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Escritos Latinoamericanos (compilación, 3ra. edición)

La investigación preliminar en Coyacán

La investigación preliminar en Coyacán

Primavera (abril) de 1937 [1]

En la época del “proceso Kirov”2 (diciembre 1934-enero 1935), las relaciones entre París y Moscú ya estaban bien encaminadas. La disciplina “nacional” de la prensa francesa es un hecho público y notorio. Los representantes de la prensa extranjera, principalmente la norteamericana, no pudieron encontrarme debido a mi “incógnito”. Por lo tanto, me encontraba aislado. Mi respuesta al primer juicio de Zinoviev*-Kamenev apareció en un folleto de circulación muy restringida. Moscú tomó nota del hecho con satisfacción: esto facilitaba el montaje del gran proceso cuya preparación demoraría dieciocho meses más. En este interín, la amistad entre Stalin y los Partidos del Frente Popular se fortaleció hasta el punto en que la GPU pudo contar firmemente con la benévola neutralidad de radicales y socialistas. Le Populaire cerró sus páginas a todas las revelaciones sobre la actividad de la GPU en la URSS e inclusive en Francia. Mientras tanto, la fusión de los “sindicatos rojos” con los reformistas selló los labios de la Confederación General del Trabajo. León Blum postergó sus rencillas con Thorez3, León Jouhaux* se esforzó por consolidar su amistad con ambos. Friedrich Adler, secretario de la Segunda Internacional, hizo todo cuanto le fue posible por revelar la verdad. Pero todos los partidarios de la Segunda Internacional, casi sin excepción, boicotearon a su propio secretario. No es la primera vez en la historia que las organizaciones dirigentes se convierten en instrumentos de una conspiración contra los intereses de las masas trabajadoras y los reclamos de su conciencia. Jamás hubo una conspiración tan cínica. Por eso Stalin pudo creer que apostaba a lo seguro.

Se equivocó. En el seno de las masas se suscitó una resistencia sorda, no siempre explícita. Resultaba difícil aceptar que todo el estado mayor de la Vieja Guardia se había aliado al fascismo y debía ser exterminado. Los intelectuales de izquierda más honestos y sensibles dieron la alarma. En estas condiciones se hizo clara la importancia de las organizaciones que se agrupan bajo la bandera de la Cuarta Internacional. Estas no son, no pueden ser organizaciones de masas en un período de reacción como el que estamos atravesando. Son los cuadros, la levadura del futuro. Se formaron en la lucha contra los partidos dirigentes de la clase obrera en la época de decadencia. En toda la historia, ningún grupo del movimiento obrero ha sido perseguido con tanta saña, ni atacado con calumnias tan venenosas como el de los llamados “trotskistas”. Los mismos hechos que lo templaron políticamente, le dieron espíritu de sacrificio y le acostumbraron a nadar contra la corriente. Nuestros cuadros jóvenes y perseguidos aprenden a pensar; piensan con seriedad y estudian su programa honestamente. Su capacidad para orientarse en una situación política y anticipar su desenlace les da una gran ventaja con respecto a los líderes más “calificados” de las internacionales socialista y comunista. Son profundamente leales a la URSS -es decir, a lo que queda de la Revolución de Octubre en la URSS- y, a diferencia de la mayoría de los “Amigos de la URSS”, lo demuestran ampliamente en tiempos difíciles. Pero odian a la burocracia soviética como a su peor enemigo. Las mentiras y amalgamas no los engañan. Cada uno de estos grupos ha sido blanco de calumnias, no seguidas de ejecuciones, por cierto, pero sí por intento de asesinato moral y, frecuentemente, de la violencia física. Detrás de las mentiras de la Internacional Comunista ha aparecido invariablemente la GPU. Por eso los juicios de Moscú no sorprendieron a los trotskistas en el exterior. Fueron los primeros en dar la señal de iniciar la resistencia; recibieron el apoyo inmediato de los distintos círculos y grupos de la clase obrera y de la intelectualidad de izquierda.

