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Escritos Filosóficos (compilación)

Su moral y la nuestra

Su moral y la nuestra

MORALISTAS Y SICOFANTES CONTRA EL MARXISMO

LOS MERCADERES DE INDULGENCIAS Y SUS ALIADOS SOCIALISTAS O EL CUCLILLO EN NIDO AJENO

El folleto Su Moral y la Nuestra tiene, cuando menos, el mérito de haber obligado a algunos filisteos y sicofantes a desenmascararse por completo. Los primeros recortes de la prensa francesa y belga que he recibido, así lo atestiguan. La crítica más inteligible, en su género, es la de un periódico católico parisiense, La Croix: estas gentes tienen su sistema y no se avergüenzan de defenderlo. Están por la moral absoluta y además por el verdugo Franco: tal es la voluntad de Dios. A su espalda llevan un pocero celeste que recoge y conduce tras ellos todas sus inmundicias. Nada asombroso es que juzguen indigna la moral de los revolucionarios, que responden por sí mismos. Sin embargo, lo que nos interesa ahora no son los mercaderes profesionales de indulgencias, sino los moralistas que se pasan sin Dios, al mismo tiempo que tratan de ocupar ellos su sitio.
El periódico “socialista” de Bruselas, Le Peuple –¡adonde ha venido a ocultarse la virtud!– no ha encontrado en nuestro pequeño libro más que una receta criminal para crear núcleos secretos, con el más inmoral de los fines: comprometer el prestigio y los ingresos de la burocracia obrera belga. Indudablemente, se puede objetar que esa burocracia está marcada de infamia por traiciones sin número y por estafas públicas (¡recordemos no más la historia del “Banco Obrero”!); que ahoga en la clase obrera cualquier destello de pensamiento crítico; que por su moral práctica no es superior en nada a su aliada política, la jerarquía católica. Pero, en primer lugar, sólo gentes muy mal educadas pueden recordar cosas tan desagradables; en segundo, todos estos caballeros, sean cuales fueren sus pecadillos, tienen en reserva los más elevados principios de moral: Henri de Man se encarga de ello; frente a su ilustre autoridad, nosotros, los bolcheviques, no podemos, evidentemente, alcanzar ninguna indulgencia.
Antes de pasar a los demás moralistas, detengámonos un instante en el prospecto publicado por el editor francés de nuestro pequeño libro. El fin mismo de un prospecto es, ya sea recomendar el libro, ya sea, cuando menos, exponer objetivamente su contenido. Estamos ante un prospecto de muy distinto género. Baste citar un solo ejemplo: “Trotsky piensa que su partido, antiguamente en el poder y hoy en la oposición, siempre ha representado el verdadero proletariado, y él mismo, la verdadera moral. Deduce, por ejemplo, esto: fusilar rehenes cobra un significado enteramente distinto, según que la orden sea dada por Stalin o por Trotsky”. Esta cita basta plenamente para forjarse una idea del comentarista, que se ha quedado oculto entre bambalinas. El derecho de velar sobre el prospecto es derecho indiscutible del autor. Pero puesto que en nuestro caso el autor vive del otro lado del océano, algún “amigo”, aprovechando evidentemente la falta de información del editor, se ha deslizado en el nido ajeno y ha depositado allí su huevo, –¡oh!, un huevecillo, sin duda, un huevo casi virginal–. ¿Quién es el autor del prospecto? Víctor Serge, traductor del libro y, al mismo tiempo, su severo censor, puede proporcionar fácilmente la información necesaria. No me asombraría, si se descubriera que el prospecto fue escrito... no por Víctor Serge, claro está, sino por uno de sus discípulos, que imita al maestro tanto en el pensamiento como en el estilo. Pero, después de todo, ¿no será el maestro mismo, es decir, Víctor Serge, en su calidad de “amigo” del autor?

“¡MORAL DE HOTENTOTE!”

