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Clásicos de León Trotsky online

IV. ¿Quién dirige hoy la Internacional Comunista?

IV. ¿Quién dirige hoy la Internacional Comunista?

No hay nada que caracterice mejor la transformación del partido oficial de la Unión Soviética que su actitud con respecto a los problemas de la revolución internacional. Para la mayoría de la gente del aparato, la Internacional Comunista se ha convertido en un departamento del que sólo se ocupan aquellos que están encargados de esa función. En estos últimos años, la dirección ha desacostumbrado al partido a interesarse efectivamente en la vida interior del movimiento obrero internacional, y más en particular de la del Partido Comunista mundial. Hay que decirlo francamente: la información periodística actual de la URSS sobre los movimientos que tienen lugar en el seno de la clase obrera mundial está muy por debajo de la que daban, antes de la guerra, los buenos órganos de la socialdemocracia. No se puede creer en la información actual, esencialmente oficial, porque siempre está en función de lo que los medios dirigentes consideran los intereses del momento. Hay que renunciar a seguir día a día el desarrollo del movimiento obrero y la lucha interna que se libra en él. Ciertas manifestaciones son disimuladas, y otras, por el contrario, voluntariamente aumentadas; pero incluso esto es episódico. Después de un largo período, en el que un partido u otro ha desaparecido del campo visual de nuestra prensa, ¡surge imprevistamente un “nuevo peligro”, una “nueva desviación”, una catástrofe! En todo caso, el lector sólo se entera de esta catástrofe cuando los órganos dirigentes interesados ya hayan tomado “sus medidas”. El lector (es decir, el partido) es simplemente informado de que la catástrofe, cuya amenaza ignoraba completamente, ha sido felizmente conjurada gracias a la decisión tomada la víspera por el Buró de la Internacional, y que la sección nacional interesada tiene asegurado de nuevo un desarrollo “monolítico”. La repetición monótona de este procedimiento embrutece a la gente y la sume en la indiferencia. El militante de base del partido empieza a ver las catástrofes intermitentes de la Internacional (o las de su propio partido) como ve el campesino el granizo o la sequía: diciéndose que no hay nada que hacer y que hay que tener paciencia.

Es evidente que este fenómeno sólo se explica por las graves derrotas de la revolución mundial, cuyo sentido no ha sido explicado jamás a las masas del partido, a fin de camuflar las carencias de la dirección. La fuerza destructiva de estos métodos es inmensa. Sólo el potente capital ideológico, moral y político heredado del pasado y el hecho mismo de la existencia del estado obrero permiten a la Internacional agrupar todavía en el marco de su organización universal (exceptuada la URSS) cuatro o cinco centenares de millares de militantes, como máximo.

La mala fe teórica se ha convertido en una de las armas esenciales de la lucha interior. Este hecho es, por sí solo, el índice seguro del profundo mal que corroe al organismo de la Internacional. Con la mala fe ideológica de una dirección revolucionaria ocurre lo mismo que con la higiene de un cirujano. Una y otra conducen fatalmente a la gangrena del organismo. Pero la mala fe teórica de la dirección de la Internacional no es un simple azar ni una cualidad que le sea inherente: proviene de la contradicción que existe entre los principios del leninismo y la política efectiva de la fracción estalinista. Cuanta menos autoridad y cohesión, más coerción hay. La disciplina, necesaria como la sal para los alimentos, ha sustituido en estos últimos años a los alimentos mismos. Pero nadie ha logrado hasta ahora alimentarse de sal. La selección se opera conforme a la orientación y los métodos del partido: cada vez más, los combatientes comunistas son reemplazados por el estado mayor burocrático del comunismo. Esto se constata de la forma más clara y manifiesta en la morada misma de la dirección comunista: el aparato central de la Internacional.

También es de la mayor importancia saber a qué clase de elementos, a qué tipo político pertenecen los representantes que, en la actualidad, tienen entre sus manos los mecanismos de mando de la Internacional Comunista. No poseo la estadística general ni las características políticas de la burocracia de la Internacional. Pero, por otra parte, no es necesario. Basta con señalar con el dedo las figuras más “destacadas” que personifican la línea dirigente y el régimen actual.

Como no pretendo dedicarme en estas notas rápidas a un trabajo sistemático, y, sin embargo, tenemos que visitar la galería de la Internacional estalinista empezando por alguno, citaré en primer lugar a Bela Kun, sin pretender con ello exagerar su importancia, ni en el buen sentido ni en el malo. Con toda justicia, hay que reconocer que Bela Kun no es el peor elemento de los medios dirigentes de la Internacional; otros dos comunistas húngaros le completan: Varga y Pepper. Los tres, que intervienen casi continuamente como profesores y directores espirituales de las secciones nacionales, juegan un papel internacional. Dos de ellos, Kun y Peper, son dos especialistas altamente cualificados en la lucha contra el “trotskysmo”. La efímera República Soviética húngara les confiere todavía cierto lustre de autoridad. Sin embargo, no hay que olvidar que estos políticos no llegaron a tomar el poder: les fue puesto ante las narices por una burguesía metida en un callejón sin salida. Habiendo tomado el poder sin combate, los dirigentes húngaros mostraron que no tenían la talla para conservarlo. Su política fue una cadena de errores. Ciñámonos a mencionar dos eslabones: en primer lugar se olvidaron de la existencia del campesinado y no le dieron la tierra; en segundo lugar, en su alegría, hicieron al joven Partido Comunista fusionarse con la socialdemocracia de izquierda cuando aquél logró el poder. Mostraron así (y Bela Kun a la cabeza) que la experiencia rusa no les había hecho comprender ni el problema campesino ni el papel del partido en la revolución. Naturalmente, estos errores, que costaron la vida a la revolución húngara, se explican por la juventud del partido húngaro y por la extrema falta de preparación política de sus jefes. Pero ¿no es sorprendente que Bela Kun, lo mismo que su sombra socialdemócrata, Pepper, puedan creerse designados para denunciar en nosotros, los oposicionistas, una subestimación de los campesinos y una incomprensión del papel del partido? ¿Dónde se ha visto que un hombre que, por ligereza, haya cortado los brazos y las piernas a sus familiares sea promovido, por ese hecho, al rango de profesor de cirugía?