Su tarea esencial era iniciar la investigación de los crímenes jurídicos de Moscú. En las condiciones imperantes, no podía tratarse de una comisión tal, que recibiera el apoyo de las organizaciones obreras oficiales. El único recurso era apelar a individuos calificados, destacados e intachables. Así visualizó el problema el Comité Norteamericano por la Defensa de León Trotsky; el Comité Francés de Investigación de los Procesos de Moscú siguió el ejemplo. Inmediatamente, los agentes stalinistas del mundo clamaron que la investigación sería “parcial”. Esta gente tiene una concepción propia de la imparcialidad, encarnada en Iagoda, organizador del proceso de Zinoviev y Kamenev. El Comité de Nueva York trató de lograr la participación de la embajada soviética, del Partido Comunista y de los “Amigos de la Unión Soviética” en la investigación: fue en vano. En el viejo y en el nuevo mundo, las respuestas fueron gritos e insultos. De esta manera los celosos defensores de la imparcialidad demostraron su solidaridad con la justicia de Stalin-Iagoda.

Pero, como dice el viejo proverbio. “Los perros ladran, señal de que cabalgamos”. Se conformó la comisión. John Dewey*, filósofo y pedagogo, veterano del liberalismo norteamericano, fue su jefe natural. Lo acompañaron Suzanne La Follette, escritora de izquierda. Benjamín Stolberg, periodista de izquierda, Otto Rühle*, veterano marxista de la izquierda alemana, Carlo Tresca, conocido militante anarquista, Edward Alsworth Ross, destacado sociólogo norteamericano, el rabino Edward L. Israel y otros4. Se equivoca la prensa de la Comintern cuando afirma, absurdamente, que los miembros de la comisión eran o son mis partidarios políticos. Otto Rühle, quien como marxista se encuentra más cercano a mí -desde el punto de vista político- fue un implacable adversario de la Internacional Comunista en la época en que yo era miembro de su dirección.

Sin embargo, se trata de algo enteramente distinto. El tribunal de Moscú no me acusa de “trotskismo” -es decir, de defender el programa de la revolución permanente-, sino de aliado de Hitler y del Mikado, es decir, de traidor al trotskismo. Aunque los miembros de la comisión fueran simpatizantes del trotskismo (lo cual, repito, no es así), no hubieran podido mostrarse indulgentes con mis relaciones con el imperialismo japonés contra la URSS, Estados Unidos y China. Otto Rühle ha demostrado su odio al fascismo con el trabajo de toda su vida, sobre todo en el exilio. Será menos indulgente con los aliados de Hitler que los funcionarios que maldicen y bendicen en cumplimiento de órdenes de la superioridad. La parcialidad de los miembros de la comisión no reside en que dudan de la palabra de Iagoda, Vichinsky*, o Stalin. Quieren pruebas; las exigen. No es culpa suya si Stalin no les da lo que no tiene.

La comisión de París, orientada por la de Nueva York, es presidida por adversarios políticos míos: Modigliani, abogado italiano, miembro del ejecutivo de la Segunda Internacional; señor Delepine, miembro del Comité Administrativo Permanente del partido del señor León Blum. Nunguno de los otros miembros (señora Caesar Chambrun, presidenta del Comité de Ayuda a los Presos Políticos; señor Galtier-Boissiere, director de Crapoullot; señor Mathe, ex secretario del Sindicato Nacional de Carteros; señor Jacques Madaule, escritor católico) es trotskista. Agrego que jamás tuve vínculos personales con ningún miembro de las comisiones de Nueva York y París.

Como primera medida, la comisión de Nueva York resolvió enviar una subcomisión a entrevistarme, con el fin de saber si yo poseía materiales suficientes como para justificar una investigación. Integraban la subcomisión la señora La Follette, los señores J. Dewey, B. Stolberg, O. Rühle y Carleton Beals5, periodista. Este último remplazó a otra personas de mayor autoridad, quienes a último momento no pudieron viajar a México. La subcomisión incorporó como asesor legal al señor John Finerty, abogado, ex combatiente revolucionario irlandés, defensor de Sacco y Vanzetti y de Tom Mooney6. Por mi parte, invité al señor Albert Goldman* a asumir mi defensa. La prensa stalinista lo acusó de trotskista, esta vez con razón. Lejos de ocultar su solidaridad conmigo, Goldman la anunció públicamente durante la indagación. ¿Quizá hubiera sido mejor que yo encomendara la defensa de mis intereses al señor Pritt?

