En nuestro país, tanto en 1905 como en 1917, los soviets de diputados obreros surgieron del movimiento mismo como su forma de organización natural a un determinado nivel de lucha. Pero los partidos jóvenes europeos que han aceptado más o menos los soviets como “doctrina”, como “principio”, estarán siempre expuestos al peligro de un concepto fetichista de los mismos en el sentido de factores autónomos de la revolución. Porque, a pesar de la inmensa ventaja que ofrecen como organismo de lucha por el poder, es perfectamente posible que se desarrolle la insurrección sobre la base de otra forma organizativa (comités de fábricas, sindicatos) y que no surjan los soviets como órgano del poder sino en el momento de la insurrección o aún después de la victoria.
Desde este punto de vista, resulta muy instructiva la lucha que emprendió Lenin contra el fetichismo sovietista luego de las Jornadas de Julio. Como en julio se tornaron los soviets, dirigidos por SR y mencheviques, en organismos que impulsaban francamente a los soldados a la ofensiva y perseguían a los bolcheviques, podía y debía buscarse otros caminos al movimiento revolucionario de las masas obreras. Lenin señalaba a los comités de fábricas como organismos de la lucha por el poder (ver, por ejemplo, las memorias de Orjonikije*). Es muy probable que el movimiento hubiera seguido esta línea de conducta sin la sublevación de Kornilov, la que obligó a los soviets conciliadores a defenderse por sí mismos y permitió a los bolcheviques insuflarles nuevamente el espíritu revolucionario, ligándolos estrechamente a las masas por intermedio de su izquierda, es decir, de los bolcheviques.
Esta cuestión, como lo demostró la reciente experiencia de Alemania, tiene una importancia internacional inmensa. En este país se crearon varias veces soviets como órganos de la insurrección, del poder... sin poder. El resultado fue que, en 1923, el movimiento de las masas proletarias y semiproletarias comenzó a agruparse alrededor de los comités de fábricas, que en el fondo cumplían las mismas funciones que las que se nos imponían a nosotros en los soviets en el período anterior a la lucha directa por el poder. Sin embargo, en agosto y septiembre, algunos camaradas propusieron que en Alemania procediéramos inmediatamente a la creación de soviets. Tras largos y ardientes debates se rechazó su propuesta, y con razón. Como los comités de fábricas ya se habían convertido en puntos efectivos de concentración de las masas revolucionarias, los soviets habrían desempeñado en el período preparatorio un papel paralelo al de estos comités y sólo habrían sido una forma vacía de contenido. Así, pues, no habrían hecho más que desviar el pensamiento de las tareas materiales de la insurrección (ejército, policía, Centurias, ferrocarriles, etcétera) para volver a fijarlo en una forma de organización autónoma.
Por otra parte, la creación de soviets como tales, antes de la insurrección, habría sido como una proclamación de guerra no seguida de efecto. El gobierno, que estaba obligado a tolerar los comités de fábricas porque reunían en torno suyo a masas considerables, habría condenado a los primeros soviets como a un órgano oficial que intentaba conquistar el poder. Los comunistas se habrían visto obligados a defender los soviets como organización. La lucha decisiva no tendría entonces por objetivo la conquista o la defensa de posiciones materiales, ni se desenvolvería en el momento elegido por nosotros, en el momento en que la insurrección dimanara necesariamente del movimiento de las masas; sino que estallaría por causa de una forma de organización, a causa de los soviets, en el momento elegido por el enemigo.
Ahora bien, es evidente que todo el trabajo preparatorio de la insurrección podía subordinarse con total éxito a la forma de organización de los comités de fábricas, que ya habían tenido tiempo de convertirse en organismos de masas, y que continuaban aumentando y fortaleciéndose, a la vez que dejaban al partido en libertad para fijar la fecha de la insurrección. No cabe duda que, en cierta etapa, deberían surgir los soviets. Pero es dudoso que, dadas las condiciones que acabamos de indicar, hubieran surgido en el fragor de la lucha como órganos directos de la insurrección, pues podría resultar de ello, en el momento crítico, una dualidad de dirección revolucionaria. Dice un proverbio inglés que no conviene cambiar de caballo cuando se cruza un torrente. Es posible que, después de la victoria, en las principales ciudades hubieran empezado a aparecer soviets en todos los puntos del país. En todo caso, la insurrección victoriosa provocaría necesariamente la creación de ellos como órganos del poder.
