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Boletín N° 10 (agosto-setiembre 2008)

Silueta de Trotsky

Silueta de Trotsky

 

A.V. Lunatcharsky

 

Extracto de “Siluetas revolucionarias” traducido del anexo II de “Desde la muerte de Lenin”, Max Eastman, Gallimard, 1925, p. 173-180. Fuente: Cahiers Léon Trotsky N.º 12, diciembre de 1982, del Instituto Leon Trotsky , p- 45-50. Traducción al español para este boletín por Rossana Cortez.

 

Fue en 1905, luego de los acontecimientos de enero[1], cuando me encontré con Trotsky por primera vez. Era en Ginebra, y él tenía que hablar en un gran mitin en donde se iba a discutir la reciente tragedia. Yo también tenía que hablar.

Trotsky, muy elegante –su elegancia contrastaba con la participación general- estaba entonces muy bello. Esa elegancia, esa manera de hablar altiva y desenvuelta, me causaron una impresión netamente desagradable. Con desconfianza, yo consideraba a ese joven que cruzaba con negligencia sus piernas y que subrayaba con un lápiz el esquema del discurso que se aprontaba a dar.

Habló magníficamente.

Durante la revolución de 1905, raramente tuve la ocasión de encontrarlo. Se mantenía aparte, no solamente de nosotros[2], sino también de los mencheviques. Su trabajo en el soviet de diputados obreros[3] lo absorbía casi totalmente.

Recuerdo que un día alguien dijo en presencia de Lenin: “La estrella de Jrustalev[4] se apagó. La cabeza del soviet, ahora, es Trotsky”.

Durante un minuto, Lenin quedó en silencio, y luego declaró: “Eso está muy bien. Trotsky ha conquistado eso porque se esforzó sin medida. Ha hecho muy buen trabajo…”

Desde antes de su arresto, la popularidad de Trotsky en el proletariado de San Petersburgo era considerable. Pero, después de comparecer ente el tribunal, donde estuvo heroico, donde su actitud fue admirable, esta creció aún más.

Lo que hay que decir, es que, a pesar de su juventud, Trotsky era el mejor armado de todos los socialdemócratas de 1905 y 1906: él estaba menos impregnado de esa estrechez de espíritu que marcaba a todos los emigrados y que incluso trababa a Lenin en esa época. Más que ningún otro, él sentía lo que representa una vasta lucha por el poder.

Entre todos, él salió enaltecido de la revolución. Ni la popularidad de Lenin, ni la de Martov[5] se modificaron: a causa de sus tendencias semi “cadetes”, Plejanov[6] había perdido gran parte de su terreno. A partir de ese momento, Trotsky se ubicaba en primera fila. 

En el Congreso Internacional de Stuttgart[7], Trotsky se comportó modestamente y nos sirvió de ejemplo: nos consideraba como desconcertados por la reacción de 1906 y en consecuencia, incapaces de imponernos al Congreso.

Lo que dominó a Trotsky en lo sucesivo fue el deseo de conciliación, la idea de unidad del partido. Un diario de Viena, la Pravda, fue consagrado a esa tarea perfectamente vana, a la que se dedicó en muchos Congresos.

Tengo que especificar a continuación que Trotsky no lograba la organización no solamente de un partido, sino de un pequeño grupo. Un carácter terriblemente imperioso, una suerte de incapacidad o de mala voluntad de mostrarse amable o atento al otro, una ausencia total de encanto que, por el contrario, impregnaba a Lenin, causaban cierto aislamiento en torno a él. Hasta algunos de sus amigos (sus amigos políticos, por supuesto) se convirtieron luego en sus enemigos jurados.

Trotsky no parecía hecho para el trabajo en el seno de los grupos. Pero, sumergido en el océano de los grandes hechos históricos en donde todas las cosas personales pierden importancia, se veían brillar sus dones, sus cualidades.