Al llegar a México la subcomisión invitó al Partido Comunista, a los sindicatos y a las organizaciones obreras del país a participar en la indagación, con pleno derecho a formular preguntas y exigir la verificación de todos los testimonios. Los autotitulados comunistas y los “amigos oficiales” de la Unión Soviética respondieron con negativas categóricas, encubriendo su cobardía con frases altaneras. Así como Stalin sólo puede procesar públicamente a quienes han confesado previamente todo lo que él quiere, los amigos de la GPU no hablan sino cuando tienen la seguridad de que nadie los contradirá. Ni él, ni éstos, apoyan la libertad de expresión.

La subcomisión quería realizar sus sesiones en un salón público de México. El Partido Comunista amenazó con realizar manifestaciones. Es cierto que este partido es más bien insignificante; pero la GPU dispone de fondos y medios técnicos considerables. Las autoridades mexicanas habían aceptado no interferir en el trabajo de la subcomisión, pero no podía hacerse cargo de la protección de las sesiones públicas. La subcomisión resolvió, por propia iniciativa, reunirse en la casa de Diego Rivera, en un salón capaz de albergar a unas cincuenta personas. Los representantes de la prensa y de las organizaciones obreras tuvieron acceso a las sesiones, independientemente de las tendencias que representaran. Había delegados de distintos sindicatos mexicanos.

La subcomisión realizó sus sesiones entre el diez y el diecisiete de abril. En su discurso de inauguración de las sesiones, el profesor Dewey dijo: “Si León Trotsky es culpable de los actos que se le imputan, ningún castigo será demasiado severo. Pero la extrema gravedad de las acusaciones es una razón más para garantizarle al acusado el pleno derecho de presentar las pruebas que posea en su descargo. El hecho de que el señor Trotsky haya rechazado personalmente las acusaciones es algo que no concierne a la comisión. Pero el que se le haya condenado sin haber tenido la oportunidad de hacerse oír es algo que concierne en grado máximo... a la conciencia del mundo entero”.

Nada sintetiza el espíritu con que la comisión encaró su obra mejor que estas palabras. No menos características son las palabras finales con que el señor Dewey, hablando a título personal, explicó por qué había asumido la dura responsabilidad de presidir las sesiones: “He entregado mi vida a la educación, a la que concibo como una obra de esclarecimiento público en bien de los intereses de la sociedad. Si acepté el puesto de responsabilidad que ahora desempeño fue porque comprendí que actuar de otra manera sería una violación de la obra de toda mi vida”. Ninguno de los presentes dejó de comprender la importancia de estas palabras, tan notables por su sencillez, pronunciadas por un anciano de setenta y ocho años.

En mi breve respuesta dije, entre otras cosas, “Soy perfectamente consciente de que los motivos que guían la obra de la comisión son incomparablemente más importantes y profundos que la preocupación por la suerte de un individuo. ¡Pero tanto mayor es mi respeto y tanto más sincero mi agradecimiento! Pido vuestra indulgencia para con mi inglés que -lo digo desde ya- es el punto más débil de mi posición. Para lo demás no pido la menor indulgencia. No exijo confianza a priori de mis afirmaciones. La tarea de esta comisión investigadora es verificar todo, desde el principio hasta el fin. Mi deber consiste en ayudarla en su trabajo. Cumpliré con este deber ante los ojos del mundo entero”.

La comisión encaró su trabajo con una visión sumamente amplia. Un taquígrafo, actuando bajo juramento, tomó las actas de las sesiones, que serán publicadas próximamente en toda su extensión -250.000 palabras- en Estados Unidos e Inglaterra. Quien quiera conocer la verdad o, al menos, acercarse a ella, deberá empezar comparando las respectivas actas taquigráficas de Moscú y Coyoacán.