No hay que olvidar que los soviets ya habían surgido entre nosotros durante la etapa “democrática” de la revolución, que por ello tenían una suerte de legalidad, que los habíamos heredado luego nosotros, y que los habíamos utilizado. No ocurrirá lo mismo en las revoluciones proletarias de occidente. Allí, en la mayoría de los casos, se crearán soviets a instancia de los comunistas y, por consiguiente, serán órganos directos de la insurrección proletaria. Claro que no es imposible que se acentúe por demás la desorganización del aparato estatal burgués antes de que el proletariado pueda apoderarse del poder, lo cual permitiría crear soviets como órganos declarados de la preparación de la insurrección. Pero hay pocas probabilidades que esta eventualidad constituya la regla general. En el caso más frecuente, no se llegará a crearlos sino en los últimos días, como órganos directos de la masa pronta a insurreccionarse. Finalmente, es muy posible igualmente, que los soviets surjan después del momento crítico de la insurrección y aún después de su victoria, como órganos del nuevo poder. Es necesario tener siempre presente todas estas eventualidades para no caer en el fetichismo organizativo ni transformar a los soviets de forma flexible y vital de lucha en “principio” de organización, introducido desde fuera en el movimiento, entorpeciendo su desarrollo regular.
Hace poco se ha declarado en nuestra prensa que no sabíamos por qué puerta entraría la revolución proletaria en Inglaterra: será por el Partido Comunista o por los sindicatos, es imposible decidirlo. Esta manera de plantear la cuestión, con miras de envergadura histórica, es radicalmente falsa y muy peligrosa, porque enturbia la principal lección de los últimos años. Si no hubo allí una revolución victoriosa al final de la guerra es porque faltaba un partido, evidencia que se aplica a Europa entera. Podría comprobarse la justeza de esto siguiendo paso a paso el movimiento revolucionario en diferentes países.
Con relación a Alemania, está claro que la revolución en 1918 y en 1919 habría podido triunfar, si la masa hubiera estado dirigida por el partido como era debido. En 1917, el ejemplo de Finlandia nos mostró cómo se desarrollaba allí el movimiento revolucionario en condiciones excepcionalmente favorables, bajo la cobertura y con la ayuda militar directa de la Rusia revolucionaria. Pero la mayoría de la dirección del partido finlandés era socialdemócrata, e hizo fracasar la revolución. De la experiencia de Hungría no se desprende con menos claridad una lección idéntica. En este país, no conquistaron el poder los comunistas, aliados con los socialdemócratas de izquierda, sino que lo recibieron de manos de la burguesía espantada. La Revolución Húngara, victoriosa sin batalla y sin victoria, se encontró desde el inicio privada de una dirección combativa. El partido comunista se fusionó con el partido socialdemócrata, demostrando así que no era comunista de verdad y que, por lo tanto, a pesar del espíritu combativo de los proletarios húngaros, era incapaz de conservar el poder que había obtenido tan fácilmente. La revolución proletaria no puede triunfar sin el partido, contra el partido o por un sucedáneo de éste. Ésta es la principal enseñanza de los diez últimos años.
Los sindicatos ingleses pueden, en verdad, convertirse en una palanca poderosa de la revolución proletaria; pueden, por ejemplo, en ciertas condiciones y durante cierto período, reemplazar a los mismos soviets obreros. Pero no lo conseguirán sin el apoyo de un partido comunista, ni mucho menos contra él, y estarán imposibilitados de desempeñar este rol hasta que en su seno prepondere la influencia comunista. Harto cara hemos pagado la lección sobre el rol y la importancia del partido en la revolución proletaria como para no retenerla integralmente.
En las revoluciones burguesas la conciencia, la preparación y el método, han desempeñado un papel mucho menor que el que están llamadas a desempeñar y ya desempeñan en las revoluciones del proletariado. La fuerza motriz de la revolución burguesa también era la masa, pero mucho menos consciente y organizada que ahora. Su dirección estaba en manos de las diferentes fracciones de la burguesía, que disponía de la riqueza, de la instrucción y de la organización (municipios, universidades, prensa, etc.). La monarquía burocrática se defendía empíricamente, obraba al azar. La burguesía elegía el momento propicio para echar todo su peso social en el platillo de la balanza y apoderarse del poder, explotando el movimiento de las masas populares.
