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Boletín Nº 4 (Septiembre 2003)

Sviask

Sviask

Traducción al español realizada por el CEIP León Trotsky de Argentina de la versión publicada en Cahiers Léon Trotsky N° 12, Institut Léon Trotsky de Francia. Extracto de Die Front 1918-19, Berlín 1929. “Oktober”, págs. 46-72. Larissa M. Reissner (1895-1926): célebre periodista por sus reportajes sobre la guerra civil y la revolución alemana, fue compañera de Raskolnikov, luego de Radek. Murió de tifus.

 

Larissa Reissner

 

Cuando dos camaradas que han trabajado juntos en 1918, combatido en Kazán contra los checoslovacos, luego en el Ural o Samara y Tsaritsin, se encuentran después de años, después del intercambio de preguntas, uno de los dos dice “¿Te acuerdas de Sviask?”. Y ellos se estrechan las manos. ¿Qué fue Sviask?

 

Hoy, es una leyenda, una de estas leyendas revolucionarias que nadie escribió aún pero que ha sido contada ahora y siempre de una punta a la otra de la inmensa Rusia. Ningún hombre desmovilizado del Ejército Rojo, entre los veteranos, los fundadores del ejército de obreros y campesinos, de vuelta en su casa y recordando tres años de guerra civil, olvidará la célebre epopeya de Sviask, ese cruce de caminos a partir del cual, de los cuatro costados, las oleadas del asalto revolucionario se pusieron en movimiento. Al Este, hacia el Ural, al Sud, hacia el mar Caspio, el Cáucaso y la frontera de Persia, al Norte, hacia Arcángel y Polonia. No todo junto, seguramente, no al mismo tiempo, pero fue sólo después de Sviask y Kazán que el Ejército Rojo se cristalizó bajo sus formas de unidad de combate y políticas que, después de algunos cambios y perfeccionamientos, se volvieron clásicos para el RSFSR.

El 6 de agosto salían de Kazán regimientos formados precipitadamente. Entre ellos, los que tenía la mejor conciencia de clase se detenían en Sviask y decidían permanecer allí y combatir. En el momento en que las hordas de desertores que habían huido de Kazán habían casi alcanzado Nijni-Novgorod, la barrera erigida en Sviask ya había detenido a los checoslovacos y a su general, que intentaba apoderarse del puente del ferrocarril sobre el Volga y fue asesinado la noche del ataque. Así, al primer combate entre los Blancos que venían justo de tomar Kazán y estaban consecuentemente más fuertes moral y materialmente y el núcleo de las tropas del Ejército Rojo que buscaban defender la cabeza del puente del otro lado del Volga, la ofensiva checoslovaca era decapitada. Con el general Blagotic, perdieron a su jefe más capaz y más popular. Ni los Blancos, emborrachados por sus victorias recientes, ni los Rojos que se reunían alrededor de Sviask, sospecharon la importancia histórica que revestirían las primeras escaramuzas entre ellos en el Volga.

Sin material, sin mapas y sin el testimonio de los camaradas que combatían entonces en las filas del 5° Ejército, es muy difícil hacer comprender la importancia militar de Sviask. Yo olvidé casi todo, las caras y los nombres se borran en la neblina del tiempo. Pero es algo que nadie olvidará jamás: el sentimiento de inmensa responsabilidad para la defensa de Sviask que unía a todos los combatientes –desde el miembro del consejo militar revolucionario hasta el último de los simples soldados rojos, que buscaba en alguna parte desesperadamente a su regimiento en retirada y se volvía súbitamente, enfrentaba a Kazán y se preparaba a combatir hasta el final con su antiguo fusil en la mano y su determinación inflexible en el corazón. Todo el mundo comprendía la situación así: un paso más atrás y la ruta del Volga se abría al enemigo hasta Nijni (Novgorod) y Moscú. Continuar la retirada hubiera sido el comienzo del fin, la condena a muerte de la república de los soviets. Si esto se fundamentaba en un punto de vista estratégico, lo ignoro. Quizás el ejército habría podido retroceder aún más lejos y volver a partir en otro sitio bajo sus banderas hacia una nueva victoria. Pero desde el punto de vista moral, incontestablemente, era justo. Y en la medida en que la retirada más allá del Volga significaba entonces un hundimiento total, en esta medida, la posibilidad de mantenerse, de espaldas al puente, nos llenaba de una esperanza real.

La ética revolucionaria había formulado la situación compleja en dos palabras: la retirada quiere decir: marcha de los checos hasta Nijni y Moscú. Si se mantiene Sviask y los puentes, esto quiere decir que el Ejército Rojo retomará Kazán.

Es al tercer o cuarto día después de la caída de Kazán que Trotsky llegó a Sviask. Su tren se detuvo en una pequeña estación; la locomotora ha respirado un poco, se la limpió, se aplacó su sed y ella no dejó de sorprenderse. Los vagones permanecieron alineados, tan inmóviles como las sórdidas chozas campesinas y el conjunto de las barracas ocupadas por el estado mayor del 5° Ejército. Esta inmovilidad subrayaba en silencio que no había otro lugar donde ir y que no se partiría.

Poco a poco, la creencia fanática de que esta pequeña estación sería el punto de partida de una contraofensiva contra Kazán comenzó a tomar formas reales.