Las dos primeras sesiones se refirieron a mi biografía política, en particular a mis relaciones con Lenin. Hube de observar una vez más como la colosal campaña de mentiras iniciada por la Internacional Comunista hace dos años había penetrado en las mentes de hombres honestos y serios. Muchos miembros de la subcomisión desconocían la historia verdadera del Partido Bolchevique, sobre todo de su degeneración. Se hubiera podido refutar más completamente los inventos y leyendas de los historiadores de Moscú, pero para ello se necesitaba más tiempo y... un inglés mejor que el mío. Posiblemente esta primera parte de la investigación hubiera producido un cuadro político más completo. Pero sólo pude mencionar mis obras y pedir que se agregaran a las actas.

En las dos sesiones siguientes hablé de mis relaciones con los principales acusados de ambos procesos. Traté de demostrarle a la subcomisión que los acusados no eran trotskistas, sino adversarios enconados del trotskismo y de mi persona. Los hechos y textos que presenté destruyeron las falsificaciones de Moscú de manera tan completa, que los miembros de la comisión no pudieron ocultar su sorpresa. Cuando, al responder a las preguntas de mi abogado defensor, hablé de las historia de los agrupamientos y las relaciones personales en el seno del Partido Bolchevique, ¡yo mismo me sorprendí más de una vez de que Stalin hubiera osado presentar a Zinoviev, Kamenev, Radek y Piatakov como mis amigos políticos! La clave del enigma es muy sencilla: tanto en éste como en otros casos, la insolencia de la mentira es directamente proporcional al poder de la Inquisición. Stalin no sólo obligó a mis enemigos a declararse amigos míos, inclusive los obligó a exigir para sí mismos la pena de muerte como castigo de esta amistad inexistente. Con semejante apoyo jurídico, ¿necesitaba Vichinsky preocuparse por hechos, cifras, cronología y psicología?

Dedicamos casi tres sesiones para analizar y refutar las acusaciones más importantes: la supuesta visita de Goltsman a Copenhague en noviembre de 1932; mi supuesto encuentro con Vladimir Romm en julio de 1933; por último, el supuesto vuelo de Piatakov a Noruega para reunirse conmigo en diciembre de 1935. En estos tres casos decisivos presenté los originales de mi correspondencia de aquella época, distintos documentos oficiales (pasaporte, visas, recibos de telegramas, fotografías, etcétera) y más de cien declaraciones juradas provenientes de todas partes de Europa. Aclaré todos los detalles de mi vida correspondiente a estos tres periodos, tan breves como importantes, con tanta minuciosidad que los falsarios no encontraron lugar para insertar siquiera un alfiler. Agrego que en estos momentos la comisión de París está verificando las pruebas de mis escritos. Llegado a este punto, la indagación de Coyoacán alcanzó su pico culminante.

Los miembros de la comisión, los periodistas y el público eran conscientes de que la verificación de mis coartadas en los únicos tres casos en que la acusación es concreta en cuanto a los factores de tiempo y lugar, significa un golpe mortal para toda la justicia de Moscú. Es cierto que el señor Beals -vale la pena detenerse un momento en el papel que desempeñó- trató de apoyar la versión oficial de Moscú y encontrar contradicciones en mis respuestas7. Cualesquiera fuesen sus intenciones, le estoy agradecido por ello. Mi posición era sumamente favorable: hablaba ante un auditorio inteligente y honesto, interesado en verificar la verdad; demostré la verdad de los hechos con base en documentos irrefutables; los periódicos, los libros, la correspondencia, las memorias personales de diversas personas, la lógica, la psicología, todos acudieron en mi ayuda. Cuando hube respondido a todas las preguntas del señor Beals, este extraño miembro de la comisión quedó en silencio, completamente desorientado. Los miembros del auditorio que le apuntaban sus preguntas, le pasaban papelitos constantemente. En lo más profundo de su conciencia, los hombres ya habían pronunciado su veredicto. Indudablemente, ello ocurrió tan sólo en un cuartito de una casita azul en Coyoacán. Pero con ayuda del tiempo y la imprenta llegaremos al resto del mundo.