En el III Congreso, Bela Kun, flanqueado por su complemento indispensable, adoptó una actitud ultraizquierdista. Defendieron la estrategia que fue aplicada en Alemania, en marzo de 1921, y uno de cuyos principales inspiradores era Bela Kun. Partían del punto de vista de que si no se provocaba inmediatamente la revolución en Occidente, la República Soviética estaba condenada a morir. Bela Kun intentó convencerme varias veces de “tentar la suerte” en esta vía. Yo rechacé siempre su “aventurerismo”, y en el III Congreso, junto con Lenin, le expliqué que la tarea de los comunistas europeos es “salvar” a la URSS no procediendo a montajes teatrales revolucionarios, sino preparando seriamente a los partidos europeos para la toma del poder. Hoy en día, Bela Kun, junto con los Pepper de todo pelaje, cree poder acusarme de “escepticismo” hacia las fuerzas vivas de la República Soviética; según él, yo especularía únicamente con la revolución mundial. Lo que se llama la ironía de la historia reviste aquí el aspecto de una verdadera bufonada. A decir verdad, no es casualidad que el III Congreso oyese resonar como un leitmotiv la fórmula de Lenin: “Todo por la necedad de Bela Kun.” Y cuando, en mis conversaciones privadas con Lenin, yo intentaba tomar la defensa de Bela Kun contra los ataques demasiado crueles, Lenin respondía: “Yo no discuto que sea un hombre combativo, pero en política no vale para nada; hay que hacer que nadie lo tome en serio.”

En cuanto a Pepper, es el prototipo del adaptado, del cliente político. Semejantes individuos se han posado y se posarán siempre sobre toda la revolución victoriosa, como las moscas sobre el azúcar. Después de la catástrofe de la República Soviética húngara, Pepper intentó entrar en contacto con el conde Karoly. En el III Congreso era ultraizquierdista. En Norte América se convirtió en el heraldo del partido de La Follette y metió al joven Partido Comunista en el pantano hasta la cintura. Es inútil decir que se ha convertido en el profeta del socialismo en un solo país y que ha llegado a ser uno de los más feroces antitrotskystas. Esta es hoy su profesión, lo mismo que otros tienen una agencia matrimonial o venden billetes de lotería.

Hay que repetir sobre Varga lo que ya he dicho: que es el tipo acabado de Polonio teórico, al servicio de todas las direcciones de la Internacional Comunista. Es cierto que sus conocimientos y sus cualidades analíticas hacen de él un militante útil y calificado. Pero no hay en él ni una huella de fuerza de pensamiento ni de voluntad revolucionaria. Era brandleriano bajo Brandler, masloviano bajo Maslov, thaelmanniano bajo ese negado que se llama Thaelmann. Concienzuda y escrupulosamente, sirve siempre los argumentos económicos de la línea política adversa. En cuanto al valor objetivo de sus trabajos, se limita simplemente a la calidad política del encargo, sobre el que él mismo no tiene ninguna influencia. Defiende la teoría del socialismo en un solo país, como ya he dicho, alegando la falta de cultura política del obrero ruso, que tiene necesidad de perspectivas “consoladoras”.

Manuilsky, como Pepper, goza de una reputación suficientemente sólida hasta en el seno de la fracción a la que pertenece actualmente. Estos seis últimos años han pervertido definitivamente a este hombre, cuya cualidad maestra es la versatilidad moral. Hubo un tiempo en que tuvo algún valor no ya teórico ni político, sino literario. Ardía en él una débil llama. No obstante, había una especie de gusano interior que le roía sin cesar. Huyendo de sí mismo, Manuilsky estaba siempre buscando a alguien sobre quien apoyarse. Siempre hubo en él algo de “comisionista”. Baste con decir que se las ingenió durante mucho tiempo para verse asociado a... Alexinsky. Durante la guerra, Manuilsky no se portó del todo mal. Sin embargo, su internacionalismo fue siempre superficial. El período de Octubre fue para él un período de vacilaciones. En 1918 proclamó de forma absolutamente imprevista (sobre todo para mí) que Trotsky había liberado al bolchevismo de su estrechez nacional. Por lo demás, nadie concedía importancia a sus escritos. Se consumió dulcemente en Ucrania, sin gran utilidad, en calidad de administrador, pero se afirmó, en cambio, como un excelente narrador de anécdotas. Como todos los dirigentes de hoy, no resurgió y comenzó su ascensión hasta después de la muerte de Lenin. Sus intrigas contra Rakovsky le sirvieron de trampolín. La estima general de que gozaba Rakovsky en Ucrania era tal que, a pesar de las incitaciones venidas de Moscú, nadie se atrevía en 1923 a abrir la campaña contra él: Manuilsky se atrevió. En las conversaciones privadas, entre dos anécdotas, confesaba francamente el tipo de tarea que cumplía y mostraba su desprecio por su patrón, y más aún por sí mismo. Su conocimiento del “extranjero” fijó el campo de sus intrigas posteriores: la Internacional Comunista. Si se recogiese lo que han dicho de él Zinoviev y Stalin, se obtendría un tratado muy curioso de cinismo político. Por otra parte, la cosa cambiaría muy poco si se recogiera lo que Manuilsky ha dicho de Zinoviev y Stalin. En el VI Congreso, Manuilsky fue el principal acusador de la Oposición. Para quien conozca el personal dirigente y el pasado del partido, este hecho resuelve por sí solo la cuestión.

En el aparato de la Internacional y en la prensa, Waletsky juega uno de los papeles más visibles. En La Internacional Comunista y en Pravda, le toca con frecuencia denunciar al trotskysmo desde el punto de vista “teórico” y “filosófico”. La naturaleza le ha creado para este tipo de tarea. A los ojos de la generación joven, Waletsky es simplemente un ilustre desconocido. La vieja generación le conoce desde hace mucho tiempo. Al principio del siglo, Waletsky hizo su aparición en Siberia como fanático partidario del Partido Socialista polaco. En aquel momento, su ídolo era Pilsudsky. En política, Waletsky era nacionalista; en teoría, era un idealista y un místico. Fue el propagandista de la teoría de la decadencia y de la creencia en Dios y en Pilsudsky. En nuestra colonia de deportados estaba aislado. Cuando la escisión del Partido Socialista polaco, provocada por la revolución de 1905, Waletsky se encontró en el ala más “socialista”, pero sólo para defender una plataforma de las más mencheviques.

Ya en aquel momento combatía la teoría de la “revolución permanente”, considerando no solamente como fantástica, sino como insensata la idea de que, en la Rusia atrasada, el proletariado pudiese llegar al poder antes que en Occidente. Durante la guerra estuvo, en el mejor de los casos, a la derecha de Martov. Podemos estar seguros de que cinco minutos antes de la Revolución de Octubre Waletsky era un enemigo feroz del bolchevismo. No tengo información sobre cuándo se hizo “bolchevique”, pero de todas formas fue después de que el proletariado ruso hubiera tomado el poder sólidamente en sus manos. En el III Congreso deambulaba entre la línea de Lenin y los ultraizquierdistas. Bajo Zinoviev, fue zinovievista, para convertirse oportunamente y en seguida en estalinista. Su movilidad y elasticidad son inagotables. No llevando más que un equipaje ligero, le resulta fácil cambiar de vagón. Hoy en día, este ex nacionalista, idealista, místico, menchevique, enseña a la clase obrera cómo se toma el poder, aunque él mismo sólo lo aprendiese por primera vez después de su conquista. La gente del calibre de Waletsky no podrá jamás conquistar nada. Pero son perfectamente capaces de perder lo que ha sido conquistado.