Souvarine y otros sicofantes se han apoderado inmediatamente, claro está, de la frase del prospecto citada arriba, y ésta los dispensa de la necesidad de fatigarse buscando sofismas envenenados. Si Trotsky toma rehenes, está bien: si lo hace Stalin, está mal. Frente a esta “moral de hotentote” no es difícil dar pruebas de noble indignación. Sin embargo, no hay nada más fácil que desenmascarar con el ejemplo más reciente, la vacuidad y la falsía de esta indignación. Víctor Serge ingresó públicamente al P.O.U.M., partido catalán que tenía en el frente de guerra su propia milicia. En el frente, ya lo sabemos, se tira y se mata. En consecuencia, puede decirse: “El asesinato adquiere para Víctor Serge un significado completamente diferente, según que la orden haya sido dada por el general Franco o por los jefes del partido de Víctor Serge”. Si nuestro moralista hubiera tratado de captar el sentido de sus propios actos, antes de dar lecciones a los demás, es verosímil que habría dicho, a ese respecto: –Es que los obreros españoles luchaban por libertar el pueblo y las bandas de Franco, por reducirlo a la esclavitud. Serge no podría inventar ninguna otra respuesta. En otras palabras, no hace más que repetir el argumento de “hotentote”1 de Trotsky, en lo que se refiere a los rehenes.

TODAVÍA SOBRE LOS REHENES

Sin embargo, es posible, y aún verosímil que nuestro moralista no quiera decir abiertamente lo que hay, y que trate de escabullirse: –“Matar en el frente es una cosa; pero fusilar rehenes es otra”. Este argumento – lo demostraremos más adelante–, es sencillamente estúpido. Pero detengámonos un instante en el terreno escogido por nuestro adversario. ¿El sistema de rehenes, según usted, es inmoral “en sí”? Muy bien, es lo que queríamos saber. Este sistema, sin embargo se ha practicado en todas las guerras civiles de la historia antigua y moderna. Es evidente que procede de la naturaleza de la guerra civil. De eso sólo se puede sacar la conclusión de que la naturaleza misma de la guerra civil es inmoral. Es el punto de vista del periódico La Croix, que piensa que hay que obedecer al poder, porque el poder viene de Dios. ¿Pero Víctor Serge? Su punto de vista no ha llegado a la madurez. Poner un huevecillo en nido ajeno es un cosa; definir su actitud frente a un complejo problema histórico, es otra muy distinta. Admito íntegramente que gentes de moral tan elevada como Azaña, Caballero, Negrín y Cía. hayan estado contra la toma de rehenes del campo fascista: son burgueses de uno y otro bando, ligados entre sí por lazos de familia, y están seguros de que aún en caso de derrota, no sólo podrán salvarse, sino que, además, tendrán su pedazo de carne asegurado. A su modo, tienen razón. Ahora, los fascistas tomaron rehenes entre los revolucionarios proletarios, y éstos, por su parte, los tomaron entre la burguesía fascista, pues sabían que los amenazaba la derrota, aun parcial y temporal; a ellos y a sus hermanos de clase.
Víctor Serge no es capaz de decirse a sí mismo qué es lo que quiere exactamente: ¿quiere purificar la guerra civil de la práctica de los rehenes o purificar la historia humana de la guerra civil? El moralista pequeño-burgués piensa de manera episódica, fragmentaria, a pequeños trozos, incapaz como es de captar los fenómenos en su relación interna. Artificialmente, aislada, la cuestión de los rehenes es para él un problema moral particular, independiente de las condiciones generales que engendran conflictos armados entre las clases. La guerra civil es la expresión suprema de la lucha de clases. Tratar de subordinarla a “normas” abstractas significa, de hecho, desarmar a los obreros frente a un enemigo armado hasta los dientes. El moralista pequeño-burgués es hermano menor del pacifista burgués que quiere “humanizar” la guerra, prohibiendo el empleo de gases, el bombardeo de ciudades abiertas, etc. Políticamente, tales programas sólo sirven para que el pensamiento popular se desvíe de la revolución y de considerarla como el único medio de acabar con la guerra.