Dedicamos las seis sesiones siguientes al estudio del sabotaje, mi actitud hacia la economía soviética, las relaciones con mis amigos políticos en la URSS, al terrorismo, la defensa de la URSS, las actividades de la Cuarta Internacional y, por último, mi actitud hacia el fascismo. No pude usar siquiera la vigésima parte del material. La dificultad, principal consistía en seleccionar rápidamente los documentos más importantes, los textos más breves y los argumentos más sencillos. Jan Frankel* y Jean Van Heijenoort*, dos antiguos colaboradores, fueron una ayuda inestimable. Los miembros de la comisión mantuvieron una actitud de reserva total. Sin embargo, me pareció que los hechos y argumentos habían penetrado hasta su conciencia.

Conforme a las normas del derecho anglosajón, en la segunda parte de la sesión fui interrogado por el asesor legal de la comisión, J. Finerty. Los stalinistas lo acusaron posteriormente de interrogarme de manera “demasiado blanda”. Es posible. Por mi parte, no había nada que yo deseara más que un interrogatorio duro, desconfiado y combativo. Pero el señor Finerty no se encontraba en una posición cómoda. Mis documentos y testimonios habían destrozado la acusación. Formalmente, no había otra cosa que hacer sino someterlos a una verificación crítica. Esa tarea corresponde en parte a la comisión de París y principalmente a la comisión plenaria de Nueva York. En esta fase, ni siquiera los apuntadores del señor Beals pudieron formular una pregunta que apoyara, siquiera indirectamente, las tesis del tribunal de Moscú.

El señor Finerty y otros miembros de la comisión trataron de aclarar cuidadosamente si existe en verdad una diferencia tan profunda entre el “régimen stalinista” y el “régimen de Lenin y Trotsky”. Se estudiaron cuidadosamente las relaciones entre el partido y los soviets y el régimen interno del partido en distintas etapas. La mayoría de los miembros de la comisión creían que la burocracia stalinista, acusada por mí de varios crímenes, es un producto inevitable de la dictadura revolucionaria. Naturalmente, yo no podía permitir que la cuestión se planteara de esa manera. Para mí, la dictadura del proletariado no es un principio absoluto que determina resultados buenos y malos; es un fenómeno histórico que, de acuerdo con las circunstancias internas y externas puede evolucionar por el camino de la democracia obrera y la abolición total de la autoridad, o bien por el de la degeneración y hacia el aparato de represión bonapartista. Estos pasajes de la indagación de Coyoacán demostrarán vigorosamente las profundas diferencias que existen entre el pensamiento democrático formal y el dialéctico ante un problema histórico; demostrarán también cuánto distan del “trotskismo” los miembros de la comisión.

En la decimosegunda sesión se leyó la renuncia del señor Beals, escrita en términos muy ambiguos. Nadie se sorprendió. Al llegar a México, el señor Beals, ex corresponsal de la agencia soviética Tass, empezó a colaborar con el señor Lombardo Toledano, el señor Kluckhohn y otros “amigos” de la GPU. Sus colegas de la comisión desconocían su dirección. Muchas de sus preguntas no guardaban relación con los procesos de Moscú; eran provocaciones deliberadas, con el fin de comprometerme ante las autoridades mexicanas. Agotados sus escasos recursos, el señor Beals no tuvo otra alternativa que renunciar a la comisión. Comunicó sus intenciones a sus amigos periodistas, y éstos lo publicaron en la prensa mexicana, con imprudencia digna de encomio, tres días antes de la renuncia. De más está decir que la prensa comprada por Stalin utilizó al máximo este episodio cuidadosamente preparado. Al mismo tiempo, los agentes de Moscú trataron de obligar a otros miembros de la comisión a renunciar, empleando argumentos que no se encontrarán en ningún diccionario bajo los rubros “lógica” y “moral”. Pero eso es otra historia.

En la decimotercera y última sesión hubo dos discursos: el de mi abogado y el mío. En las páginas siguientes el lector encontrará el texto completo del mío8. Espero que con ello el lector, aunque no esté familiarizado con las actas taquigráficas y con los documentos, puede juzgar si las sesiones de Coyoacán han dejado piedra sobre piedra de las amalgamas de Moscú.