El pasado de Warsky es infinitamente más serio. Durante varios años siguió a Rosa Luxemburgo, a la que Waletsky vio siempre con el odio ciego del chovinista polaco. Pero Warsky ha retenido mejor los aspectos débiles de Rosa Luxemburgo que sus aspectos fuertes, el más interesante de los cuales fue su inflexibilidad revolucionaria. A pesar de todo, Warsky ha seguido siendo hasta hoy el socialdemócrata “revolucionario” de tipo antiguo. Eso le aproxima a Clara Zetkin, como lo hemos visto claramente en la actitud que tomaron los dos ante los acontecimientos alemanes de 1923. Warsky no se ha sentido nunca a gusto en el bolchevismo. De ahí viene su “conciliacionismo” momentáneo, basado sobre un malentendido, con respecto a la Oposición en 1923. Pero desde el momento en que se precisaron las líneas, Warsky encontró su lugar natural en las filas oficiales. La lucha de los epígonos contra la “revolución permanente” y la “subestimación” de! campesinado llevaron al temeroso Warsky a tomar la insurrección victoriosa de Pildsusky por una especie de “dictadura democrática del proletariado y de los campesinos” y a empujar a los comunistas polacos a apoyar el golpe de estado fascista. Este solo ejemplo da la medida de la perspicacia marxista y la firmeza revolucionaria de Warsky. Es inútil decir que, habiendo “reconocido sus errores”, es hoy uno de los pilares de estalinismo. ¿Cómo es que el viejo compañero de Rosa Luxemburgo (esa internacionalista hasta el fondo del corazón) enseña a los obreros polacos la edificación del socialismo en un solo país? Pero es muy dudoso que hombres de este tipo puedan hacer aprender a los obreros polacos la forma de arrancar el poder a la burguesía.

Clara Zetkin es desde hace mucho tiempo una figura meramente decorativa del Buró del Comité Ejecutivo de la Internacional. Podría no calificársela tan cruelmente, si no fuera patético verla servir de velo a métodos que no solamente la comprometen, sino que hacen un daño inmenso a la causa del proletariado internacional. La fuerza de Zetkin ha estado siempre en su temperamento. No ha tenido nunca independencia ideológica. Rosa Luxemburgo le sirvió durante mucho tiempo de pivote político. A continuación buscó uno en Paul Levi, y en cierta medida en Brandler.

Después de las jornadas de marzo de 1921, Zetkin no hizo más que levantarse contra las “tonterías de Bela Kun”; en el fondo defendía “la vieja política, que había pasado la prueba”, de la acumulación incesante de fuerzas. En una entrevista que tuvimos con ella Lenin y yo, Lenin, delicadamente pero con insistencia, le dijo: “Los jóvenes cometerán muchas tonterías, pero de todos modos harán una buena revolución”. Zetkin protestó: “No harán siquiera una mala”. Lenin y yo nos miramos y no pudimos evitar reírnos.

Las breves y vagas semisimpatías de Zetkin por la Oposición del 1923 provenían únicamente de que yo me había opuesto a que se hiciera recaer sobre el grupo de Brandler los errores de la Internacional en la catástrofe alemana de 1923. A lo largo de 1923, Zetkin manifestó todos los rasgos de la buena vieja socialdemocracia; no comprendió ni el brusco cambio de la situación ni la necesidad de un giro audaz. En el fondo, Zetkin no tomó parte alguna en la solución de los problemas. Pero, como emblema, su autoridad tradicional le es necesaria a los Manuilsky, a los Pepper, a los Heinz Neumann.

Entre las personas que, en el curso de este último período, dirigen la acción de la Internacional desde el fondo del Buró del Ejecutivo, el representante del Partido Comunista checoslovaco, Sméral, convertido también en uno de los caballeros inexorables del neobolchevismo, no es de los que ocupan la última fila. Sméral y la inexorabilidad son como y la sinceridad o Shylock y el desinterés. Sméral ha pasado por la fuerte escuela austriaca; si se distingue del tipo austro-marxista, no es más que por no haber llegado nunca a su altura. En la vieja socialdemocracia checa, Sméral estaba en una semioposición de una naturaleza tanto más difícil de captar cuanto que sus “ideas” daban siempre la impresión de una mancha de aceite creciendo. Podemos decir que al socialnacionalismo de Nemets y tutti quanti, Sméral oponía un estatismo imperialista austro-húngaro inspirado en Renner, pero con menos conocimientos y talento que éste. La República checa se ha realizado, sin embargo, no como el fruto de la política de Kramarj, Benes y Nemets, sino como el producto bastardo de la acción del imperialismo anglo-francés. Como quiera que sea, Checoslovaquia hizo su aparición y el austro-húngaro Sméral se vio metido en un callejón sin salida político. ¿A dónde ir? Fueron muchos los obreros que en un principio se dejaron embriagar por el estatismo checoslovaco. Eran todavía muchos más aquellos cuyo corazón latía por la Rusia de Octubre. Pero no había ni uno solo que se entristeciese por el Imperio austro-húngaro. Entre tanto, Sméral hizo su peregrinación a Moscú. Recuerdo cómo descubrí a Lenin el mecanismo psicológico del bolchevismo de Sméral. Lenin repetía con una sonrisa muy elocuente: “Es probable, ¿sabe?, es muy probable. Nos vendrán ahora muchos como ése. Hay que abrir los ojos. Hay que controlarlos a cada paso.”

Sméral estaba profundamente convencido de que el hecho de cambiar el nombre del partido checo por el de Partido Comunista resolvía la cuestión. En resumidas cuentas, hizo todo lo que pudo por su parte para justificar después la afirmación de Otto Bauer sobre los dos buenos partidos socialdemócratas de Europa: la socialdemocracia austriaca y el Partido Comunista checo. La “jornada roja” de este año ha mostrado con una brillantez trágica que cinco años de “bolchevización” zinovievista, bujarinista, estalinista y smeralianista no han servido de nada, absolutamente de nada al partido, lo que quiere decir en primer lugar a su dirección. Pero, sin embargo, Sméral ha echado raíces. Cuanto más ha caído ideológicamente la dirección de la Internacional, más ha ascendido Sméral. Esta clase de elementos constituye un excelente barómetro político. No es necesario decir que para este “bolchevique” patentado, nosotros, los oposicionistas, no somos otra cosa que oportunistas jurados. Pero los obreros checos deben saber bien que Sméral jamás les conducirá a la conquista del poder.