Cada nuevo día que esta estación aislada y miserable ganó contra un enemigo muy superior le fortaleció y levantó la moral. De alguna parte de la retaguardia, de aldeas alejadas del interior, vinieron primero soldados, uno por uno, luego magros destacamentos y finalmente verdaderas unidades.

Lo tengo aún bajo mis ojos, este Sviask donde ningún soldado se batió “por obligación”. Todo lo que estaba viviente aquí, se batía por defenderse, todo estaba ligado por las relaciones más fuertes de la disciplina voluntaria, de la participación voluntaria en una lucha que al principio parecía tan desesperada.

Los seres humanos que dormían en el suelo de la estación, en las chozas polvorientas rellenas de paja y de pedazos de vidrio –casi no tenían esperanza de vencer y consecuentemente no tenían nada que temer. A nadie le interesaba especular sobre el momento y la manera en la que todo esto “terminaría”. “Mañana”, simplemente, no existía, y sólo había una pequeña pieza caliente y ahumada: Hoy. Y se lo vivía como se vive en tiempo de cosechas.

Mañana, mediodía, tarde, noche, cada hora debía ser utilizada hasta el final para el trabajo, vivida, debía servir hasta el último segundo. Era necesario cosechar cada hora con cuidado, como se corta el trigo en el campo hasta su misma raíz. Cada hora parecía tan rica, tan diferente de toda la vida anterior que ella se desvanecía como un milagro. Y ella también era un milagro.

Los aviones iban y venían, lanzando sus bombas sobre la estación y los vagones; las ametralladoras con su repugnante aullido y el constante silabeo de la artillería se aproximaba, luego se alejaba, mientras que un ser humano en su capa militar destrozada, un sombrero de civil y los dedos del pie saliendo de sus botas –en definitiva, uno de los defensores de Sviask- sacaba sonriendo una reloj de su bolsillo y se decía a sí mismo: “Son las 6 y 20 hs., así que, hoy. 6 y 20 aún estoy vivo. Sviask se mantiene, el tren de Trotsky está sobre la escarpa, una lámpara brilla en la ventana del departamento político. Está bien. La jornada terminó”.

Prácticamente, no había medicamentos en Sviask. Dios sabe como los doctores curaban las heridas. Nadie tenía vergüenza ni miedo. Los soldados que iban con sus cacharros a buscar la sopa a la cocina pasaban al lado de las camillas donde yacían heridos o muertos. La muerte no daba temor. Se la esperaba cada día, a cada hora. Estar acostado en una capa húmeda del ejército, con una mancha roja en la camisa, una cara sin expresión, un mutismo que no tenía nada de humano, esta posibilidad iba de suyo.

¡Fraternidad! ¡Pocas palabras de las cuales se había abusado tanto y que se había vuelto tan despreciable! Pero la fraternidad, en el momento de penuria extrema y de peligro, está allí, olvidada de sí misma, sagrada, inmensa y única. ¡Y nadie jamás vivió ni conoció nada de la vida si jamás pasó la noche en la tierra con ropas gastadas y destrozadas pensando todo el tiempo cuán maravilloso es el mundo, infinitamente maravilloso! Que aquí lo viejo fue destruido, que la vida se bate las manos desnudas por su verdad irrefutable, por los cisnes blancos de su resurrección, por cualquier cosa infinitamente más grande e infinitamente mejor que este pedazo de cielo estrellado que aparece, en la ventana oscura del pavimento quebrado, para el futuro de toda la humanidad.

Una vez por siglo, se entra en comunión y una sangre nueva es transfundida. Estas palabras espléndidas, estas palabras casi inhumanas en su belleza, y el olor del sudor viviente, el viviente sudor de los otros que duermen con ustedes sobre el piso. Basta de pesadillas, basta de sentimentalismos. Mañana el alba se elevará y el camarada G., un bolchevique checo, preparará una omelet para toda la “banda” y el jefe de estado mayor se pondrá una camisa tiesa por la helada, lavada durante la noche. Un día comienza, durante el cual alguien va a morir pensando en su último segundo que la muerte es una cosa como otras y para nada la principal, que una vez más Sviask no cayó y que sobre el muro polvoriento aún está escrito: “¡Proletarios de todos los países, uníos!”

Así transcurren una después de otra las lluviosas jornadas de agosto. Las débiles líneas pobremente equipadas no caían; el puente permanecía en nuestras manos y, de la retaguardia, de alguna parte muy lejana, llegaban refuerzos.

A las telarañas otoñales volando en el viento vinieron a unirse verdaderos hilos de teléfono y telégrafo y una especie de enorme, de molesto aparato mal avenido comenzó a funcionar en la miserable estación de ferrocarril de Sviask, ese punto minúsculo, apenas discernible en el mapa de Rusia donde, en un momento de huida y desesperanza, la revolución se había desgarrado. Allí se reveló todo el genio de organización de Trotsky. Él logró restablecer las líneas de abastecimiento, obtuvo la artillería y algunos regimientos que llegaron a Sviask por ferrocarriles que habían sido abiertamente saboteados: se había obtenido todo lo que era necesario para la próxima ofensiva. Por otro lado, es necesario tener presente en el espíritu que era necesario hacer este trabajo allí en 1918, mientras estábamos en plena desmovilización, cuando la aparición en las calles de Moscú de un solo destacamento del Ejército Rojo bien vestido habría causado verdadera sensación. Después de todo, esto quería decir remar contra la corriente, contra el agotamiento de cuatro años de guerra, contra las inundaciones primaverales de la revolución que barría en todo el país los vestigios de la disciplina zarista y el odio salvaje de todo lo que se parecía al aullido de los antiguos comandantes de los oficiales, los cuarteles o la vieja vida militar.