Para mí, Trotsky fue siempre un gran hombre. ¿Quién podría dudar de ello? En París (durante la guerra) me pareció un verdadero hombre de Estado: cuanto más tiempo transcurría, más se ennoblecía para mí. ¿Era que yo lo conocía mejor, que estaba más apto para aprehender la amplitud de su fuerza, proyectada en el vasto campo que le ofrecía la Historia, o bien que la experiencia de la Revolución, la propia dificultad del problema, habían extendido sus alas?

La obra de agitación llevada adelante en la primavera de 1917 se va completamente del marco de este libro, pero no puedo no mencionar que, en ese momento, bajo la influencia del evidente y enorme éxito, varios eran los que, viendo la obra de Trotsky de cerca, se inclinaban a pensar que él era el auténtico jefe de la Revolución. Así, Uritsky[8] me dijo una vez (Manuilsky[9] estaba presente, si mal no recuerdo): “Mire, la gran Revolución está aquí, y sea cual fuera la inteligencia de Lenin, empalidece ante el genio de Trotsky”. Esta apreciación no era correcta –no porque exageraba los dones y la potencia de Trotsky- sino porque, en esa época, el genio político de Lenin no se encontraba completamente iluminado.

Los dos grandes dones externos de Trotsky son la elocuencia y el talento de escritor. Trotsky es, según creo, el mejor orador de este tiempo. Pude escuchar a los grandes oradores parlamentarios, a todas las “vedettes” del socialismo, a los más famosos oradores de la burguesía; a excepción de Jaurès, no veo a ningún otro que pueda comparar con Trotsky.

Una prestancia magnética, el gesto amplio y bello, un ritmo todopoderoso, una voz infatigable, una maravillosa solidez de frase, una fabulosa riqueza de imágenes, una ironía candente, una emoción desbordante, una lógica extraordinaria y proyectando en su luz los rayos del acero, tales son las virtudes que fluyen en los discursos de Trotsky. Puede lanzar dardos de acero, hablar por epigramas, puede pronunciar majestuosos discursos políticos, como sólo Jaurès supo pronunciar. Vi a Trotsky hablar durante tres horas en el silencio más absoluto, ante un auditorio de pie y estupefacto, bebiendo sus palabras.

Como jefe, Trotsky, lo repito, no brilla en el terreno de la organización del partido. En esto es como inepto, torpe. Su personalidad es demasiado cortante, eso es lo que lo molesta.

Trotsky es espinoso. Es autoritario. Sólo en su relación con Lenin se ha permitido un abandono emotivo y tierno: con la modestia que caracteriza a los hombres verdaderamente grandes, sabía reconocer la preeminencia de Lenin.

Trotsky hombre político iguala al Trotsky orador. ¿Podría ser de otro modo? El más maravilloso orador, cuyos discursos no estén iluminados por el pensamiento, no sería más que un virtuoso insignificante, sus discursos serían sólo música de címbalos. Al orador puede faltarle perfectamente el amor al que el apóstol Pablo hace alusión, también puede estar lleno de odio, pero lo que no puede faltarle es el pensamiento.

Lo que creo (aunque pueda parecerle raro a muchos), es que Trotsky es incomparablemente más ortodoxo que Lenin. La línea política de Trotsky fue un poco sinuosa: ni bolchevique, ni menchevique, estaba en una posición intermedia, buscando su camino, hasta el momento en que se arrojó deliberadamente en el torrente bolchevique. Y sin embargo, siempre siguió las reglas más correctas del marxismo revolucionario.

En el terreno del pensamiento político, Lenin se sentía rey y creador: cuantas veces pensaba consignas absolutamente originales y nuevas que, en lo sucesivo, se revelaron fecundas. Trotsky nunca cometió semejante temeridad. Era infinitamente audaz cuando se trataba de condenar al semi socialismo y al liberalismo, pero no tenía la audacia de innovar.

A menudo se ha dicho que Trotsky era personalmente ambicioso. Es un absurdo puro. Recuerdo una frase muy significativa que dijo Trotsky cuando Chernov aceptó un lugar en el gobierno: “¡Qué ambición estúpida y miserable! ¡Abandonar su lugar en la Historia por un ministerio!”. Todo Trotsky está allí. No se podría encontrar un grano de vanidad en él.