Kolarov es otra variedad de este tipo que se ha formado en estos cinco años en el hotel Lux. Su pasado es más serio porque, durante un largo período, perteneció al partido búlgaro de los “estrechos” (tiessnaki), que se esforzó por permanecer en el campo del marxismo. Pero a pesar de su intransigencia aparente, era un marxismo de propaganda atentista, un marxismo pasivo y medianamente inerte. En resumen, en las cuestiones internacionales, los tiessnaki se inclinaban mucho más a favor de Plejanov que de Lenin. El aplastamiento de Bulgaria en la guerra imperialista, y posteriormente la Revolución de Octubre, los empujaron al bolchevismo. Kolarov se estableció en Moscú. En los primeros años de la Revolución nos lanzábamos ávidamente sobre todo marxista extranjero o, más que nada, sobre todo elemento al que supusiéramos marxista revolucionario. Fue a este título que se llamó a Kolarov al aparato de la Internacional en calidad de secretario general eventual. Pero varios meses después debimos, unánimemente, abandonar nuestras esperanzas. Lenin resumió su impresión sobre Kolarov en términos que no quiero reproducir aquí. En 1923, Kolarov dio de nuevo su medida en los acontecimientos búlgaros: el mismo resultado. Ya en vida de Lenin se había decidido apartar a Kolarov de todo papel dirigente en la Internacional. Pero después de la enfermedad y la muerte de Lenin se entabló una lucha vivificante contra el trotskysmo. Kolarov se sumergió de buenas a primeras en este baño y salió regenerado. Marchó primero con Zinoviev contra Trotsky, y después con Bujarin contra Zinoviev; hoy marcha con Stalin contra Bujarin. En una palabra, es un bolchevique de “Lux”, impermeable, incombustible, insumergible.

Kuusinen es uno de los que mataron a la revolución finlandesa en 1918. Bajo el empuje de los acontecimientos y de las masas, y a pesar de sus sabias intenciones, Kuusinen se vio obligado a aceptar la revolución, pero, como buen filisteo, quiso acomodarla según las mejores recetas vegetarianas. Durante la insurrección, con la elocuencia que le caracteriza, invitó al buen público a permanecer en casa, a fin de que no hubiera víctimas. Si, como en Hungría, los acontecimientos hubiesen arrojado el poder a sus pies, no se habría agachado inmediatamente a recogerlo. Pero nadie le arrojó el poder: había que conquistarlo. La situación era excepcionalmente favorable. Sólo se necesitaban la audacia revolucionaria y disposiciones ofensivas. En otras palabras, eran necesarias las cualidades de las que Kuusinen es la viva negación. Se reveló absolutamente incapaz de tomar la ofensiva contra la burguesía finlandesa, que de esta forma contó con la posibilidad de ahogar en sangre la heroica insurrección. Pero, en cambio, ¡de qué disposiciones ofensivas no dio prueba Kuusinen con respecto al ala izquierda de la Internacional cuando se miró y se dio cuenta de que, según la expresión de Shakespeare, él no valía menos que los que no valían más que él! Ahí no arriesgaba nada. Nadaba entre dos aguas, como los que le mandaban. El pequeño razonador se convirtió en un gran intrigante. En las mentiras de las que se han servido los epígonos en estos últimos años para intoxicar la conciencia de los obreros de todos los países, podemos decir que Kuusinen se ha llevado la parte del león. Pero a veces ocurre que la parte del león le toca a una liebre. Como lo muestra el informe colonial que hizo en el VI Congreso, Kuusinen continúa siendo el mismo que cuando ayudó a la burguesía a estrangular al proletariado finlandés y a la burguesía china a aplastar al proletariado chino.

Un personaje como Petrovsky-Bennet ejerce en este momento un papel muy activo dentro de la Internacional. Son los personajes de este tipo los que deciden hoy en día, puesto que los “jefes oficiales”, dejando aparte su competencia, no se ocupan, por así decirlo, de los problemas de la Internacional. Prácticamente, son los Petrovsky-Bennet los que dirigen, tomando buen cuidado de cubrirse, es decir, consiguiendo en el momento oportuno un sello autorizado. Pero ya veremos eso más adelante.

Petrovsky es un bundista-menchevique, tipo norteamericano, de la peor especie. Durante mucho tiempo, fue uno de los pilares del miserable y lastimoso periódico judío socialista-amarillo de Nueva York, que se entusiasmaba con las victorias de los alemanes antes de lamer las botas de Wilson. Regresado a Rusia en 1917, Petrovsky se dedicó a frecuentar los mismos medios bundista-mencheviques. Como Guralsky y como Rafes, sólo se unió al bolchevismo después de que los bolcheviques hubieran tomado el poder. En el trabajo militar se mostró como un hombre con dotes de ejecución y un funcionario ingenioso, pero nada más que un funcionario. El difunto Frunze, excelente soldado, pero que no brillaba por un sentido político agudo, me dijo muy a menudo: “Se desprende de Petrovsky un horrible olor a bundismo.”

No solamente en las cuestiones de la administración militar, sino también en las cuestiones políticas, Petrovsky se alineaba invariablemente con sus superiores. Muy a menudo, le dije riendo a mi difunto amigo Skliansky que Petrovsky “buscaba” apoyarme en demasía. Skliansky, que apreciaba las cualidades prácticas de Petrovsky (y que por esta razón le defendía), respondía en broma a este agravio: “No hay nada que hacer, es su forma de ser.” Y, en efecto, no se trataba de arribismo, en el sentido propio del término, sino de un instinto de adaptación que se bastaba a sí mismo, de un mimetismo profundo, de un oportunismo orgánico.

Rafes, otra variedad del mismo tipo, se ha mostrado tan capaz como ministro de Petliura como consejero de la revolución china. Hasta qué punto contribuyó con su apoyo a la muerte del petliurismo no sabría juzgarlo. Pero cada línea de sus informes y sus artículos prueba que ha hecho todo lo posible para llevara la perdición a la revolución china.

El elemento natural de los Petrovsky, de los Rafes, de los Guralsky, es el trasiego entre bastidores, las mediaciones y las combinaciones, los trucos diplomáticos alrededor del Comité angloruso o del Kuomintang, dicho brevemente, las intrigas sobre la revolución. La flexibilidad y las facultades de adaptación de estos individuos tienen un límite fatal: no son orgánicamente capaces ni de dar pruebas de iniciativa revolucionaria en la acción ni de defender sus concepciones en minoría. Y, sin embargo, sólo estas dos cualidades, que se complementan la una a la otra, forman al verdadero revolucionario. Si no es capaz de mantenerse firme en minoría, no se podrá reagrupar a una mayoría revolucionaria segura, firme, valiente. Por otra parte, una mayoría revolucionaria, incluso una vez conquistada, no se convierte en absoluto en un patrimonio permanente e intangible. La revolución proletaria atraviesa altos y bajos considerables, atolladeros, túneles y pendientes escarpadas. Es por lo que la selección incesante de los revolucionarios les templa no solamente en la lucha de masas contra el enemigo, sino también en la lucha ideológica en el interior del partido; su capacidad para conservar el control de sí mismos en los grandes acontecimientos y en los cambios bruscos es de una importancia decisiva para el partido. Goethe dijo que una cosa, una vez adquirida, debe ser reconquistada constantemente para ser efectivamente poseída.