Pero en la revolución proletaria, el proletariado no sólo es la principal fuerza combativa, sino que también, dentro mismo de su vanguardia, es la fuerza dirigente. Su partido es el único que puede desempeñar en la revolución proletaria el papel que desempeñaban en la revolución burguesa la potencia de la burguesía, su instrucción, sus municipios y universidades. Resulta tanto más importante este papel cuanto que se ha acrecentado de manera formidable la conciencia de clase de su enemigo. A lo largo de los siglos de su dominación la burguesía ha elaborado una escuela política incomparablemente superior a la de la antigua monarquía burocrática. Si el parlamentarismo ha constituido para el proletariado, hasta cierto punto, una escuela preparatoria de la revolución, ha sido aún más para la burguesía una escuela de estrategia contrarrevolucionaria. Basta para demostrarlo el hecho que fue a través del parlamentarismo que la burguesía educó a la socialdemocracia, que es ahora la más potente defensora de la propiedad privada. Como han enseñado las primeras experiencias, la época de la revolución social en Europa será una época de batallas, no ya implacables, sino razonadas, mucho más razonadas que las nuestras de 1917.
Por ello debemos abordar, de manera completamente distinta que como se lo hace ahora, las cuestiones de la guerra civil y, en particular, de la insurrección. A la zaga de Lenin, repetimos con frecuencia las palabras de Marx: “La insurrección es un arte”. Pero, este pensamiento es una frase vacía si no estudiamos los elementos esenciales del arte de la guerra civil sobre la base de la vasta experiencia acumulada durante estos años. Hay que confesar a las claras que nuestra indiferencia por los problemas relativos a la insurrección armada testimonia la fuerza considerable que todavía conserva entre nosotros la tradición socialdemócrata. El partido que considere de modo superficial las cuestiones de la guerra civil, con la esperanza de que todo se arreglará por sí solo en el momento necesario, seguramente fracasará. Se impone estudiar colectivamente y asimilar la experiencia de las batallas proletarias de 1917.
La ya esbozada historia de las agrupaciones del partido en 1917 representa asimismo una parte esencial de la experiencia de la guerra civil y tiene una importancia directa para la política de la Internacional Comunista. Hemos dicho, y lo repetimos, que el estudio de nuestras divergencias en ningún caso puede ni debe ser considerado un arma dirigida contra los camaradas que entonces practicaron una política errónea. Pero, por otra parte, sería inadmisible tachar en la historia del partido su capítulo más importante, únicamente porque a la sazón no marchaban todos sus componentes de acuerdo con la revolución del proletariado. El partido puede y debe conocer todo su pasado para apreciarlo como sea conveniente y poner cada cosa en su lugar. La tradición de un partido revolucionario, no se compone de reticencias sino de claridad crítica.
La historia le confirió a nuestro partido incomparables ventajas revolucionarias. He aquí, en conjunto, lo que le ha dado un temple excepcional, una clarividencia superior, una envergadura revolucionaria sin igual: sus tradiciones de la lucha heroica contra el zarismo; sus hábitos y procedimientos revolucionarios ligados a las condiciones de la actividad clandestina; su elaboración teórica de la experiencia revolucionaria de toda la humanidad; su pugna contra el menchevismo, contra la corriente de los narodniki, contra el conciliacionismo; su experiencia de la Revolución de 1905; su elaboración teórica de esta experiencia durante los años de la contrarrevolución; su examen de los problemas del movimiento obrero internacional desde el punto de vista de las lecciones de 1905. Y sin embargo, aún dentro de este partido tan bien preparado, o mejor dicho, en sus esferas dirigentes, al llegar el momento de la acción decisiva, se formó un grupo de viejos bolcheviques, revolucionarios expertos, que se opuso a la revolución proletaria, y que, durante el período más crítico de la revolución –de febrero de 1917 a febrero de 1918– adoptó en todas las cuestiones esenciales una postura socialdemócrata.
Para preservar al partido y a la revolución de las consecuencias funestas de este estado de cosas, se requirió la influencia excepcional de Lenin. Esto es lo que no se puede olvidar, si queremos que en nuestra escuela aprendan algo los partidos comunistas de los demás países. La cuestión de la selección del personal dirigente reviste una importancia excepcional para los partidos de Europa occidental. Así lo enseña, entre otras, la experiencia de la debacle de octubre de 1923 en Alemania. Pero esta selección debe efectuarse sobre el principio de la acción revolucionaria...