Lenin también está desprovisto de toda ambición. Pienso que Lenin nunca se preguntó quién era, que jamás se miró en el espejo de la Historia, que nunca pensó en el juzgamiento de la posteridad. Simplemente se contenta con hacer su obra.

Y lo hace imperiosamente, no por el goce de dirigir, sino porque sabe que tiene razón, porque no puede soportar que se complique su tarea. Su amor por el poder viene de la formidable certeza de que lleva en él la justeza de sus principios y, destaquémoslo, una capacidad (muy útil en un jefe político) de ver las cosas desde el punto de vista de su adversario.

Trotsky, por el contrario, no deja de observarse a sí mismo. Es muy conciente de su rol histórico; está dispuesto a hacer cualquier sacrificio personal y, sin dudas, a sacrificar su vida para permanecer en la memoria humana con el brillo de un verdadero jefe revolucionario. Si ama el poder, es con el mismo amor que Lenin y por las mismas causas, con esa diferencia que a veces él puede equivocarse, que no posee ese instinto casi infalible que posee Lenin y que, con su violencia, a veces puede enceguecerse con la pasión; Lenin, siempre igual a sí mismo y siempre dueño de sí mismo, raramente se ha dejado llevar por una irritación.

No vayan a pensar que el segundo dirigente de la revolución cede el paso en todo a su colega. Son indudables los puntos en que Trotsky lo supera: es más claro, es más brillante y más móvil. Lenin es el hombre nacido para presidir el consejo de comisarios del pueblo y para guiar con genio la revolución mundial, pero la tarea de titán que ha asumido Trotsky, esas luminosas apariciones que hace de lugar en lugar –ese rol de perpetuo exaltador de un ejército que se debilita allí para reanimarse allá- no le agradaría a Lenin. A este respecto, no hay en la tierra un hombre para reemplazar a Trotsky.
Cuando se desencadena una gran revolución, un gran pueblo encuentra siempre al hombre que hace falta para cada cosa. Y este es uno de los signos de grandeza de nuestra revolución, que el partido comunista haya podido hacer surgir, ya sea de sus propias filas, ya sea de otros partidos, para anexárselos completamente, un gran número de hombres de valor capaces de gobernar.

Y entre todos ellos, los dos más fuertes entre los fuertes: Lenin y Trotsky.



[1] Se refiere al “domingo sangriento”, el 9 de enero de 1905, en donde una manifestación pacífica de cerca de 140.000 obreros y obreras rusos con sus hijos, fue ahogada en sangre. (NdeT)
[2] “Nosotros” se refiere a los bolcheviques, a los que Trotsky no pertenecía.
[3] Se trata del soviet de San Petersburgo.
[4] Giorgi Nossar, apodado Jrustalev, (1877-¿?) había sido el primer presidente del soviet, era un “independiente” más bien ligado a los mencheviques.
[5] Martov (Tsederbaum Yulii) (1873-1923). Uno de los fundadores de la socialdemocracia rusa y socio cercano a Lenin hasta 1903, cuando se convirtió en uno de los dirigentes mencheviques. Emigró a Berlín en 1920 y fundó el periódico de los mencheviques exiliados. (NdeT).
[6] Giorgi Plejanov (1857-1918) había introducido el marxismo en Rusia. Menchevique en 1903, había estado en el ala más moderada durante 1905.
[7] El congreso de la II Internacional tuvo lugar en Stuttgart del 18 al 24 de agosto de 1907.
[8] Sin duda se trata de Moisei Uritsky (1873-1918), viejo revolucionario que se había unido al partido con Trotsky en 1917 y fue asesinado por un estudiante socialista revolucionario cuando presidía la Checa de Petrogrado.

[9] Dimitri Manuilsky (1883-1959), miembro del partido en 1903, también había estado ligado a Trotsky hasta 1917.