En la primera depuración del partido, Lenin recomendaba expulsar al 99% de los antiguos mencheviques. Le preocupaba del menchevismo menos la línea conciliadora que el tipo psicológico del adaptado en busca de un color protector y dispuesto a disfrazarse de bolchevique sólo para no luchar contra la corriente. Si Lenin recomendaba eliminar tan despiadadamente a los adaptados, estos elementos, por el contrario, comenzaron después de su muerte a ejercer un papel considerable dentro del partido, y un papel decisivo en la Internacional. Guralsky coronó y descoronó a los jefes de los partidos francés, alemán y otros. Petrovsky y Pepper dirigieron el mundo anglosajón; Rafes enseñó la estrategia revolucionaria al pueblo chino; Borodin fue consejero del estado de la revolución nacional. Todas son variedades de un único y mismo tipo: los “niños de pecho” de la revolución.

Es inútil añadir que el “curso de izquierda” actual de Stalin no ha inquietado en absoluto a este público. Al contrario, todos los Petrovsky propagan hoy alegremente la orientación de izquierda, y los Rafes luchan contra el peligro de derecha. En esta campaña de centro-izquierda, inflada y puramente formal en sus tres cuartas partes, los adaptados se sienten como pez en el agua mostrando a bajo precio (a sí mismos y a los demás) qué estupendos revolucionarios son. Al mismo tiempo, y más que nunca, siguen conservando su fisonomía. Si hay algo que pueda matar a la Internacional es semejante orientación, semejante régimen, semejante espíritu encarnado en los Petrovsky.

Uno de los inspiradores y de los educadores seguros de la Internacional después de Lenin es Martinov, figura absolutamente simbólica en la historia del movimiento revolucionario. El teórico más consecuente y, por ello mismo, el más bendecido del menchevismo, Martinov se puso pacientemente al abrigo de la revolución y la guerra civil en un confortable refugio, lo mismo que un viajero se pone al abrigo del mal tiempo. No se arriesgó a salir a la luz del día hasta el sexto año de Octubre. En 1923, Martinov reapareció inopinadamente al publicar un artículo en la revista Krassnaia Nov, de Moscú. En una sesión del Buró Político, en la primavera de 1923, mitad en broma y mitad en serio, pero, a pesar de todo, portador de un mal presagio, declaré de paso: “Tened cuidado de que Martinov no vaya a escurrirse dentro del partido.” Lenin, con las dos manos alrededor de la boca en forma de portavoz, me dijo al oído, aunque se oyó en toda la sala: “Ya se sabe que es un imbécil.” Yo no tenía ningún motivo para discutir esta breve definición, lanzada en un tono de absoluta convicción. Únicamente hice notar que, evidentemente, no es posible construir un partido solamente con gente inteligente, y que Martinov podía, por descuido, pasar en otra categoría. Sin embargo, la broma ha tomado un aspecto serio. Martinov no solamente se ha infiltrado en el partido, sino que también se ha convertido en uno de los principales inspiradores de la Internacional. Le han acercado y le han hecho ascender, o, más bien, se han acercado y se han rebajado, únicamente a causa de su lucha contra el “trotskysmo”. En este aspecto no le ha sido necesaria ninguna reeducación; ha continuado atacando la “revolución permanente” como en los veinte años anteriores. Antes hablaba de mi subestimación del liberalismo burgués y de la democracia burguesa. No ha cambiado de cliché; simplemente, ha intercalado el campesinado.

En las revistas mencheviques de la época de la reacción se pueden encontrar numerosos artículos de Martinov destinados a probar que el “trotskysmo ha triunfado, por un momento, en octubre, noviembre y diciembre de 1905” (sic), cuando los elementos se desencadenaron y extinguieron todas las llamas de la razón menchevique. En el punto culminante de la revolución (octubre, noviembre, diciembre de 1905) Martinov veía su decadencia “trotskysta”. Para él, el punto culminante sólo se alcanzó con las Dumas del Imperio, los bloques con los kadetes y así sucesivamente, es decir, con el comienzo de la contrarrevolución.

Habiendo esperado en su refugio el fin de un nuevo juego, infinitamente más terrible, de los “elementos desencadenados” (la Revolución de Octubre, la guerra civil, la revolución en Alemania y Austria-Hungría, el golpe de estado soviético en Hungría, los acontecimientos de Italia, etc.) Martinov llegó, en 1923, a la conclusión que había llegado el momento de volver a encender la llama de la razón dentro del Partido Comunista ruso. Empezó por donde se había detenido en la época de la reacción stolypinista. En Krassnaia Nov escribió:

“En 1905, Trotsky razonaba con más lógica y más sistemáticamente que los bolcheviques y los mencheviques. Pero el defecto de sus razonamientos consistía en que Trotsky era “demasiado consecuente”. El cuadro que bosquejaba daba con anticipación una encantadora idea, muy precisa, de la dictadura bolchevique de los tres primeros años de la Revolución de Octubre, que, como ya sabemos, ha terminado por desembocar en un callejón sin salida, después de haber separado al proletariado del campesinado, lo que tuvo como resultado obligar al Partido Bolchevique a retroceder profundamente” (Krassnai Nov, nº 2, 1923, p. 262).

Martinov cuenta aquí con toda franqueza qué es lo que le ha reconciliado con Octubre: el gran retroceso de la NEP., hecho necesario por la detención de la revolución mundial. Profundamente convencido de que los tres primeros años de la Revolución de Octubre no habían sido más que la expresión del error “histórico del trotskysmo”, Martinov se incorporó al partido, y, sin esperar más, tomó su lugar entre la artillería pesada para la lucha contra la Oposición. Con más elocuencia que muchas consideraciones teóricas, este hecho ilustra por sí solo la evolución profunda que se ha operado en las esferas superiores de la dirección del partido en estos últimos años.