A pesar de todo esto, el abastecimiento apareció frente a nuestros ojos. Llegaron los periódicos, las botas, los impermeables vinieron. Y por todas partes donde se tenía botas, se tenía verdaderamente un estado mayor fuerte, el ejército permanecía en el lugar sólidamente atrincherado y no pensaba en huir. ¡Las botas son un asunto serio!

La Orden de la Bandera roja no existía aún en la época de Sviask, de otro modo habría necesitado otorgar centenares. Todo el mundo, incluso los cobardes y los nerviosos y los obreros y simples soldados ordinarios, todos sin excepción se comportaron de manera increíblemente heroica. Todos se han sobrepasado, como las corrientes de primavera desbordando las riberas. Tal era la atmósfera. Me acuerdo de haber recibido como extraño algunas cartas de Moscú. Se hablaba allí de la exultación de la pequeña burguesía que se preparaba a revivir las memorables jornadas de la Comuna de París.

Y durante este tiempo, el frente más peligroso y más importante de la república pendía del hilo delgado de un ferrocarril y se consumía, preparando una conflagración heroica sin precedentes que fue suficiente para tres años más de una guerra hambreada, devorada de tifus y sin techo.

En Sviask, Trotsky, que logró dar al ejército recién nacido una columna vertebral de acero, que él mismo tomó raíz en el suelo rechazando ceder una porción de terreno, pase lo que pase, que fue capaz de mostrar a este puñado de defensores una calma más glaciar aún que la suya, en Sviask, Trotsky no estaba solo. Se encontraban allí reunidos viejos militantes obreros del partido, futuros miembros del consejo militar revolucionario de la república y de los consejos militares de varios ejércitos, que el futuro historiador de la guerra civil llamará los mariscales de la Gran revolución, Rosengoltz y Gussiev, Iván Nikititch Smirnov, Kobozev, Meshlaouk, el otro Smirnov1 y muchos otros camaradas de los cuales olvidé sus nombres. Entre los marinos, recuerdo a Raskolnikov y al apasionado Markin2.

Rosengoltz, casi después del primer día, hizo introducir en su vagón al buró del consejo militar revolucionario, los mapas se desplegaban, las máquinas crepitaban –Dios sabe de dónde se las había sacado- en resumen, comenzó a construir un aparato de organización sólido y geométricamente perfecto, con relaciones precisas, una capacidad de trabajo inagotable y de concepción muy simple.

En los días que siguieron, cualquiera fuese el ejército –o el frente-, en todas partes donde el trabajo comenzaba a crujir, Rosengoltz era inmediatamente enviado como una abeja reina en la colmena y comenzaba enseguida a construir, organizar, formar células, murmurar sobre los hilos del telégrafo. A pesar de la capa militar y de la enorme pistola en su cintura, nada parecía marcial en su cara pálida y dulce. Su extraordinaria fuerza no residía para nada allí sino en su capacidad natural de renovar y trabar relaciones, acelerar el ritmo de un absceso infectado a un ritmo explosivo. Al lado de Trotsky, era como un dínamo, regular, bien aceitado, silencioso, con potentes palancas en movimiento día tras día, tejiendo el indestructible tejido de la organización.

No recuerdo exactamente el tipo de trabajo exacto que I.N. Smirnov realizaba oficialmente en el estado mayor del 5° ejército. Si era miembro del consejo militar revolucionario o al mismo tiempo jefe del departamento político, pero, por fuera de todo marco y de todos los títulos, él encarnaba la ética de la revolución. Era el criterio moral supremo, la conciencia comunista de Sviask.

Incluso entre las masas de soldados sin partido y aquellos comunistas que no lo habían conocido antes, su sorprendente pobreza y su integridad eran inmediatamente reconocidas. Apenas es verosímil que él mismo supiera hasta qué punto era temido, hasta qué punto cada uno tenía miedo por encima de todo de revelar su propia cobardía y debilidad bajo los ojos de este hombre que no se doblegaba jamás, que permanecía siempre calmo, valiente. Nadie imponía respeto tanto como Ivan Nikititch. Todo el mundo sentía que en el peor momento él sería el más fuerte y el más inconmovible.

Con Trotsky, era la muerte en el combate después que había sido tirada la última bala, era morir en el entusiasmo, olvidando las heridas. Con Trotsky, era el dramático coronamiento de la lucha, palabras y gestos llamando a las mejores páginas de la Gran Revolución francesa.

Pero el camarada Smirnov (es así como nos parecía en la época y que nos murmurábamos unos a otros acostados sobre el suelo en estas noches de otoño ya frías), el camarada Smirnov, era la calma total cuando era “enviado al paredón”, cercado por los Blancos o tirado en un hoyo de prisión. Si, es así como se hablaba de él en Sviask.

