de la legislación burguesa sobre la organización del proletariado.
 
Esta circunstancia suscita la cuestión siguiente: ¿Cómo ocurre que los obreros, que constituyen la masa principal de la población inglesa, y por tanto de la democracia inglesa, se ven por toda su acción incitados a violar el principio de la “libertad individual”, cuando la burguesía legiferante, y sobre todo la Cámara de los Lores, intervienen en calidad de defensores de la libertad, bien prohibiendo categóricamente toda “violencia” respecto del sindicado (decisión de la Cámara de los Lores en 1909, asunto Osborne[2], bien limitando seriamente esta “violencia” (acta parlamentaria de 1913)? La explicación es, naturalmente, que las organizaciones obreras luchan, estableciendo su derecho antiliberal, “despótico”, bolchevique, de imponer obligatoriamente cotizaciones políticas, por la posibilidad efectiva, real y no metafísica, de tener una presentación obrera en el Parlamento, mientras que los conservadores y los liberales, al defender el principio de la “libertad individual”, en realidad tienden a desarmar materialmente a los obreros y a someterlos así al partido burgués. Basta advertir el reparto de papeles: las Trade-Unions defienden el derecho incondicional de imponer cotizaciones políticas obligatorias; la Cámara de los Lores fósiles, la prohibición incondicional de estas cotizaciones, en nombre de la sagrada libertad individual; en fin, la Cámara de los Comunes arranca a las Trade-Unions una concesión equivalente a una rebaja del 10 por 100 en favor de los principios del liberalismo. Hasta un ciego distinguiría aquí al tacto el carácter de clase del principio de la libertad individual, que en esta circunstancia concreta no significa nada más que un intento de expropiación política del proletariado por la burguesía, que desea reducir a la nada al Labour Party.
 
Los conservadores defienden contra las Trade-Unions el derecho del obrero a votar por cualquier partido (¡se trata de esos mismos tories que han negado durante siglos a los obreros el derecho a cualquier sufragio que fuese! Aun hoy, no obstante haberse visto y vivido mucho, no se puede leer sin emoción la historia de la lucha por, el bill de reforma al principio de la década 1820-1830. ¡Con qué asombrosa tenacidad, con qué obstinación, con qué insolencia de clase, de clase esclavista, los landlors, los banqueros, los obispos, en una palabra, la compacta minoría privilegiada, rechazaron los ataques de la burguesía y de los obreros que la seguían al asalto de las posiciones parlamentarias! La reforma de 1832 se hizo cuando ya no era posible dejar de hacerla. Y la ampliación del voto se llevó a cabo en virtud de un riguroso propósito: separar a la burguesía de los obreros. Los liberales en nada se distinguían realmente de los conservadores; conseguida la reforma electoral de 1832, abandonaron a los obreros. Cuando los cartistas exigieron de los tories y de los wighs el derecho de sufragio para los obreros, la resistencia de los detentadores del monopolio parlamentario fue encarnizada. Y cuando los obreros han conseguido por fin el derecho de voto, los conservadores toman la defensa de su “libertad individual” contra la tiranía de las Trade-Unions! ¡Y esta repugnante, esta vil hipocresía no es juzgada en e1 Parlamento como se merecería! Por el contrario, los diputados laboristas dan las gracias al Premier, que generosamente renuncia por el momento a echar el nudo corredizo al cuello del Labour Party, pero reservándose íntegramente el derecho de hacerlo en un momento mejor escogido. Los charlatanes que se llenan la boca con las palabras “democracia”, “igualdad”, “libertad individual”, debían sentarse en los bancos de la escuela y ser obligados a estudiar la historia de Inglaterra en general y la historia de las luchas por la ampliación del voto en particular.
 