En Alemania hemos tenido bastantes ocasiones de experimentar la valía de los dirigentes del partido en el momento de las luchas directas. Sin esta prueba, no hay elementos de juicio seguros. Durante el transcurso de estos últimos años, Francia ha tenido muchas menos convulsiones revolucionarias, incluso limitadas. Sin embargo ha tenido algunas ligeras explosiones de guerra civil cuando el comité directivo del partido y los dirigentes sindicales debían reaccionar en cuestiones urgentes e importantes como, por ejemplo, el mitin sangriento del 11 de enero de 1924. El estudio atento de episodios de este género nos suministra datos inestimables que permiten apreciar las buenas cualidades de la dirección del partido, la conducta de sus jefes y de sus diferentes órganos. Irremisiblemente, no tomar en cuenta estos datos para la selección de los hombres llevaría a la derrota, porque es imposible la victoria de la revolución proletaria sin una dirección perspicaz, resuelta y valerosa.
Todo partido, aún el más revolucionario, elabora inevitablemente su conservadurismo organizativo. De no hacerlo, carecería de la estabilidad necesaria. Pero, en este caso, todo es cuestión de grados. En un partido revolucionario, debe combinarse la dosis necesaria de conservadurismo con la ausencia total de rutina, la flexibilidad de orientación y la audacia en la acción. Estas cualidades se comprueban mejor en los virajes históricos. Hemos visto antes como Lenin decía que, cuando sobrevenía un cambio brusco de situación y, por lo tanto, de tareas, los partidos, aun los más revolucionarios, continuaban a menudo en su posición anterior y de ahí que se tornaran o amenazaran en tornarse un freno para el desarrollo revolucionario. El conservadurismo del partido, así como su iniciativa revolucionaria, encuentran su expresión más concentrada en los órganos dirigentes. Pues bien, los partidos comunistas europeos todavía tienen que efectuar su viraje más brusco, aquel por el cual pasarán del trabajo preparatorio a la toma del poder. Este viraje es el que exige más cualidades, impone más responsabilidades y resulta más peligroso. Desperdiciar el momento oportuno implica para el partido el mayor desastre que pueda sufrir.
Considerada a la luz de nuestra propia experiencia, las batallas de los últimos años en Europa, y principalmente en Alemania, nos enseña que hay dos categorías de jefes propensos a hacer retroceder al partido en el momento en que se necesita dar el mayor salto adelante. Unos tienden a ver más que nada las dificultades, los obstáculos, y a apreciar cada situación con la idea preconcebida, inconsciente a veces, de esquivar la acción. En ellos, el marxismo se vuelve un método que sirve para establecer la imposibilidad de la acción revolucionaria. Los mencheviques rusos representaban los ejemplares más característicos de este tipo de jefes. Pero este tipo no se limita al menchevismo y, en el momento más crítico, se manifiesta incluso dentro del partido más revolucionario entre los militantes que ocupan los más altos puestos. Los representantes de la otra categoría son agitadores superficiales. No ven los obstáculos mientras no tropiezan de frente con ellos. Cuando llega el momento de la acción decisiva, transforman inevitablemente en impotencia y pesimismo su costumbre de eludir las dificultades reales haciendo malabarismos con las palabras.
Para el primer tipo, para el revolucionario mezquino que se contenta con ínfimas ganancias, las dificultades de la conquista del poder no constituyen sino la acumulación y la multiplicación de todas las que están habituados a hallar en su camino. Para el segundo tipo, para el optimista superficial, siempre surgen repentinamente las dificultades de la acción revolucionaria. En el período preparatorio, estos dos hombres tienen una conducta diferente: uno parece un escéptico con quien es imposible contar firmemente desde el punto de vista revolucionario; por el contrario, el otro puede semejar un revolucionario ardoroso. Pero en el momento decisivo, ambos van tomados de la mano para erguirse contra la insurrección. Sin embargo, todo el trabajo preparatorio sólo tiene valor en la medida en que capacita al partido, y sobre todo a sus órganos dirigentes, para determinar el momento de la insurrección y dirigirla. Porque la tarea del partido comunista consiste en la toma del poder con objeto de proceder a la reconstrucción de la sociedad.
En estos tiempos se ha hablado y escrito con frecuencia respecto a la necesidad de “bolchevizar” la Internacional Comunista. Se trata, en efecto, de una tarea urgente, indispensable, cuya proclamada necesidad se hace sentir de modo más imperioso aún después de las terribles lecciones que el año pasado nos diera en Bulgaria y en Alemania. El bolchevismo no es una doctrina, o no es sólo una doctrina, sino un sistema de educación revolucionaria para llevar a cabo la revolución proletaria. ¿Qué significa bolchevizar los partidos comunistas? Significa educarlos y seleccionar en su seno un equipo dirigente, de modo que no flaqueen al llegar el momento de su Revolución de Octubre. “Esto es todo Hegel, la sabiduría de los libros y el significado de toda filosofía...”