Ya hemos dicho que esta subcomisión tenía como objetivo inmediato determinar si yo disponía de hechos que justificaran una investigación. El nueve de mayo, en Nueva York, John Dewey leyó su informe ante la Comisión Internacional. He aquí el párrafo central mismo:

“El señor Trotsky como testigo. Es regla establecida, inclusive en los tribunales legalmente constituidos, que la actitud del testigo puede servir de elemento de juicio para la valoración del testimonio. Ese es el principio que nos guía al comunicar la impresión que nos produjo la actitud y el porte del señor Trotsky. Durante todas las sesiones parecía ansioso por colaborar con la comisión para verificar la verdad acerca de todas las etapas de su vida y de su actividad política y literaria. Respondió a todas las preguntas rápidamente y con actitud franca y sencilla...”. La conclusión práctica del informe dice: “Vuestra subcomisión hace entrega de las actas taquigráficas de las sesiones junto con los documentos entregados en calidad de pruebas. Todo el material nos convence de que el caso del señor Trotsky merece una amplia investigación. Por lo tanto, recomendamos que la comisión prosiga con sus trabajos hasta el final”.

No pido nada más. La Comisión Internacional de Nueva York proseguirá con su trabajo. Su veredicto pasará a la historia.

1. Tomado de la versión publicada en Escritos, Tomo VIII, pág. 349, Editorial Pluma. Del 10 al 17 de abril de 1937 una subcomisión de la Comisión Investigadora realizó 13 sesiones de indagación preliminar de las acusaciones presentadas contra Trotsky. La subcomisión dictaminó que el caso de Trotsky debía ser investigado. Volvió a Nueva York para reunir más información y realizar nuevas audiencias públicas. Pronunció su histórico veredicto “inocente” poco después.

2. Sergei M. Kostricov, llamado Kirov (1886-1934): obrero bolchevique en 1905 a la cabeza del partido en Leningrado en 1927 cuando cayó Zinoviev. A partir de 1932 era considerado como uno de los delfines de Stalin aunque también como un adversario del terror. Fue asesinado en diciembre de 1934 en el Smolny por Nicolaiev, un antiguo miembro de la Juventud Comunista de Leningrado, según toda evidencia en una intriga donde él fue manipulado por la GPU.

3. MauriceThorez: Dirigente del Partido Comunista Francés. En la inmediata post segunda guerra mundial, fue ministro del primer gobierno del general De Gaulle.

4. Benjamin Stolberg (1891-1951): periodista de publicaciones obreras y escritor. Otto Rühle (1874-1943): miembro del bloque socialdemócrata del parlamento alemán y fundador del Partido Comunista Alemán, escribió una biografía de Marx y un resumen de El Capital, el cual fue prologado por Trotsky (El pensamiento vivo de Marx). Carlos Tresca (1878-1943): anarquista ítalo-americano y director del periódico Il Martelo. Edward Alsworth Ross (1866-1951): profesor de sociología y autor de obras especializadas.

5. Carleton Beals (1893-?): periodista norteamericano, miembro de la Comisión Dewey. En la undécima sesión hizo una pregunta provocadora, destinada a demostrar que Trotsky había intervenido en la política mexicana ya en 1919. Cuando los demás miembros de la Comisión repudiaron esta provocación, Beals renunció a la misma, entregando una declaración calumniosa a prensa.

6. Nicola Sacco (1891-1927) y Bartolomeo Banzetti (1888-1927): inmigrantes anarquistas italianos en Estados Unidos, fueron acusados falsamente de robo y asesinato. A pesar de la gran campaña y movilizaciones internacionales de protesta fueron ejecutados en 1927. Tom Mooney (1882-1942): dirigente sindical norteamericano, fue acusado de arrojar una bomba que mató a 9 personas (1916). Condenado a muerte, la sentencia fue conmutada por cadena perpetua. Fue amnistiado y puesto en libertad en 1939.

7. Véase el alegato de Trotsky a la comisión Dewey en Los crímenes de Stalin

8. Ver nota anterior.