Boris Danilovich Mikhailov3 llegó un poco más tarde, directamente de Moscú creo, o como acostumbraba, del centro. Llegó de civil con esa expresión brillante, muy cambiante, sobre la cara que tienen las personas cuando salen de prisión o de las grandes ciudades. En algunas horas, fue completamente transformado por la intoxicación de Sviask. Cambiando su vestimenta, partió en una patrulla de reconocimiento en las proximidades del Kazán blanco, volvió tres días más tarde, fatigado, la cara curtida por el viento, el cuerpo lleno de pestes que estaban en todas partes. Pero en compensación, estaba de una pieza.

Era un espectáculo fascinante observar el proceso interno profundo de cambio que se producía en aquellos que llegaban a un frente revolucionario: se prendían fuego como un cobertizo de paja de los cuatro costados a la vez y, cuando se enfriaban, se transformaban en un trozo de acero templado a prueba de fuego, perfectamente limpio y uniforme.

El más joven de todos era Meshlaouk. Valerian Ivanovich. Era duro para él. Su joven hermano y su mujer habían permanecido en la retaguardia de Kazán y el rumor decía que habían sido fusilados. Se supo más tarde que el hermano había perecido efectivamente allí mientras que su mujer sufría espantosas torturas. En Sviask no había hábito de quejarse o de hablar de sus propios males. Meshlaouk guardaba un silencio honesto, hacía su trabajo y se paseaba con su larga capa de caballería en el fango resbaladizo del otoño, concentrado totalmente en un lugar ardiente: Kazán.

Entretanto, los Blancos comenzaron a sentir que con su resistencia fortalecida, Sviask estaba en camino de convertirse en algo grande y peligroso.

Las escaramuzas y ataques intermitentes llegaron a su fin; comenzó un sitio regular de todos los costados de las fuerzas numerosas y organizadas, pero ya habían dejado escapar el momento propicio.

El viejo Slavin4, comandante del 5° ejército, que no era un coronel muy dotado pero era un hombre que conocía bien su oficio y a fondo, se fijó en un punto clave de la defensa, elaboró un plan preciso y lo realizó con su obstinación propiamente letona. Sviask estaba firme, sus pies plantados en el suelo como un toro, su ancha cabeza baja girada hacia Kazán, inmóvil en su lugar y sacudiendo impacientemente sus cuernos agudos como bayonetas.

Una mañana llena de sol de otoño llegaron a Sviask torpederos de la flota del Báltico, finos, rápidos, ágiles. Su aparición hizo sensación. Ahora el ejército se sentía protegido. Una serie de duelos de artillería comenzaron en el Volga, produciéndose tres o cuatro veces por día. Cubierto por el fuego de nuestras baterías escondidas en la ribera, nuestra flotilla se aventuró desde entonces avanzando mucho hacia delante. Estas penetraciones fueron coronadas por operaciones extremadamente audaces como la que fue emprendida la mañana del 9 de septiembre por el marino Markin, uno de los fundadores y héroes eminentes de la flota roja. Sobre un pesado remolcador blindado poco manejable, él avanzó hasta los muelles de Kazán, desembarcó, echó a los encargados de la artillería bajo el fuego de sus ametralladoras y destruyó las llaves de varios cañones.

Otra vez, tarde en la noche del 30 de agosto, nuestros barcos se abalanzaron sobre Kazán, bombardearon la ciudad, incendiaron varios barcos cargados de municiones y de abastecimiento y volvieron sin haber perdido una sola unidad. Entre otros, Trotsky, con el comandante, estaba a bordo del torpedero Prochny que debía romper su timón procediendo todo a lo largo de un barco enemigo bajo las bocas de los cañones de los Guardias Blancos.

Vazetis5, comandante en jefe del frente del Este, llegó en el momento en que la ofensiva contra Kazán estaba ya en pleno ímpetu. La mayoría de nosotros, incluida yo, sólo teníamos pocas informaciones sobre el desarrollo de la conferencia; todo el mundo sabía solamente una cosa, acogida con una inmensa satisfacción por todos: nuestro viejo (es así como llamábamos a nuestro comandante) se había opuesto al punto de vista de Vazetis que quería emprender el ataque a Kazán a partir de la ribera izquierda, mientras que nuestro comandante había decidido tomar Kazán por la ribera derecha que domina la ciudad y no la izquierda que es llana y expuesta.

Pero en el momento preciso en que el 5° ejército estaba en camino de tomar su ímpetu para atacar, en que sus fuerzas esenciales, al menos, comenzaban a empujar hacia delante bajo constantes contraataques y numerosas batallas todo el día, tres “luces” de la Rusia de los Guardias Blancos reunieron sus fuerzas para poner punto final a la larga epopeya de Sviask. Savinkov, Kapell y Fortunatov6, a la cabeza de una fuerza considerable, emprendieron un raid desesperado contra una estación ferroviaria próxima a Sviask con el fin de apoderarse de la suerte de Sviask misma y del puente sobre el Volga. El raid fue brillantemente ejecutado. Después de haber hecho un largo rodeo, los Blancos cayeron repentinamente sobre la estación de Chikhrana, la destruyeron, tomaron los edificios, cortaron las relaciones con el resto de la vía férrea y quemaron un tren de municiones que estaba estacionado allí. La pequeña tropa que defendía Chikhrana fue masacrada hasta el último.