En su obra inédita Lenin y la dictadura del proletariado y los campesinos (en la actualidad, los trabajos serios y concienzudos se quedan por lo general en el estado de manuscritos; sobre los asuntos espinosos sólo se imprimen los bajos productos del aparato), el camarada B. Lifchitz ofrece, en una corta nota, un edificante retrato político de Martinov:

“La biografía política de este hombre reclama, me parece, una atención especial. Se incorpora a los narodnikis cuando comienza su degeneración de epígonos (hacia mediados de 1880). Viene al marxismo y a la socialdemocracia para presidir el deslizamiento de una parte de los socialdemócratas, de la plataforma del grupo de “La Emancipación del Trabajo” y del grupo de Lenin, la “Unión de Combate de Petersburgo”, a la plataforma del economicismo oportunista. Este adversario de la víspera de los partidarios de Iskra se acerca en seguida a Iskra (de hecho a los nuevos elementos de Iskra), en el momento en que los dirigentes que quedan se desvían de sus posiciones políticas anteriores. Quedando ahí, de alguna forma, para desempeñar papeles de segunda fila (fuera de la redacción de Iskra), da prácticamente, en sus “Dos dictaduras”, una plataforma a la táctica oportunista-conciliadora de los mencheviques en la revolución de 1905. Después, este menchevique de ayer, de los más venenosos antibolcheviques, se une de nuevo a los bolcheviques en el momento (1923) en que sus dirigentes, actuando cada vez más como epígonos, se deslizan ya fuera de las posiciones bolcheviques. Manteniéndose ahí todavía en papeles de segundo plano (fuera del Buró Político y del Buró de la Internacional), inspira prácticamente la lucha contra la fracción bolchevique del partido y, en sus artículos y sus cursos, suministra una plataforma a la táctica oportunista y conciliadora de los estalinistas en la revolución china... Una especie de fatalidad parece acompañar decididamente a esta figura.”

La “fatalidad” de la figura de Martinov casa excelentemente con su lado cómico involuntario. Lento de paso y pesado de espíritu, creado por la naturaleza para los furgones de la revolución, Martinov está tocado por una noble pasión: unir teóricamente los dos extremos. Del hecho de que no se una más que a las corrientes ideológicas decadentes o a las derivaciones decadentes de corrientes sanas, le viene, en sus esfuerzos por unir los dos extremos, llevar cada error hasta el colmo de la ineptitud. El autor de Dos dictaduras ha dado en 1926-1927 la definición teórica del “bloque de las cuatro clases”, sobreentendiendo por ello que la burguesía china, con la ayuda de la Internacional, se ha instalado a horcajadas sobre tres clases: los obreros, los campesinos y los pequeños burgueses de las ciudades. En marzo de 1927, Martinov preconizaba la consigna de la “transfusión de sangre obrera al Kuomintang”, justo en vísperas del día en que Chiang Kai-Chek iba a proceder a la efusión de sangre obrera. Cuando se entablaron en el partido las discusiones “anglorusa” y “china”, Martinov revivió su juventud trasplantando el viejo menchevismo, sin modificaciones ni adiciones, en la forma más intacta y más estúpida. Mientras que los demás se esforzaban en buscar e inventar una teoría que justificase el deslizamiento político, Martinov sacó una de su bolsillo, concebida desde hacía mucho tiempo, toda preparada, que sólo había sido ligeramente olvidada. Eso le confirió una superioridad manifiesta.

Ahora bien, este hombre “fatal” es uno de los principales inspiradores de la Internacional Comunista. Enseña a orientarse, a prever la marcha ulterior del desarrollo revolucionario, a elegir a los cuadros, a discernir a tiempo una situación revolucionaria y a movilizar a las masas para el derrocamiento de la burguesía. No se puede imaginar una caricatura más dañina.

En la sección de propaganda de la Internacional opera y, por así decirlo, dirige un tal Lentsner. Sea cual fuere la insignificancia de esta figura, es bueno decir algunas palabras sobre ella, como la parte en nada accidental de un todo. En un momento determinado, Lentsner trabajó en la edición de mis Obras. Tuve conocimiento de él por primera vez como representante del “profesorado rojo”. No tenía ningún pasado revolucionario. Después de todo, no se le podía reprochar: era joven. Entró en la política una vez que ya estaba hecha la revolución. Lo peor fue que la demolición caótica que se producía en todos los dominios le permitió, con un mínimo bagaje teórico, hacer su carrera como “profesor rojo”. En otras palabras, la revolución fue para él, sobre todo, una carrera. Su ignorancia me sorprendió particularmente. En las anotaciones que escribía había que revisar no solamente el pensamiento, sino también la etimología y la sintaxis del “Señor Profesor”. Había que prestar atención sobre todo a sus excesos de celo: Lentsner parecía menos un adepto que un cortesano. En aquel período de 1923 muchos arribistas impacientes y arribistas no colocados en el aparato buscaban su oportunidad aquí y allá. De todos modos, había que mostrarse indulgente con los conocimientos superficiales de Lentsner; los militantes más serios estaban sobrecargados de tareas: en aquel momento no se revocaba todavía a los oposicionistas.

Lentsner me preparó los materiales para las Lecciones de Octubre, hizo las verificaciones de los textos, reunió las citas siguiendo mis indicaciones, etc. Cuando la campaña antitrotskysta, después de mucho tiempo en gestación, fue desencadenada y ligada abiertamente a las Lecciones de Octubre, Lentsner no supo dónde meterse, y, en veinticuatro horas, cambió su fusil de hombro. Para asegurarse más sólidamente, utilizó los materiales que había preparado en un sentido diametralmente opuesto, es decir, contra el trotskysmo. Escribió un folleto contra la revolución permanente, como era de esperar; este folleto estaba ya en prensa, pero, en el último momento, por orden del Buró Político, la composición fue destruida: verdaderamente, era demasiado molesto tener relación con ese personaje. No obstante, Zinoviev le mimó y le colocó en la Internacional. Al lado de los Kuusinen y los Martinov, Lentsner se convirtió en uno de los dirigentes de la acción cotidiana de la Internacional. Este profesor rojo escribió artículos de directrices en la revista oficial de La Internacional. Las pocas líneas que he leído suyas me han convencido de que Lentsner no sabe hoy mejor que ayer escribir dos palabras seguidas correctamente. Pero visiblemente no hay nadie en la redacción de La Internacional Comunista no sólo para velar por el marxismo, sino ni siquiera para velar por la gramática. Estos Lentsner dan la fisonomía del aparato de la Internacional.

Lozovsky ocupa en la Internacional Sindical Roja un lugar de dirigente, y en la Internacional Comunista influyente. Si, al principio, bajo la antigua dirección del partido, su papel era puramente técnico, e incluso como tal seriamente discutido y considerado como temporal, no es menos cierto que en este último período Lozovsky ha pasado a primera fila.