El liberal Cobden[3] declaró en otro tiempo que hubiera preferido vivir bajo el poder de la ley de Argel que bajo el de las Trade-Unions. Cobden expresaba de este modo su indignación liberal contra la tiranía “bolchevique”, cuyos gérmenes se encuentran ya en la naturaleza misma de las Trade-Unions. Cobden (a su manera) tenía razón. Los capitalistas que caen bajo el poder de los sindicatos no se encuentran muy a su gusto; la burguesía rusa sabe algo de esto. Pero se trata precisamente de que el obrero se halla siempre bajo la férula de un dey de Argel, encarnado por el patrón, y no puede debilitar su tiranía sino con ayuda de las Trade-Unions o sindicatos. Es cierto que el obrero tiene que admitir al hacerlo ciertos sacrificios, no sólo financieros sino también personales. Pero gracias a las Trade-Unions su libertad individual gana, en fin de cuentas, mucho más de lo que pierde. Es un punto de vista de clase. No se puede eludir. De él se deriva el derecho de imponer cotizaciones políticas. Hoy cree la burguesía, en su masa, que debe conformarse con la existencia de las Trade-Unions. Piensa, sin embargo, limitar su actividad al punto en que la lucha contra grupos aislados de capitalistas se convierte en una lucha contra el Estado capitalista.
 
El diputado conservador Macquisten ha precisado en el Parlamento que los casos de renuncia de las Trade-Unions a las cotizaciones políticas se registran especialmente en las ramas de industria pequeñas y aisladas; en las industrias concertadas se observan, y lo deplora, los efectos de la presión moral y de la persuasión de la masa. ¡Observación altamente interesante! ¡Y cómo caracteriza al Parlamento inglés que haya sido hecha por un tory extremista, autor de un proyecto de ley prohibiendo las cotizaciones, y no por un socialista! Esta observación demuestra que la renuncia a las cotizaciones políticas se observa en las ramas de industria más atrasadas, en las cuales las tradiciones pequeñoburguesas y, por consiguiente, la noción pequeñoburguesa de la libertad individual, se resuelven habitualmente en votos para el partido liberal y aun para el partido conservador. En las industrias nuevas, más modernas, reina la solidaridad de clase y la disciplina proletaria, que a los capitalistas y sus servidores, vástagos de la clase obrera, les parece una especie de terror.
 
Blandiendo sus rayos, un diputado conservador refirió que el secretario de una Trade-Union amenazaba con publicar las listas de los afiliados que se negaban a satisfacer las cotizaciones para el Labour Party. Los diputados obreros exigieron indignados el nombre de ese impío. Sería necesario, sin embargo, recomendar a todas las Trade-Unions esa manera de obrar. No hay que decir que los burócratas que se esfuerzan, con aplauso de los dos partidos burgueses, en excluir a los comunistas de las organizaciones obreras, se guardarán mucho de hacerlo. Cada vez que se trata de comunistas, ya no es cuestión de libertad individual: entran en juego las consideraciones sobre la seguridad del Estado. ¡No se puede de ningún modo admitir en el Labour Party a los comunistas, que niegan el carácter sacrosanto de la democracia! En el curso del debate sobre las cotizaciones, se le escapó al autor del proyecto de prohibición, Macquisten, a quien ya conocemos, una pequeña frase que la oposición acogió con una risa ligera, pero que, en realidad, sería necesario grabar en los muros del Parlamento y comentarla y explicarla en todas las reuniones obreras. Para demostrar con ayuda de cifras el alcance de las cotizaciones políticas de las Trade-Unions. Macquisten dijo que antes del bill liberal de 1913 las Trade-Unions sólo invertían anualmente en su acción política alrededor de 50.000 dólares, en tanto que hoy disponen, a consecuencia de la legalización de las cotizaciones políticas, de un fondo de 1.250.000 dólares. Es muy natural, comprueba Macquisten, que el Labour Party haya llegado a ser fuerte. “Cuando se dispone de 1.250.000 dólares de ingresos por año, se puede formar un partido político con no importa qué fin.” Nuestro tory enfurecido ha dicho más de lo que hubiera querido. Ha reconocido con franqueza que los partidos se pueden hacer y se hacen con dinero y que los fondos desempeñan un papel decisivo en la mecánica de la democracia. ¿Es necesario añadir que los fondos de la burguesía son mucho más abundantes que los del proletariado? Esta sola comprobación reduce a la nada la falsa mística de la democracia. Todo obrero inglés que salga de su entorpecimiento debe decir a Macdonald: es falso que los principios de la democracia constituyan para nuestro movimiento el criterio más alto; estos mismos principios se hallan sujetos al control de la finanza, que los altera y falsifica.
 