Esto no era todo. Hicieron una cacería y extirparon literalmente todo lo que podía vivir en esta pequeña estación. Yo tuve la posibilidad de ver Chikhrana algunas horas después del raid. Ella contenía los estigmas de una violencia de pogromo completamente irracional, que marcaba su sello a las victorias de estos señores que no se sentían jamás verdaderamente dueños ni futuros habitantes de estos territorios que habían conquistado accidental y temporariamente.

En el patio de una finca, yacía una vaca bestialmente asesinada (dije a propósito “asesinada”, no “muerta”); la cooperativa de pollos era llenada estúpidamente de pollos acribillados de manera demasiado humana. La casa, la pequeña huerta, el pozo, todo había sido tratado como si se fuesen seres humanos capturados o, peor, de bolcheviques y “judíos”. Los intestinos fueron vaciados de todos lados. Animales y objetos inanimados yacían por todas partes, diezmados, violados, desfigurados. En el medio de este matadero horrible de todo lo que había sido una habitación humana, la muerte indescriptible, inexpresable, de algunos ferroviarios y soldados del Ejército rojo tomados de improvisto, aparecía casi en la naturaleza de las cosas.

Sólo es en las ilustraciones de Goya7 del campo español y de la guerra de guerrilla que se puede descubrir semejante armonía de los árboles curvados por el viento inclinados bajo el peso de los ahorcados, de la polvareda sobre las rutas, de sangre y piedras.

De la estación de Chikhrana, el destacamento de Savinkov había vuelto a Sviask, avanzando a lo largo de la vía férrea. Nosotros enviamos a su encuentro a nuestro tren blindado Rusia Libre. Hasta donde yo recuerdo, estaba armado de largas hileras de cañones de marina. Su comandante, sin embargo, no estaba a la altura de su tarea. Cercado de los dos lados (al menos él lo creía), abandonó su tren y se precipitó al consejo militar revolucionario para “hacer un informe”. En su ausencia, Rusia Libre fue destruido y quemado. Su carcasa negra humeante descarriló por mucho tiempo al costado de la ruta muy cerca de Sviask.

Después de la destrucción del tren blindado, la ruta del Volga parecía completamente abierta. Los Blancos estaban directamente bajo Sviask, a una vertsa y media o dos del cuartel general. Un pánico le siguió. Una parte del departamento político, si no su totalidad, corrió a los muelles y embarcó en los vapores. El regimiento que combatía en las costas del Volga, pero río arriba, dudó y luego huyó con sus oficiales y sus comisarios. Hacia la mañana, sus destacamentos enloquecidos fueron encontrados a bordo de los barcos del estado mayor de la flota de guerra del Volga.

En Sviask sólo quedaba el 5° ejército con sus oficiales y el tren de Trotsky.

Lev Davidovich movilizó a todo el personal del tren, todos los empleados, los telegrafistas, enfermeros y la guardia comandada por el jefe de estado mayor de la flota, el camarada Lepetenko (sea dicho de paso, uno de los soldados de la revolución más devotos hasta el sacrificio, del cual la biografía podría dar a este libro su capítulo más brillante), en una palabra toda persona capaz de portar un fusil.

Las oficinas del comandante estaban desiertas: no había más “retaguardia”. Todo había sido tirado contra los Blancos que habían corrido casi enseguida hacia la estación. De Chikhrana a las primeras casas de Sviask, la ruta entera estaba sembrada de bombas, cubierta de caballos muertos, de armas abandonadas y de cartuchos vacíos. Más se aproximaba a Sviask, mayor era la anarquía. El avance de los Blancos sólo se detuvo después que saltaron por encima del esqueleto gigante del tren blindado, aún humeante y con olor a metal en fusión. Su avance se extiende hasta las puertas mismas, después se retrae tumultuosamente como una ola pero sólo para lanzarse una vez más contras las reservas de Sviask movilizadas precipitadamente. Allí, durante varias horas, los dos campos permanecen frente a frente, allí, muchos mueren.

Los Blancos determinan entonces que frente a ellos tenían una división fresca y bien organizada de la cual su servicio de informaciones mismo no había sospechado la existencia. Agotados por su raid de 48 horas, los soldados tienen tendencia a sobrestimar la fuerza enemiga e incluso no tienen idea de que la fuerza que se dirigía contra ellos sólo era un puñado de combatientes lanzados precipitadamente, con nadie detrás salvo Trotsky y Slavin que estaban sentados y sin dormir, frente a un mapa en una pieza llena de humo del cuartel general, en el centro de Sviask despoblado donde las balas silbaban en las calles.

 

Toda esa noche, como las precedentes, el tren de Lev Davidovich permaneció allí, como siempre, sin su locomotora. No se desorganizó ni un solo destacamento del 5° Ejército en marcha hacia Kazán esa noche, no se desvió un solo frente para cubrir un Sviask virtualmente sin defensa. El ejército y la flota supieron del ataque de noche únicamente cuando todo terminó, después que los Blancos comenzaron a batirse en retirada, firmemente convencidos que habían tenido que enfrentarse a una división entera.