EL MIEDO DE LA OPINIÓN PÚBLICA BURGUESA

Habiéndose embrollado en sus contradicciones, el moralista tratará probablemente de repetir que la lucha “declarada” y “consciente” es una cosa, mientras que apoderarse de personas que no participan en ella, es otra. Este argumento no es, sin embargo, más que una lamentable y estúpida escapatoria. Combatieron en el campo de Franco decenas de millares de hombres engañados y alistados por la fuerza. Las tropas republicanas mataron a estos desdichados prisioneros del general reaccionario.
¿Era esto moral o inmoral? Además, la guerra actual, con la artillería de largo alcance, la aviación, los gases, en fin, con su cortejo de devastaciones, de hambres, de incendios, de epidemias, entraña, inevitablemente, la pérdida de centenas de millares y de millones de seres que no participan directamente en la lucha, entre los cuales se cuentan ancianos y niños. Como rehenes, se toman, por lo menos, personas ligadas por una solidaridad de clase o de familia a un campo determinado o a los jefes de éste. Al tomar rehenes es posible hacer conscientemente una elección. El proyectil lanzado por el cañón o arrojado desde el avión va al azar y puede exterminar, no sólo enemigos, sino también amigos, o padres o hijos de ellos. Entonces, ¿por qué nuestros moralistas aíslan, pues, la cuestión de los rehenes y cierran los ojos ante todo el contenido de la guerra civil? Porque no es valor lo que les sobra. Siendo de “izquierda”, temen romper con la revolución; siendo pequeño-burgueses, temen cortar los puentes con la opinión pública oficial. Gracias a la condenación del sistema de rehenes, se sienten en buena sociedad, contra los bolcheviques. Respecto a España, cobardemente callan. Contra el hecho de que los obreros españoles, anarquistas o poumistas, hayan capturado rehenes, V. Serge protestará... dentro de veinte años.

EL CÓDIGO MORAL DE LA GUERRA CIVIL

V. Serge tiene otro descubrimiento de la misma categoría; helo aquí: la degeneración del bolchevismo comenzó desde el momento en que la Checa tuvo derecho de decidir, a puerta cerrada, de la suerte de los individuos. Serge juega con la noción de revolución, escribe sobre ella poemas,

pero no es capaz de comprenderla tal cual es.
La justicia pública sólo es posible dentro de condiciones propias de un régimen estable. La guerra civil constituye una situación de inestabilidad extrema de la sociedad y del Estado. Así como es imposible publicar en la prensa planes de estado mayor, también es imposible revelar, en procesos públicos, las condiciones y circunstancias de los complots, estrechamente ligadas como están con la marcha de la guerra civil. Los tribunales secretos aumentan en extremo la posibilidad de los errores, sin duda. Esto sólo significa, lo reconocemos de buen grado, que las circunstancias de la guerra civil no son favorables para impartir una justicia imparcial. ¿Y qué más?
Propondríamos que se nombrara a V. Serge presidente de una comisión compuesta, por ejemplo, de Marceau Pivert, Souvarine, Waldo Frank, Max Eastman, Magdeleine Paz y otros para elaborar un código moral de la guerra civil. Su carácter general de antemano se adivina. Los dos campos se obligan a no tomar rehenes. Se mantiene en vigor la publicidad de la justicia. Para su correcto funcionamiento, se mantiene, durante la guerra civil, una absoluta libertad de prensa. Como los bombardeos de ciudades lesionan la publicidad de la justicia, la libertad de prensa y la inviolabilidad del individuo, quedan formalmente prohibidos. Por las mismas razones, y por muchas otras más, el empleo de la artillería queda prohibido. Y considerando que fusiles, granadas de mano y aún las bayonetas ejercen sin duda perniciosa influencia sobre la personalidad, así como sobre la democracia en general, queda prohibido estrictamente el uso de armas blancas o de fuego en la guerra civil.
¡Maravilloso código! ¡Magnífico monumento a la retórica de Víctor Serge y de Magdeleine Paz! Sin embargo, mientras este código no sea aceptado como regla de conducta por todos los opresores y oprimidos, las clases beligerantes se esforzarán por alcanzar la victoria por todos los medios, y los moralistas pequeño-burgueses no harán más que nadar en la confusión entre ambos campos. Subjetivamente, simpatizan con los oprimidos, nadie lo duda. Objetivamente siguen siendo prisioneros de la moral de la clase dominante, y tratan de imponerla a los oprimidos, en lugar de ayudarlos a elaborar la moral de la insurrección.