Precisa, sin embargo, reconocerlo: si se permanece en un punto de vista formalmente democrático y si se parte de la noción del ciudadano ideal (y no del proletario, o del capitalista o el latifundista), los gorilas más reaccionarios de la alta Cámara parecen ser los más consecuentes. Todo ciudadano tiene perfectamente el derecho de sostener libremente con su portamonedas y su voto al partido que le aconseja su libre conciencia. La desdicha es que este ciudadano británico ideal no existe en la naturaleza. No representa más que una ficción jurídica. Jamás ha existido. Pero el pequeño burgués y el burgués medio se han aproximado en cierta medida a esta noción ideal. Hoy día el fabiano se considera como el tipo de un ciudadano medio ideal, respecto del cual el capitalista y el proletario no son sino desviaciones del ciudadano ideal. Los filisteos fabianos no son, sin embargo, muy numerosos aquí abajo, aunque haya aún sensiblemente de sobra. En general, los electores se dividen, de una parte, en propietarios y explotadores; en proletarios y explotados de otra.
 
Los sindicatos constituyen (y nada podrá contra esto ninguna casuística liberal) la organización de clase de los obreros asalariados en su lucha contra la avaricia y la rapacidad de los capitalistas. La huelga es una de las armas más importantes del sindicato. Las cotizaciones están destinadas a sostener las huelgas. Durante las huelgas los obreros no usan muchas consideraciones con los traidores, que representan otro principio liberal, el de la “libertad de trabajo”. En cualquier huelga grande, el sindicato necesita un apoyo político y tiene que dirigirse a la prensa, al partido, al Parlamento. La hostilidad del partido liberal contra las luchas de las Trade-Unions ha sido una de las razones que indujeron a éstas a crear el Labour Party. Si se ahonda en la historia de los orígenes del Labour Party, resulta evidente que, desde el punto de vista de las Trade-Unions, el partido no es más que su sección política. La Trade-Union necesita una caja de huelga, una red de delegados con poder, un diario y un diputado que goce de su confianza.
 
Los gastos de elección de un diputado representan para la Trade-Union un gasto tan legítimo, necesario y obligado, como los gastos de mantenimiento de un secretario. Sin duda, el miembro liberal o conservador de una Trade-Union puede decir: “Yo pago con regularidad mi habitual cotización de afiliado, pero me mego a pagar la del Labour Party, pues mis convicciones políticas me obligan a votar por un liberal (o por un conservador).” A lo cual podría responder el representante de la Trade-Union: “Cuando luchamos por el mejoramiento de nuestras condiciones de trabajo (y tal es el objeto de nuestra organización) necesitamos el apoyo de un partido obrero, de su prensa, de sus diputados; ahora bien, el partido por el que tú votas (liberal o conservador) se revuelve contra nosotros llegado ese caso, se esfuerza en comprometernos, en sembrar la discordia entre nosotros o en organizar contra nosotros a los rompehuelgas; no tenemos ninguna necesidad de miembros que sostienen a los rompehuelgas.” De modo que lo que desde el punto de vista de la democracia capitalista es libertad individual, desde el punto de vista de la democracia proletaria se manifiesta como libertad política de romper las huelgas. Esa disminución de un 10 por 100 conseguida por la burguesía no es una cosa inocente. Significa que en el efectivo de las Trade-Unions un hombre por diez es un enemigo político, es decir, un enemigo de clase. Sin duda, se logrará conquistar a una parte de esta minoría. Pero el resto, en caso de lucha viva, puede constituir en manos de la burguesía un arma preciosa contra los obreros. La lucha para cerrar la brecha abierta en las Trade-Unions por el bill parlamentario de 1913 es, por tanto, absolutamente inevitable en el porvenir.
 