Al día siguiente, 27 desertores que habían huido en los barcos en el momento más crítico fueron juzgados y fusilados. Entre ellos se encontraban varios comunistas. Más tarde se contaron muchas cosas sobre la ejecución de estos 27, sobretodo en la retaguardia, por supuesto, donde se ignoraba de qué débil hilo estaba suspendida la ruta de Moscú y toda nuestra ofensiva contra Kazán emprendida con nuestros últimos medios y fuerzas.

Para empezar, todo el ejército estaba emocionado por estos rumores sobre los comunistas, que se habían convertido en cobardes y que las leyes no estaban hechas para ellos, que podían desertar impunemente mientras que los simples soldados eran abatidos como perros. Si allí no hubiera estado el excepcional coraje de Trotsky, del comandante del ejército y de los otros miembros del consejo militar revolucionario, el prestigio de los comunistas trabajando en el ejército se habría perdido por mucho tiempo.

Ningún bello discurso puede volver plausible, para un ejército que ha sufrido toda especie de privaciones durante seis semanas, luchando prácticamente con las manos desnudas, incluso sin curaciones, que la cobardía no sea cobardía y que allí se puede tener para este crimen circunstancias “atenuantes”. Se dijo que entre los fusilados se encontraban buenos camaradas, incluso algunos de los cuales el crimen podía ser redimido por sus servicios anteriores, de años de prisión y de exilio. Perfectamente exacto. Nadie sostiene que ellos perecieron para sostener los preceptos del viejo código militar para “dar un ejemplo”, cuando, al sonido del tambor, se exigía “ojo por ojo, diente por diente”. Por supuesto que Sviask es una tragedia.

Pero cualquiera que vivió la vida del Ejército Rojo, que nació y se volvió fuerte en las batallas de Kazán, testimoniará que el espíritu de hierro de este ejército jamás se habría cristalizado, que la fusión entre el partido y las masas de soldados, entre la base y los altos cuerpos de los jefes no se habría producido jamás si, en vísperas de atacar Kazán, donde centenares de soldados iban a perder la vida, el partido no hubiera demostrado claramente a los ojos del ejército entero que estaba dispuesto a ofrecer a la revolución este gran sacrificio sangriento, que para el partido también, las leyes severas de la disciplina de camaradas son obligatorias, que el partido también tiene el coraje de aplicar sin flaquear las leyes de la república soviética a sus propios miembros.

Veintisiete hombres fueron fusilados y han colmado la brecha que los famosos autores del raid habían logrado abrir en la confianza en sí y en la unidad del 5° ejército. Este fusilamiento que reclamaba que los comunistas, tanto como los comandantes y los simples soldados, sean castigados por cobardía y comportamiento deshonroso bajo fuego, obligó la partida de los soldados con la más débil conciencia de clase, la más inclinada a desertar (y por supuesto que ella existía), a reunirse y alinearse sobre aquellos que iban al combate conscientemente y sin la menor molestia.

Es precisamente en estos días que se decidió la suerte de Kazán y no únicamente la suerte de toda la intervención blanca. El Ejército rojo encontró confianza en sí mismo, se regeneró y se volvió fuerte durante las largas semanas de defensa y de sufrimiento.

Es en las condiciones de peligro permanente y con las presiones morales más fuertes que elaboró sus leyes, su disciplina, sus nuevos status heroicos. Por primera vez desapareció el pánico frente a la técnica más moderna del enemigo. Aquí se aprendía a ir de un sitio a otro a pesar de cualquier artillería e involuntariamente a partir de un instinto elemental de autopreservación, nacieron nuevos métodos de guerra, cuyos medios específicos ya son estudiados en las más altas academias militares como los métodos de la guerra civil. Fue de una extrema importancia que en estos días, en Sviask precisamente, haya estado un hombre como Trotsky.

Cualquiera sea su título o su nombre, es claro que el creador del Ejército Rojo, el futuro presidente del consejo militar revolucionario de la República debía estar en Sviask, debía vivir la experiencia completa de estas semanas de batalla, debía apelar a todos los recursos de su voluntad y de su genio de la organización para la defensa de Sviask, para la defensa del organismo del Ejército Rojo aplastado bajo el fuego de los Blancos.

Hubo por otro lado en ella, en la guerra revolucionaria, otra fuerza, otro factor sin el cual no se puede vencer y que es el siguiente: el potente romanticismo de la revolución que vuelve capaz al pueblo, que viene derecho desde las barricadas, de lanzarse inmediatamente en las formas más duras de la máquina militar sin perder el paso rápido y ligero adquirido en las manifestaciones políticas o la independencia de espíritu y la flexibilidad ganadas quizás en los años de trabajo ilegal para el partido.

Para vencer en 1918, era necesario apoderarse del fuego de la revolución, de todo el calor incandescente y asociarlos al marco vulgar, antiguo y repugnante del ejército. Hasta el presente, la historia siempre resolvió este problema con trucos teatrales imponentes pero anticuados. Ella ponía en la escena a algún individuo con un “tricornio y un uniforme gris de campaña” y él o algún otro general sobre un caballo blanco que recortaba la carne y la sangre revolucionaria en repúblicas, banderas y consignas.