LAS MASAS NO TIENEN NADA QUE VER AQUÍ

Víctor Serge ha revelado, de paso, la causa del derrumbe del partido bolchevique: el centralismo excesivo, la desconfianza en la lucha de ideas, la falta de espíritu libertario (en el fondo, anarquista). ¡Más confianza en las masas! ¡Más libertad! Todo ello fuera del tiempo y del espacio. Pero las masas de ningún modo son iguales a sí mismas: hay masas revolucionarias, hay masas pasivas, hay masas reaccionarias. En períodos diferentes, las mismas masas se hallan inspiradas por sentimientos y objetivos diferentes. Precisamente de ello se desprende la necesidad de una organización centralizada de la vanguardia. Sólo el partido, utilizando la autoridad conquistada, es capaz de superar las oscilaciones de la propia masa. Atribuir a ésta rasgos de santidad y reducir su programa a una “democracia” informe es disolverse en la clase tal cual es ella, cambiarse de vanguardia en retaguardia y renunciar así a las tareas revolucionarias. Por otra parte, si la dictadura del proletariado tiene en general un sentido, es precisamente el de armar a la vanguardia de la clase con los recursos del Estado para rechazar toda amenaza, aún aquellas que procedan de las capas atrasadas del proletariado mismo. Todo esto es elemental; todo esto lo ha demostrado la experiencia de Rusia y lo ha confirmado la de España.
El secreto, sin embargo, consiste en que, al reivindicar la libertad “para las masas”, Víctor Serge reivindica de hecho la libertad para sí mismo y para sus semejantes; la libertad de escapar a toda vigilancia, a toda disciplina; inclusive, si esto fuere posible, a toda crítica. Las “masas” no tienen nada que ver aquí. Cuando nuestro “demócrata” se revuelve de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, sembrando la confusión y el escepticismo, le parece que se halla en la realización de una saludable libertad de pensamiento. Pero cuando nosotros, desde el punto de vista marxista, expresamos nuestra apreciación de las vacilaciones del intelectual pequeño-burgués desencantado, le parece que es un atentado contra su personalidad. Se alía entonces con todos los confusionistas para una cruzada contra nuestro despotismo y nuestro sectarismo.
La democracia interior del partido revolucionario no es un fin en sí, tiene que completarse y limitarse con el centralismo. Para el marxista, el problema siempre se plantea así: la democracia, ¿para qué? ¿para qué programa? De este modo, los cuadros del programa constituyen los cuadros mismos de la democracia. Víctor Serge ha reclamado de la IVº Internacional que ésta diese libertad de acción a todos los confusionistas, sectarios, centristas del tipo del P.O.U.M., de Vereecken, de Marceau Pivert; a los burócratas conservadores del género de Sneevliet, o sencillamente a los aventureros del tipo de R. Molinier. Por otra parte Víctor Serge ayuda sistemáticamente a las organizaciones centristas a expulsar de sus filas a los partidarios de la IVº Internacional. Bastante conocemos este democratismo complaciente, acomodaticio, conciliante, cuando mira hacia la derecha y, al mismo tiempo, exigente, malvado y tramposo, cuando mira hacia la izquierda. Representa solamente el régimen de auto-defensa del centrismo pequeño-burgués.