En general, los marxistas sustentamos la opinión e que todo obrero honrado, sin taras, puede estar sindicado, sean cualesquiera sus opiniones políticas, religiosas y demás. Consideramos los sindicatos, de una parte, como organizaciones económicas de combate; de otra, como escuelas de educación política. Preconizando, como regla general, la admisión en el sindicato de los obreros atrasados e inconscientes, no nos inspiramos en el principio abstracto de la libertad de opinión o de la libertad de conciencia, sino en consideraciones de finalidad revolucionaria. Las cuales nos dicen, por añadidura, que en Inglaterra, donde el 90 por 100 de los obreros sindicados paga cotizaciones políticas, unos conscientemente, otros por espíritu de solidaridad, y solamente un 10 por 100 se atreve a retar a plena luz al Labour Party, es necesario emprender contra ese 10 por 100 una acción sistemática. Hay que llevarlos a comprender que son unos apostatas; hay que asegurar a las Trade-Unions el derecho de excluirlos a igual título que a los rompehuelgas. Para terminar: si un ciudadano abstracto tiene el derecho de votar por cualquier partido, las organizaciones obreras también tienen el derecho de no admitir en su seno a los ciudadanos cuya conducta política es hostil a los intereses de la clase obrera. La lucha de los sindicatos encaminada a cerrar las puertas de las fábricas a los no sindicados se considera desde hace tiempo como una manifestación de terrorismo obrero, o, como se dice hoy, de bolchevismo. Precisamente en Inglaterra se pueden y se deben aplicar estos métodos de acción al Labour Party, que se ha desarrollado como la continuación directa de las Trade-Unions. Los debates parlamentarios del 7 de marzo de 1925, mencionados más arriba, sobre las cotizaciones políticas, presentan un interés excepcional en cuanto a la definición de la democracia parlamentaria. Sólo en el discurso del Premier Baldwin se oyeron prudentes alusiones al peligro real que reside en la estructura de clases de Inglaterra. Las antiguas relaciones sociales han desaparecido, las buenas viejas empresas de costumbres patriarcales (el mismo Mr. Baldwin dirigió una en su juventud) ya no existen. La industria se concentra y se combina. Los obreros se agrupan en sindicatos y estas organizaciones pueden constituir un peligro para el Estado mismo. Baldwin habló tanto de las organizaciones patronales como de los sindicatos obreros. Pero huelga decir que el verdadero peligro que amenaza al Estado no lo ve sino en las Trade-Unions. Harto sabemos por el ejemplo de América a qué se reduce la lucha contra los trusts. La ruidosa agitación de Roosevelt[4]no fue más que una pompa de jabón. En su tiempo, y después de él, los trusts se fortalecieron aún más, y el Gobierno americano es su órgano ejecutivo a título mucho más directo que el Labour Party órgano de las Trade-Unions. Si en Inglaterra la forma de organización de los trusts no desempeña el mismo papel que en América, el papel de los capitalistas no es por eso menos grande. El peligro de las Trade-Unions consiste en que éstas formulan (por el momento con tanteos, vacilaciones y equívocos) el principio del gobierno obrero, gobierno que no es posible sin Estado obrero, como contrapeso del gobierno capitalista, que no puede subsistir actualmente sino bajo la capa de la democracia. Baldwin admite sin restricciones el Principio de la “libertad individual”, base del bill prohibitivo presentado por sus amigos parlamentarios. Asimismo considera como un “mal moral” las cotizaciones políticas. Pero no quiere turbar la paz social. Una vez entablada la lucha, ésta podría tener penosas consecuencias: “No queremos ser, en ningún caso, los primeros en disparar.” Y Baldwin termina: “¡Trae la paz a nuestro tiempo, Señor!” La Cámara, en su casi totalidad, comprendido un gran número de diputados obreros, aplaudió su discurso: Baldwin había hecho, según su propia declaración, un “gesto de paz”. El diputado laborista Thomas, siempre en su lugar cuando hay que hacer un gesto servil, se levanta en tanto y felicita a Baldwin, cuyo discurso se halla penetrado de un espíritu verdaderamente humanitario: con un contacto estrecho, los patronos y los obreros sólo pueden salir ganando. Thomas expone, no sin cierto orgullo, que numerosos obreros, pertenecientes al ala izquierda, se niegan a pagar las cotizaciones políticas porque tienen un secretario tan reaccionario como el mismo Mr. Thomas. Y todos los debates sobre una cuestión en que se cruzan los intereses vitales de las clases en lucha se desenvuelven en ese tono convencional, equívoco, de la mentira oficial y del cant parlamentario puramente inglés. Las reticencias de los conservadores tienen un carácter maquiavélico[5]. Las reticencias del Labour Party son dictadas por una despreciable cobardía. La representación de la burguesía hace pensar en un tigre que esconde sus garras y se muestra acariciador. Los líderes obreros tales como Thomas hacen pensar en perros corridos que esconden el rabo.
 