No se le pueden negar a Lozovsky ciertas aptitudes, una facilidad de orientación, un cierto olfato. Pero todas estas aptitudes tienen en él un carácter muy fugaz y superficial. Empezó, creo, por el bolchevismo, pero se alejó en seguida para largos años. Conciliador, internacionalista durante la guerra, militó conmigo, en París, en Nache Slovo, en donde representó siempre la tendencia de extrema derecha. Tanto en las cuestiones internas del movimiento obrero francés como en los problemas de la Internacional y de la Revolución rusa, se inclinaba invariablemente hacia la derecha, hacia el centrismo pacifista. En 1917 fue el único del grupo Nache Slovo que no se unió a los bolcheviques. Fue un gran enemigo de la Revolución de Octubre. Le duró, me parece, hasta 1920, en que movilizó contra el partido a una fracción de los ferroviarios y de los sindicados en general. Se sumó a la Revolución de Octubre con Martinov, en todo caso después de que ésta no sólo se había hecho, sino que se había defendido contra los peligros más amenazantes. Su conocimiento de las lenguas y la vida occidental le condujo, en aquellos años en que el reparto de los militantes era todavía muy caótico, a la Internacional Sindical Roja. Cuando, en el Buró Político, nos encontramos colocados ante este hecho, todos nosotros (y Lenin el primero) movimos significativamente la cabeza; nos consolamos diciéndonos que en la primera ocasión habría que reemplazarlo. Pero la situación se modificó. Lenin cayó enfermo y murió. Comenzaron los desplazamientos, cuidadosamente preparados entre los bastidores del aparato. Lozovsky salió a flote. ¿No había polemizado contra mí durante la guerra, para defender el longuetismo y la democracia pequeño- burguesa en Rusia? ¿No había polemizado contra la Revolución de Octubre, el terror rojo, la guerra civil? Después de una breve pausa, reanudó la lucha contra el “trotskysmo”. Eso reafirmó su situación en la Internacional Sindicalista Roja y le aseguró enseguida una en la Internacional Comunista. En el momento álgido de la orientación martinovista, Lozovsky se encontró incluso, en cierta medida, en el ala izquierda. Pero esto no es peligroso ni para Lozovsky ni para la Internacional, porque, a pesar de toda su precipitación aparente, Lozovsky conoce perfectamente los límites a partir de los cuales deja de ser estimulado el izquierdismo. Como sucede frecuentemente, un espíritu exaltado se mezcla en Lozovsky con el conservadurismo ideológico. En un artículo mordaz, puede recomendar a los trabajadores de África del Sur y a los indígenas de las Islas Filipinas derrocar a su burguesía y, una hora después, olvidar su consejo. Pero en todos los casos serios en los que debe tomar decisiones en las que entra en juego su responsabilidad, Lozovsky se inclina invariablemente a la derecha. No es un hombre de acción, revolucionario, es un pacifista orgánico. El porvenir lo demostrará más de una vez.

La forma en que fueron dirigidos los jóvenes partidos de Oriente, que tenían ante sí tareas grandiosas, aparece, por decirlo así, como la página más sombría de la historia de la Internacional después de Lenin.

Baste con decir que el papel dirigente pertenecía a Raskolnikov. A diferencia de los que hemos citado anteriormente, éste es indiscutiblemente un revolucionario combativo, un bolchevique que tiene cierto pasado revolucionario. Pero sólo la espantosa devastación de las filas dirigentes ha podido hacer que Raskolnikov se haya visto colocado en la dirección... de la literatura proletaria y de las revoluciones de Asia. Es tan incompetente en un dominio como en el otro. Sus actos fueron siempre mejores que sus discursos y sus artículos. Se expresa antes de haber pensado. Ciertamente, no es malo tenerlo cerca en un período de guerra civil. Pero es mucho menos bueno en un período de guerra ideológica. Regresado de Afganistán en 1923, Raskolnikov se lanzó a la batalla al lado de la Oposición. Tuve que moderarle con mucha insistencia, por miedo a que hiciera más mal que bien. Por esta razón o por otra, se convirtió, pocos días después, en un combatiente activo del otro campo. No sé si ha estudiado mucho el Oriente durante su estancia en el Afganistán. En cambio, escribió muchos recuerdos sobre los primeros años de la Revolución y creyó necesario reservar un espacio bastante grande al autor de estas líneas. En 1924 reescribió sus recuerdos (ya publicados), y donde había puesto el signo “más” puso el signo “menos”, y al contrario. Esta refundición tiene un carácter tan primitivo e infantil, que no se puede siquiera calificarla seriamente de falsificación. Se basa en una forma de pensar esencialmente primitiva. La actividad de Raskolnikov en el campo de la literatura proletaria constituirá una de las anécdotas más divertidas de la historia de la revolución. Pero, realmente, este aspecto no nos interesa. La obra de Raskolnikov como dirigente de la sección oriental de la Internacional tiene un carácter mucho más trágico. Basta con leer el prefacio de Raskolnikov al informe de Tan Pin-Sian para convencerse, una vez más, de la facilidad con la que ciertas naturalezas recaen, cuando las condiciones se prestan a ello, en la ignorancia política. Para el informe menchevique de Tan Pin-Sian, Raskolnikov ha escrito un prefacio elogiosamente menchevique. Es cierto que hay que añadir que el informe de Tan Pin-Sian ha sido aprobado por la VII sesión del Comité Ejecutivo de la Internacional. Raskolnikov es menos el inspirador responsable que la víctima de este mecanismo. Pero su desafortunada dirección es, por su parte, una fuente de inmensas desgracias y de numerosas pérdidas.

El movimiento indio está representado en la Internacional por Roy Es dudoso que se pueda hacer más daño al proletariado indio del que le han hecho Zinoviev, Stalin y Bujarin por medio de Roy. En la India, como en China, se ha llevado y se lleva a cabo una acción que casi siempre está dirigida al nacionalismo burgués. En todo el período posleninista, Roy ha hecho propaganda a favor de un “partido del pueblo” que, como él mismo ha dicho, “ni por su título ni por su naturaleza” debería ser el partido de la vanguardia proletaria. Es una adaptación del kuomintanguismo, del estalinismo y del lafollettismo a las condiciones del movimiento nacional de la India. Políticamente, esto quiere decir: por medio de Roy, la dirección de la Internacional calza los estribos a los futuros Chiang Kai-Chek indios. En cuanto a las concepciones de Roy, son una mezcla de ideas socialistas-revolucionarias y de liberalismo, acomodadas a la salsa de la lucha contra el imperialismo. Mientras los “comunistas” organizan partidos “obreros y campesinos”, los nacionalistas indios ponen la mano sobre los sindicatos profesionales. En la India se prepara la catástrofe tan metódicamente como en China. Hoy ha tomado como modelo los ejemplos chinos e interviene en los congresos chinos como profesor. Huelga decir que este nacionaldemócrata, intoxicado por una ersatz de “marxismo”, es un enemigo irreductible del “trotskysmo”, lo mismo que su hermano espiritual Tan Pin-Sian.