LA LUCHA CONTRA EL MARXISMO

Si Víctor Serge abordara seriamente los problemas de la teoría, se sentiría confuso –ya que quiere desempeñar papel de “innovador”– de hacernos regresar a Bernstein, a Struve y a todos los revisionistas del siglo pasado, que trataban de injertar el kantismo en el marxismo, es decir, de subordinar la lucha de clases del proletariado a principios colocados por encima de ella. Como el mismo Kant, imaginaban ellos el “imperativo categórico” (la idea del deber) como una norma de moral absoluta, válida para todos. En realidad, se trata del “deber”, respecto de la sociedad burguesa. A su manera, Bernstein, Struve, Vorlander se comportaban seriamente ante la teoría; reclamaban abiertamente el retorno a Kant. Víctor Serge y sus semejantes no sienten la menor obligación para con el pensamiento científico. Se limitan a alusiones, a insinuaciones, en el mejor de los casos, a generalizaciones literarias... Sin embargo, si se va hasta el fondo de su pensamiento, resulta que se han unido a una vieja causa, malparada desde hace largo tiempo: domar el marxismo con ayuda del kantismo; paralizar la revolución socialista con normas “absolutas” que, de hecho, representan la generalización filosófica de los intereses de la burguesía; no, ciertamente, de la burguesía actual, sino de la burguesía difunta de la época del libre cambio y de la democracia. La burguesía imperialista observa aún menos que su abuela liberal estas normas; pero mira con buenos ojos el que los predicadores pequeño-burgueses introduzcan la confusión, el desorden y la vacilación en las filas del proletariado revolucionario. El fin principal, no solamente de Hitler, sino también de los liberales y de los demócratas es desacreditar el bolchevismo, en los momentos en que su justeza histórica amenaza convertirse en absolutamente evidente para las masas. El bolchevismo, el marxismo – ¡He ahí el enemigo!
Cuando el “hermano” Víctor Basch, gran sacerdote de la moral democrática, se entregó, ayudado por su “hermano” Rosenmark, a una falsificación para defender los procesos de Moscú, y cuando públicamente fue declarado convicto de falsedad, golpeándose el pecho exclamó: “¿Podría yo acaso ser parcial? Siempre denuncié el terror de Lenin y de Trotsky”. Basch revelaba muy bien el resorte interno de los moralistas de la democracia: algunos de ellos pueden callar respecto de los procesos de Moscú, otros pueden atacarlos, otros, en fin, pueden defenderlos; pero su preocupación común es utilizar esos procesos para condenar la “moral” de Lenin y de Trotsky; es decir, los métodos de la revolución proletaria. En este dominio, todos son hermanos.
El escandaloso prospecto citado antes dice que he expuesto mis ideas sobre la moral, “apoyándome en Lenin”. Esta fórmula indeterminada, repetida en otras gacetillas sobre el libro, puede comprenderse en el sentido de que yo desarrollo los principios teóricos de Lenin. Pero Lenin, por lo que sé, nunca escribió de moral. Víctor Serge quiere, de hecho, decir una cosa muy diferente: que mis ideas amorales representan la generalización de la práctica de Lenin, el “amoralista”. Quiere desacreditar la personalidad de Lenin con mis juicios, y mis juicios con la personalidad de Lenin. Y sencillamente halaga la tendencia reaccionaria general, enderezada contra el bolchevismo y el marxismo en su conjunto.