La ausencia de una salida para la situación económica de Inglaterra se manifiesta de un modo muy directo sobre las Trade-Unions. Al día siguiente de la terminación de la guerra, cuando la Gran Bretaña parecía, al primer golpe de vista, la dueña absoluta de los destinos del mundo, las masas obreras, despertadas por la guerra, afluyeron por cientos de miles y millones de hombres a las Trade-Unions. Estas alcanzaron su apogeo en 1919; después empezó el reflujo. En el momento actual, los efectivos de las organizaciones sindicales han descendido sensiblemente y siguen descendiendo. John Whitley, que se halló a la “izquierda” en el ministerio Macdonald, decía en marzo, en una reunión pública de Glasgow, que hoy las Trade-Unions no son sino la sombra de sí mismas y ni pueden combatir ni negociar. Fred Bramley, el secretario general del Congreso de las Trade-Unions, se pronunció enérgicamente contra esas apreciaciones. La polémica entre estos dos adversarios, tan impotentes, sin duda, el uno como el otro en teoría, ofrece el mayor interés sintomático. Bramley dice que el movimiento político, menos “ingrato”, es decir, que abre más anchas posibilidades de carrera, aleja de las TradeUnions a sus más preciosos militantes. Por otra parte, pregunta, ¿qué sería del Labour Party sin las cotizaciones políticas de las Trade-Unions? En fin de cuentas, Bramley no llega el descenso del poder económico de las Trade-Unions pero lo explica por la situación económica de Inglaterra. En vano buscaríamos en el secretario del Congreso de las TradeUnions la sugestión de alguna solución. Su pensamiento no sale del cuadro de una oculta rivalidad entre el aparato de las Trade-Unions y el del partido[6]. Pero la cuestión no reside ahí. La “radicalización” de la clase obrera y, por consiguiente, el desarrollo del Labour Party, se fundan en las mismas causas que han infligido tan crueles golpes al poder económico de las Trade-Unions. En la actualidad, innegablemente, un movimiento se desenvuelve a expensas del otro. Se cometería, sin embargo, una supina ligereza deduciendo de ello que el papel de las Trade-Unions ha terminado. Por el contrario, los sindicatos de industria de la clase obrera inglesa acaban de ponerse en marcha hacia un gran porvenir[7]. Precisamente porque ya no les quedan a las Trade-Unions, dentro de los límites de la situación capitalista y dada la situación actual de la Gran Bretaña, perspectivas de ninguna suerte, los sindicatos de industria están obligados a empeñarse en el camino de la reorganización socialista de la economía.
 