En materia de construcción militar, tanto como en otras, la revolución rusa siguió su propio camino. La insurrección y la guerra se han fusionado, el ejército y el partido han crecido de conjunto, inextricablemente entremezclados y bajo la bandera de los regimientos estaban inscriptos la unidad de sus objetivos respectivos, todas las fórmulas más decisivas de la lucha de clases. En las jornadas de Sviask, todo esto aún permanecía informe, estaba únicamente en el aire, buscando una expresión. El ejército de los obreros y de los campesinos debía encontrar cómo tener una expresión, debía revestir una forma, producir sus fórmulas para sí, ¿pero cómo? Aún nadie lo sabía claramente. En esta época, por supuesto, ningún precepto, ningún programa dogmático estaba disponible, en función del cual este organismo titánico podía crecer y desarrollarse.

Sólo vivía en el partido y las masas algo como un presentimiento: la premonición de que era necesario crear esta organización militar revolucionaria que jamás se había visto antes y a la cual cada jornada de batalla le imbuía una nueva característica.

El gran mérito de Trotsky reside en que atrapaba al vuelo el menor gesto de las masas que ya llevaba impresa esta fórmula organizativa única que buscaba. Él comenzó por examinar a fondo, después a recoger todas las pequeñas fórmulas prácticas por las cuales la Sviask asediada simplificó, aceleró u organizó su trabajo de batalla. Y no únicamente en el estrecho sentido técnico. No. Cada nueva combinación eficiente del “especialista” y del “comisario”, de aquel que comanda y de aquel que ejecuta las órdenes y lleva la responsabilidad, cada una de estas combinaciones, después de haber pasado la prueba de la experiencia y de haber sido lúcidamente formulada, era inmediatamente transformada en orden, circular, reglamento. De esta manera, la experiencia revolucionaria viviente no era perdida ni olvidada ni deformada.

La norma obligatoria para todos no era la mediocridad, sino al contrario lo que tenía de mejor, las cosas geniales concebidas por las masas en los momentos más terribles, más creadores de la lucha. En las pequeñas como en las grandes cosas –que esto sea en las cuestiones complejas como la división del trabajo entre los miembros del consejo militar revolucionario o el gesto rápido, vivo, amigablemente intercambiado para saludarse entre un oficial rojo y un soldado, los dos ocupados y apurándose a volver a alguna parte- todo esto debía ser sacado de la vida, asimilado y devuelto hacia las masas para ser utilizado por todos. Y allí donde las cosas no se movían, donde rechinaban o se descomponían, era necesario tirar, como la partera tira al recién nacido durante un nacimiento difícil.

Se puede ser el orador más entrenado, se puede dar a un nuevo ejército una forma plástica racionalmente impecable y sin embargo volver su espíritu frígido, dejarlo evaporarse y permanecer incapaz de guardarlo viviente en el enrejado de las fórmulas jurídicas. Para impedir esto, es necesario ser un gran revolucionario, se debe tener la intuición de un creador y un sintonizador interno de gran potencia sin el cual no se puede aproximarse a las masas.

En última instancia, es precisamente este instinto revolucionario el tribunal de la sanción suprema; que purifica precisamente la justicia creativa nueva de todas las recaídas contrarrevolucionarias profundamente disimuladas, la justicia proletaria que no permite que sus leyes flexibles se osifiquen, divorcien de la vida y carguen las espaldas de los soldados del Ejército rojo de cargas menores pero que entorpecen y son superfluas.

Trotsky poseía este instinto, esta intuición.

En él, el revolucionario jamás ha sido desviado por el soldado, el jefe militar, el comandante. Y cuando, con su voz terrible e inhumana, estaba frente a un desertor, nosotros estábamos allí, temiéndole como a uno de nosotros, un gran rebelde que podía aplastar y aniquilar a cualquiera por cobardía, por traición, no de la causa militar sino de la revolución proletaria mundial.

Era imposible que Trotsky fuera un cobarde, pues el desprecio de su extraordinario ejército lo habría aplastado; y jamás le habría perdonado una debilidad por la sangre fraternal de los 27 que regó su primera victoria.

Algunos días después de la ocupación de Kazán por nuestras tropas, Lev Davidovich debió abandonar Sviask. La novedad del atentado contra Lenin lo llamaba a Moscú. Pero ni el raid de Savinkov sobre Sviask, organizado con una gran maestría por los social-revolucionarios, ni la tentativa de asesinar a Lenin, emprendida por el mismo partido casi al mismo tiempo que el raid de Savinkov, podía detener al Ejército Rojo. La oleada final de la ofensiva penetró en Kazán.

El 9 de septiembre, a la noche tarde, las tropas fueron embarcadas y en la mañana, hacia las 5 y 30 horas, los pesados transportes en varios puentes, escoltados por los torpederos, se dirigieron hacia los muelles de Kazán. Era extraño navegar al claro de luna más allá del molino mitad demolido con un techo verde detrás del cual se había situado una batería de los Blancos, más allá del Dauphin medio quemado, con su carcasa encallada sobre la ribera desierta, más allá de los meandros familiares del río, de las lenguas de tierra, de los bancos de arena y de las ensenadas sobre las cuales del alba a la noche, durante tantas semanas había caminado la muerte, habían rodado las nubes de humo y flameado las haces doradas de los tiros de artillería. Nosotros navegábamos completamente fogosos por fuera de un silencio absoluto sobre el Volga negro, frío, que corría suavemente.