EL SICOFANTE SOUVARINE

El ex pacifista, el ex comunista, el ex trotskysta, el ex demócratacomunista, el ex marxista... casi el ex Souvarine, ataca la revolución proletaria y a los revolucionarios con una impudicia tanto mayor cuanto menos sabe él lo que quiere. Este individuo gusta y sabe escoger las citas, los documentos, las comas y las comillas, formar expedientes y, además, sabe manejar la pluma. Primero, esperó que este acervo le bastaría para toda la vida; pero bien pronto se vió obligado a convencerse de que además era necesario saber pensar... Su libro sobre Stalin, a pesar de la abundancia de citas y de hechos interesantes, es un autotestimonio de su propia pobreza. Souvarine no comprende ni lo que es la revolución ni lo que es la contrarrevolución. Aplica al proceso histórico los criterios de un minúsculo razonador, enojado, de una vez por todas, con la humanidad viciosa. La desproporción entre su espíritu crítico y su impotencia creadora lo corroe como un ácido. De ahí, su continua exasperación y su falta de honradez elemental en la apreciación de ideas, individuos, acontecimientos; todo ello cubierto con un seco moralismo. Como todos los misántropos y los cínicos, Souvarine se siente orgánicamente atraído por la reacción.
¿Ha roto Souvarine abiertamente con el marxismo? Jamás hemos oído decir nada semejante. Prefiere el equívoco: es su elemento natural. “Trotsky, –escribe, en su crítica de nuestro libro– se aferra de nuevo a su caballito de batalla de la lucha de clases”. Para el marxista de ayer, la lucha de clases es... el “caballito de batalla de Trotsky”. Nada tiene de asombroso que Souvarine, por su cuenta, prefiera aferrarse al perro muerto de la moral eterna. A la concepción marxista, opone él un “sentimiento de la justicia... no obstante las distinciones de clases”. Es cuando menos consolador saber que nuestra sociedad está fundada sobre el “sentimiento de la justicia”. Durante la próxima guerra, Souvarine irá, sin duda, a exponer su descubrimiento a los soldados en las trincheras; mientras tanto puede exponerlo a los inválidos de la última guerra, a los desocupados, a los niños abandonados y a las prostitutas. Confesémoslo de antemano: si recibe una paliza, nuestro “sentimiento de la justicia” no estará de su parte...
La nota crítica de este impúdico apologista de la justicia burguesa, “no obstante las distinciones de clases”, se apoya enteramente sobre... el prospecto inspirado por Víctor Serge. Este, a su vez, en todos sus ensayos “teóricos” no va más allá de préstamos híbridos tomados de Souvarine. Pero, después de todo, el último tiene una ventaja: dice hasta el fin lo que Víctor Serge no se atreve todavía a enunciar.
Con una fingida indignación –nada hay en este individuo que sea real– Souvarine escribe que, puesto que Trotsky condena la moral de los demócratas, reformistas, stalinistas y anarquistas, hay que deducir que el único representante de la moral es el “partido de Trotsky”, y puesto que este partido “no existe”, en resumidas cuentas, la encarnación de la moral es el propio Trotsky. ¿Cómo no pelar los dientes ante esto? Souvarine imagina, a lo que parece, que sabe distinguir lo que existe de lo que no existe. Esto es muy sencillo cuando se trata de una tortilla de huevos o de un par de tirantes; pero a la escala de proceso histórico, semejante distinción está evidentemente por encima de Souvarine. “Lo que existe”, nace o muere, se desarrolla o se disgrega. Sólo puede comprender lo que existe, quien comprenda sus tendencias internas.
El número de personas que desde el comienzo de la última guerra imperialista ocuparon una posición revolucionaria puede contarse con los dedos. Los diferentes matices de patrioterismo se habían apoderado casi totalmente del terreno de la política oficial. Liebknecht, Luxemburgo, Lenin semejaban impotentes solitarios. Sin embargo, ¿podemos poner en duda que su moral estuviera por encima de la moral servil de la “unión sagrada”? La política revolucionaria de Liebknecht de ningún modo era “individualista”, como le parecía entonces al filisteo patriota medio. Por el contrario, Liebknecht, y sólo él, reflejaba y pronunciaba las hondas tendencias subterráneas de las masas. La marcha posterior de los acontecimientos confirmó enteramente este hecho. No temer ahora una ruptura completa con la opinión pública oficial, a fin de conquistar para sí el derecho de dar mañana expresión a los pensamientos y a los sentimientos de las masas insurgentes, es una forma particular de existencia que se distingue de la existencia empírica del pequeño-burgués rutinario. Bajo las ruinas de la catástrofe que se acerca perecerán todos los partidos de la sociedad capitalista, todos sus moralistas y todos sus sicofantes. El único partido que sobrevivirá es el partido de la revolución socialista mundial, aunque parezca hoy inexistente a los razonadores ciegos, lo mismo que durante la última guerra parecía inexistente el partido de Lenin y de Liebknecht.