Cuando las Trade-Unions se hayan reconstruido del modo correspondiente, se convertirán en la principal palanca de la transformación económica del país. Pero la conquista del poder por el proletariado (no en el sentido de esa farsa trivial y lamentable del ministerio Macdonald, sino en el sentido real, material, revolucionario, de la lucha de clases) es para ello una condición previa absolutamente necesaria. Es preciso que todo el aparato del Estado esté al servicio del proletariado. Es necesario que toda la administración, los jueces, los funcionarios se hallen tan penetrados del espíritu socialista del proletariado, como los funcionarios y los jueces actuales están penetrados del espíritu burgués. Únicamente las Trade-Unions darán el personal necesario para esta obra. Asimismo las Trade-Unions formarán los órganos de administración de la industria nacionalizada. Las Trade-Unions se convertirán en el futuro en escuelas de educación del proletariado en el espíritu de la producción socialista. Es, por tanto, imposible medir esta gran tarea de una sola ojeada. Pero actualmente se encuentran en un callejón sin salida. No hay salida ninguna del lado de los paliativos y de las medias medidas. La gangrena del capitalismo inglés arrastra inevitablemente consigo la impotencia de las Trade-Unions. Sólo la revolución puede salvar a la clase obrera inglesa, y con ella a sus organizaciones. Para tomar el poder el proletariado ha de tener a su cabeza un partido revolucionario. Para conseguir que las Trade-Unions sean capaces de cumplir su papel ulterior, se necesita librarlas de los funcionarios conservadores, cretinos supersticiosos que esperan no se sabe qué milagros “pacíficos”, y pura y simplemente, en fin, de los agentes del gran capital, renegados como Thomas. Un partido obrero reformista, oportunista y liberal no servirá más que para extenuar a las Trade-Unions, paralizando la actividad de las masas. El partido obrero revolucionario, apoyado en las Trade-Unions, será el poderoso instrumento de su saneamiento y de su vigoroso desarrollo.

La imposición obligatoria, antiliberal, “despótica”, de las cotizaciones políticas contiene en germen, como el grano el tallo y la espiga futuros, todos los métodos del bolchevismo contra los cuales Macdonald prodiga incansablemente el agua bendita de su mediocridad indignada. La clase obrera tiene el derecho y el deber de colocar su voluntad de clase por encima de todas las ficciones y sofismas de la democracia burguesa. Tiene que obrar con el aplomo revolucionario que Cromwell inculcaba a la joven burguesía inglesa. Ya conocemos el lenguaje que Cromwell empleaba con sus soldados puritanos: “No quiero engañaros con ayuda de las expresiones equívocas empleadas en mis instrucciones, en las que se habla de combatir por el Rey y por el Parlamento. Si llegara a ocurrir que el Rey se encontrara en las filas del enemigo, yo descargaría contra él mi pistola, como contra cualquiera, y si vuestra conciencia os impide hacer otro tanto, os aconsejo que no os alistéis bajo mis órdenes.” Estas palabras no expresan ni sed de sangre ni despotismo, sino la conciencia de una gran misión histórica que confiere el derecho de aniquilar todos los obstáculos del camino. Por la boca de Cromwell habla una joven clase en camino de progreso, por primera vez elevada a la conciencia de su misión. Si es menester buscar tradiciones nacionales, el proletariado inglés debe tomar de sus antiguos “Independientes” aquel espíritu de seguridad revolucionaria y de intrepidez ofensiva. Los Macdonald, los Webb, los Snowden y tutti quanti sólo toman
de los compañeros de armas de Cromwell sus prejuicios religiosos, combinándolos con una cobardía auténticamente fabiana. La vanguardia del proletariado sólo necesita unir el valor revolucionario de los “Independientes” con la clara filosofía materialista.
 