 

Trotsky relata la gesta en el capítulo “Un mes en Sviask”, Mi Vida, Ed. Antídoto, p. 303. En este dice sobre Larissa Reissner: “Larissa Reissner... ocupa también un puesto importante en el quinto ejército como en la revolución en general. Esta maravillosa mujer, que fue el encanto de tantos, cruzó por el cielo de la revolución, en plena juventud, como un meteoro de fuego. A su figura de diosa olímpica unía una fina inteligencia aguzada de ironía y la bravura de un guerrero. Después de la toma de Kazán por las tropas blancas se dirigió, vestida de aldeana, a espiar en las filas enemigas. Pero en su aspecto había algo extraordinario que la delató. Un oficial japonés de espionaje le tomó declaración. Aprovechándose de un descuido se lanzó a la puerta, que estaba mal guardada, y desapareció. Desde entonces trabajaba en la sección de espionaje. Más tarde se embarcó en la flotilla del Volga y tomó parte de los combates. Dedicó a la Guerra civil páginas admirables, que pasarán a la literatura con valor de eternidad. Supo pintar con la misma plasticidad la industria de los Urales que el levantamiento de los obreros de la cuenca del Ruhr. Todo lo quería saber y conocer, en todo quería intervenir. En pocos años se convirtió en una escritora de primer orden. Y esta Palas Atenea de la revolución, que había pasado indemne por el fuego y por el agua, fue a morir, de pronto, presa de tifus, en los tranquilos alrededores de Moscú, cuando aún no había cumplido los treinta años”.

 

1. Arkadi P. Rosengoltz (1889-1938) entró al partido en 1905 y fue uno de los dirigentes de la insurrección de Moscú. Después de la guerra civil, ocupó funciones en la economía y fue comisario del comercio exterior a partir de 1930. Miembro de la Oposición de izquierda, la abandonó muy rápido pero sin embargo fue condenado en el tercer juicio de Moscú y ejecutado. Iakov D. Drabkin, llamado Sergei I. Gussiev (1874-1933) militaba desde 1897. Más tarde se unió a Stalin. Ivan N. Smirnov (1881-1936), mecánico de precisión, miembro del partido en 1899, fue apodado por Lenin “la conciencia del partido” y sovietizó Siberia antes de ser excluido y deportado como miembro de la Oposición de izquierda. Capituló en 1929, retomó una actividad sobre el Bloque de las oposiciones de 1932, fue arrestado. Condenado a muerte en el primer juicio de Moscú, rehusó apelar la sentencia, que fue ejecutada. Piotr A. Kobozev (1878-1941) fue arrestado por primera vez en Riga en 1898. Después de 1923, volvió a su actividad profesional de cartógrafo. Valery I. Meshlaouk (1893-1938) se unió a Stalin contra Trotsky pero cayó en desgracia y fue fusilado en 1938 sin juicio. El “otro” Smirnov es sin duda Vladimir M. Smirnov (1887-1937), bolchevique en 1907, dirigente en Moscú, “comunista de izquierda”, también sirvió en el 5° ejército. Líder de los partidarios del “centralismo democrático” (cedemistas), fue excluido en 1927 y ejecutado sin juicio o muerto en prisión en 1937.

2. Fedor F. Ilin, llamado Raskolnikov (1892-1939), miembro del partido en 1910, oficial durante la guerra en la Flota del Báltico presidió en 1917 el comité del partido en Cronstadt. Más tarde fue diplomático, rompió con Stalin en 1939 y murió poco después, en septiembre. Nikolai G. Markin (1893-1918), obrero electricista, bolchevique en 1916, movilizado por la marina, fue uno de los dirigentes marinos de Cronstadt en 1917 y un colaborador próximo de Trotsky.

3. Boris D. Mikhailov (1894-?) era estudiante en San Petersburgo cuando se convirtió en bolchevique en 1912. Debió abandonar toda responsabilidad en 1923 y morir poco después.

4. Se trata de Piotr A. Slavin, que era coronel en 1917 y comandaba primero en Kazán una división letona. Comandó el 5° ejército de agosto a diciembre de 1918, volvió a Letonia en 1921 y allí fue arrestado.

5. Ioakim I. Vazetis (1873-1938), oficial de carrera, coronel en 1917, se unió al Ejército rojo, ejecutado en 1938 sin juicio.

6. Boris V. Savinkov (1879-1925) era miembro del partido socialista revolucionario, terrorista de “elite” bajo el zarismo. Fue vicepresidente de la guerra bajo Kerensky. Tomado por la GPU durante un viaje clandestino con objetivo terrorista en 1924, fue condenado a muerte, su pena fue conmutada pero se suicidó en prisión. Vladimir O. Kapell (1881-1920), oficial de carrera, era lugarteniente-coronel en 1917. Después de esta batalla, sirvió bajo Kolchak y fue muerto en combate.

7. Francisco José de Goya (1746-1828) no sólo dejó cuadros sino extraordinarios croquis sobre escenas de guerra.