REVOLUCIONARIOS Y FOMENTADORES DE MARASMO

Engels escribía que Marx y él habían permanecido toda su vida en la minoría y que “la habían pasado muy bien en ella”. Los períodos en los que el movimiento de la clase oprimida se eleva hasta el nivel de las tareas generales de la revolución, representan en la historia excepciones rarísimas. Las derrotas de los oprimidos son mucho más frecuentes que sus victorias. Después de cada derrota, viene un largo período de reacción, que echa a los revolucionarios a una situación de cruel aislamiento. Los pseudo-revolucionarios, los “caballeros de una hora” –según expresión del poeta ruso– o traicionan abiertamente en esos períodos la causa de los oprimidos, o se lanzan en busca de una fórmula de salvación que les permita no romper con ninguno de los campos. Encontrar en nuestra época una fórmula de conciliación en el dominio de la economía política o de la sociología es inconcebible: las contradicciones entre las clases han derribado definitivamente las fórmulas de los liberales, que soñaban con “armonía” y las de los reformistas demócratas. Queda el dominio de la religión y de la moral trascendente. Los “socialistas revolucionarios” rusos tratan ahora de salvar la democracia, mediante una alianza con la Iglesia. Marceau Pivert reemplaza a la Iglesia con la francmasonería. Víctor Serge –según parece–, todavía no ingresa a las logias, pero sin ningún trabajo encuentra el lenguaje común con Pivert contra el marxismo.
Dos clases deciden la suerte de la sociedad contemporánea: la burguesía imperialista y el proletariado. El último recurso de la burguesía es el fascismo, que reemplaza los criterios sociales e históricos por criterios biológicos y zoológicos, para libertarse así de toda limitación en la lucha por la propiedad capitalista. Sólo la revolución socialista puede salvar la civilización. El proletariado necesita toda su fuerza, toda su resolución, toda su audacia, toda su pasión, toda su firmeza para realizar la violenta conmoción. Ante todo, necesita una completa independencia respecto de las ficciones de la religión, de la “democracia” y de la moral trascendente, cadenas espirituales creadas por el enemigo para domesticarlo y reducirlo a la esclavitud. Moral es lo que prepara el derrumbe completo y definitivo de la barbarie imperialista, y nada más. ¡La salud de la revolución es la suprema ley!
Comprender claramente las relaciones recíprocas entre las dos clases fundamentales, burguesía y proletariado, en la época de su lucha a muerte, nos revela el sentido objetivo del papel de los moralistas pequeño-burgueses. Su principal rasgo es su impotencia: impotencia social, dada la degradación económica de la pequeña-burguesía; impotencia ideológica, dado el terror del pequeño-burgués ante el monstruoso desencadenamiento de la lucha de clases. De ahí la aspiración del pequeño-burgués, tanto culto como ignorante, de domar la lucha de clases. Si no lo consigue con ayuda de la moral eterna –y no puede lograrlo– la pequeña-burguesía se echa en brazos del fascismo, que doma la lucha de clases gracias al mito y al hacha. El moralismo de Víctor Serge y de sus semejantes es un puente de la revolución hacia la reacción. Souvarine ya está del otro lado del puente. La menor concesión a semejantes tendencias es el comienzo de la capitulación ante la reacción. Que esos fomentadores de marasmo ofrezcan reglas de moral a Hitler, a Mussolini, a Chamberlain y a Daladier. A nosotros, nos basta el programa de la revolución proletaria.

Coyoacán, a 9 de junio de 1939.