La burguesía inglesa se da cuenta exacta de que el mayor y principal peligro la amenaza del lado de las Trade-Unions, y que sólo bajo la presión de estas organizaciones de masa puede el Labour Party, radicalmente renovada su dirección, convertirse en una fuerza revolucionaria. Uno de los nuevos métodos de la lucha contra las Trade-Unions consiste en la agrupación del personal administrativo y técnico de la industria (ingenieros, directores, contramaestres, etc.) en un “tercer partido de la producción”. El Times lleva a cabo una campaña habilísima, muy astuta, contra la teoría de la “unidad de intereses de los trabajadores manuales e intelectuales”. Tanto en ésta como en otras circunstancias, los políticos burgueses saben sacar partido diestramente de las ideas fabianas, que ellos mismos han sugerido. La oposición del trabajo contra el capital, dice el Times al unísono de todos los jefes del Labour Party, es nefasta para el desenvolvimiento nacional, y de este axioma deduce la conclusión siguiente: los ingenieros, los directores, los administradores, los técnicos, situados entre el capital y el trabajo, son los más aptos para apreciar los intereses de la industria en “su conjunto” y conseguir que reine la paz entre asalariados y patronos. A este fin, el personal técnico y administrativo debe constituirse en tercer partido de la industria. En realidad, el Times sale al encuentro de los fabianos. La posición de principio de estos últimos, dirigida, con un espíritu reaccionario y utópico, contra la lucha de clases, es la que mejor corresponde a la situación social del intelectual de pequeña o mediana burguesía, del ingeniero, del administrador, colocados entre el capital y el trabajo, en realidad instrumentos del capital, pero pretendiendo imaginarse independientes, aun cuando se someten tanto más a las organizaciones capitalistas cuanto más subrayan su independencia frente a las organizaciones proletarias. Puede predecirse sin esfuerzo que, a medida de su ineluctable eliminación de las Trade-Unions y del Labour Party, el fabianismo confundirá cada vez más su destino con el de los elementos intermedios de las administraciones industriales y comerciales y de la burocracia del Estado. El Partido Obrero Independiente, pasada su momentánea prosperidad actual, declinará inevitablemente, y, convertido en el “tercer partido de la industria”, se revolcará a los pies del capital y del trabajo.


 

[1]Nota Editorial. Heriberto Enrique, lord Asquith, conde de Oxford. Líder de los liberales independientes ingleses y director de la Westminster Gazette. Adversario de la aproximación anglosoviética. De 1892 a 1895, ministro de Negocios extranjeros del último Gabinete liberal Galdstone. De 1905 a 1908, ministro de Hacienda. De 1908 a 1916, primer ministro. En sus funciones se reveló ardiente partidario de la guerra imperialista. En 1914, ministro de la Guerra. En 1915 formó un Ministerio de coalición liberal-conservador. Fue reemplazado en 1916 por Lloyd George. Los vestigios del doctrinarismo liberal impidieron a Asquith dar pruebas, en política interior y exterior, de una suficiente amplitud de visión, así como del cinismo y de la perfidia necesarios. Bajo la presión de los conservadores, el ala más activa, imperialista, de los liberales, ayudó a Lloyd George a reemplazar a Asquith. Fue derrotado en las elecciones legislativas de 1924. Miembro de la Cámara de los Lores.

[2]Nota Editorial. El asunto Osborne. Guillermo Osborne, ferroviario liberal, se dirigió en 1908 a los Tribunales para conseguir que se suprimieran en las Trade-Unions las cotizaciones políticas. En efecto; las Trade-Unions cobran, además de sus cotizaciones normales, cotizaciones políticas destinadas a la acción del Labour Party. La. sentencia del 22 de julio de 1908 denegó a Osborne su demanda y afirmó categóricamente la legalidad de estas cotizaciones. Osborne, sostenido por grandes capitalistas, apeló contra la sentencia. El Tribunal de Casación anuló esa primera sentencia y dio al demandante entera satisfacción, motivando su decisión en el carácter puramente económico de las Trade-Unions, obligadas a permanecer ajenas a la política. El Labour Party apeló ante la Comisión judicial de la Cámara de los Lores, que sancionó el veredicto del Tribunal de Apelación. La Cámara de los Lores prohibió a las Trade-Unions el cobro de cotizaciones suplementarias, cualquiera que fuese su fin político. Pero en 1913 una decisión del Parlamento derogó esta prohibición. Las Trade-Unions fueron autorizadas a imponer cotizaciones políticas, reservando, sin embargo, a los sindicados el derecho de negarse a pagarlas, sin exponerse por ello a sufrir sanciones o ser excluidos. Esta ley sigue aún en vigor. El caso Osborne ha desempeñado un gran papel en la historia del movimiento obrero, interesando a los obreros en la acción política de las Trade-Unions.

[3]Nota Editorial. Cobden (1804-1865). Fabricante y comerciante de tejidos, llegó a ser uno de los hombres más significados de la burguesía radical de mediados del siglo XIX. Propagandista infatigable del librecambio y de la abolición de los derechos sobre el trigo, fundador de la Liga para la Abolición de los derechos sobre los trigos, protagonista de la “paz general”. Diputado en los Comunes, alzó la voz contra la política belicosa del Gobierno inglés. Tomó parte en el Congreso pacifista de 1849. Cobden fue uno de los jefes del movimiento librecambista de la burguesía liberal.

[4]Nota Editorial. Teodoro Roosevelt (1858-1919). Presidente de los Estados Unidos de 1901 a 1909. Imperialista americano. En política interior, partidario, por lo que se refiere a los obreros, de una política de pequeñas concesiones liberales. Miembro del partido republicano. Intervino en 1905 a fin de provocar la apertura de negociaciones de paz entre Rusia y el Japón. Al principio, durante la guerra mundial, fue pacifista; luego se convirtió en uno de los más ardientes partidarios de la intervención americana.

[5]Nota Editorial. Se llama maquiavelismo al empleo en política de la violencia conjuntamente con la perfidia y la hipocresía. La palabra tiene su origen en el nombre del célebre escritor italiana Nicolás Macchiavelli ((1923-1924) al que se considera como el fundador de la ciencia política.

[6]Nota Traductor. Aparato de las Trade-Unions: aparato, la red de funcionarios de una organización. 

[7]Nota Traductor. Sindicatos de industria. Las Trade-Unions han conservado hasta aquí el viejo tipo de organización obrera: la sociedad de resistencia, de estructura horizontal, local, de oficio, autónoma. El sindicato de industria es una organización de tipo vertical, en la escala nacional, centralizada, y reúne a todos los obreros empleados en una misma rama de industria. El líder de los mineros del Sur de Gales, Horner, corrobora en unas declaraciones recientes (diciembre 1926) la opinión de Trotsky: “La lucha ha revelado que la Federación de Mineros es una vaga combinación de organizaciones de distritos. Durante la pasada crisis hubo una tendencia a abandonar la lucha por parte de las cuencas más débiles. La campaña para una unión nacional de los obreros de las minas ha comenzado por el movimiento minoritario. Paralelamente a los cambios de estructura de la organización, debe realizarse otro en el cuerpo director. Entre los jefe conocidos hay muchos que son honrados y valientes; pero ya no pueden adaptarte a los nuevos métodos de lucha industrial. Cuando los patronos luchan con todas su fuerzas combinadas, con el Gobierno y con los jefes laboristas detrás de ellos, es necesario que los mineros trasformen y refuercen su organización. A los jefes del partido laborista, miembros del Consejo privado, que perciben grandes salarios y que ganan sumas fabulosas escribiendo en la prensa capitalista, les es fácil predicar la paz industrial. Llegados a la meta, permanecen fuera de las luchas industriales. Nosotros, que trabajamos en las minas y que conocemos cuáles son las condiciones del trabajo, afirmamos categóricamente que no puede haber paz en la industria carbonera.”