En Japón no van mejor las cosas. El Partido Comunista japonés es invariablemente representado en la Internacional por Katayama. A medida que la dirección de la Internacional se ha ido quedando vacía, Katayama se ha convertido en un pilar bolchevique. A decir verdad, Katayama es, por sí mismo, un malentendido total. A diferencia de Clara Zetkin, no se le puede calificar siquiera de figura decorativa, porque está totalmente desprovisto de carácter decorativo. Sus concepciones forman un progresismo coloreado muy ligeramente de marxismo. Por toda su formación, Katayama está mucho más cerca del mundo de las ideas de Sun Yat-Sen que de Lenin. Esto no impide a Katayama excluir a los bolcheviques-leninistas de la Internacional y, en general, decidir por medio de su voto el destino de la revolución proletaria. En recompensa por sus servicios en la lucha contra la Oposición, la Internacional apoya en el Japón la autoridad ficticia de Katayama. Los jóvenes comunistas japoneses le contemplan con deferencia y siguen sus enseñanzas. ¿Cuáles? Por algo existe este proverbio japonés: “Se puede adorar incluso a una cabeza de sardina; la cuestión es creer.”

Entre tanto, en el Japón no hay más que una sucesión sin fin de intentos de los diversos “partidos obreros y campesinos” de derecha, de centro, de izquierda, que, todos en el mismo grado, constituyen un atentado organizado contra la independencia política de la vanguardia proletaria. Las notas y las contranotas diplomáticas, las conferencias y las contraconferencias de unidad crecen y se multiplican, absorbiendo y pervirtiendo a los poco numerosos comunistas, apartándolos del verdadero trabajo de agrupamiento y educación de los obreros revolucionarios. La prensa de la Internacional no da casi ninguna información sobre la acción revolucionaria actual de los comunistas japoneses, sobre el trabajo ilegal, la organización, las proclamas, etc. En cambio, casi todas las semanas nos enteramos de nuevas iniciativas de un nuevo Comité para la reorganización del partido obrero y campesino de izquierda en el sentido de la unión con el ala izquierda del partido obrero campesino de centro que, por su parte, se decanta hacia el ala izquierda del partido de derecha, y así sucesivamente, indefinidamente. ¿Qué pinta aquí el bolchevismo? ¿Qué pueden tener que ver Marx y Lenin con este indecente trasiego de ratones?

Pero habrá que volver, desde otro punto de vista más a fondo, sobre los palpitantes problemas de Oriente.

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Como se ve, el sentido general de los cambios que se han operado en la dirección de la Internacional aparece con toda claridad cuando desfilan sus responsables. La gente de Martinov, los adaptados de todas clases dirigen la Internacional. Los franceses tienen un término político: rallié, que la frecuencia de las revoluciones políticas ha hecho necesario entre ellos. Si los republicanos han tenido que adaptarse al Imperio, los realistas y los bonapartistas han debido, por su parte, que adaptarse a la República. No lo hicieron en absoluto inmediatamente, sino después de estar convencidos de la estabilidad del régimen republicano. No son republicanos que lucharan por la República, sino hombres que caritativamente aceptaron de ella funciones y prebendas. Esto es lo que se llama ralliés. Pero no hay que creer que este tipo sea específico de la revolución burguesa. La base del ralliement no es la revolución, sino su victoria y el estado creado por esta victoria.

Es evidente que verdaderos combatientes, sobre todo en los otros países, pertenecientes a las jóvenes generaciones y, en cierta medida, también a las generaciones más viejas, se han acercado y se acercan a la Revolución de Octubre. Pero el régimen actual de la Internacional no les permite elevarse hasta el nivel de dirigentes independientes, mucho menos al de jefes revolucionarios. Elimina, barre, deforma y pisotea todo lo que es independiente, ideológicamente firme y voluntarioso. Tiene necesidad de adaptados, los encuentra sin esfuerzo, los agrupa y los arma.

Entre los adaptados se distinguen dos grandes tipos, que van desde los elementos políticamente toscos pero honestos, desprovistos de perspicacia y de iniciativa, hasta los arribistas más empedernidos. Pero incluso los mejores entre estos ralliés (como lo impone la psicología y como lo prueba la experiencia) muestran ante las nuevas revoluciones los defectos de los que dieron prueba antes, incluso en vísperas de Octubre: imprevisión, falta de iniciativa creadora y de verdadero coraje revolucionario. Los Kolarov, los Pepper, los Kuusinen, los Waletsky, los Martinov, los Petrovsky, los Lozovsky que han hecho fracasar, que han anunciado falsamente o que han matado, éste, una; aquel de allí, dos; el otro, tres revoluciones, e incluso más, se dicen seguramente: “Que caiga una nueva revolución en nuestras manos, y esta vez demostraremos lo que somos.” Lo mismo que el cazador con mala puntería que jura, después de cada tiro fallado, que apuntará mejor a la pieza siguiente. Recordando sus errores e inquietos por la idea de que no han sido olvidados, estos revolucionarios de después de la revolución siempre están dispuestos, a una señal desde arriba, a dar pruebas de audacia en todos los confines de la tierra. Esta es la razón por la que las situaciones revolucionarias desperdiciadas se alternan con aventuras revolucionarias no menos trágicas.

Lo mejor que se puede hacer con todas las variedades de Martinov, Kuusinen y Pepper es mantenerlos a una distancia de tiro de cañón de los centros en los que se decide el destino de la revolución.

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Se puede objetar que todos los personajes que he enumerado no son más que de segundo orden, y que la “verdadera” dirección está concentrada en el Buró Político del Partido Comunista ruso. Pero esto es una ilusión. En tiempos de Lenin, la dirección inmediata de los asuntos de la Internacional había sido confiada a Zinoviev, Radek y Bujarin. En el examen de los problemas de alguna importancia tomaban parte Lenin y el autor de estas líneas. No hay que decir que, en todas las cuestiones esenciales de la Internacional, el diapasón estaba en manos de Lenin. Ninguno de los miembros actuales del Buró Político, con la excepción de Bujarin, tomaba la menor parle en la dirección de la Internacional, y, bien entendido, no era debido simplemente al azar. La naturaleza de este trabajo presupone no solamente un cierto nivel teórico y político, sino también el conocimiento directo de la vida interior de los países de Occidente y la posesión de las lenguas que permita seguir continuamente la prensa extranjera. En el actual Buró Político, nadie con la excepción de Bujarin, que, en vida de Lenin, no era más que suplente del Buró Político, posee siquiera estas aptitudes formales.

El Testamento de Lenin ofrece una caracterización de Bujarin de alguna forma contradictoria. Por una parte, habla de él como de un “teórico” de los más preciosos y con más porvenir del partido; por otra parte, indica que “es muy dudoso que sus concepciones teóricas puedan ser consideradas como concepciones marxistas, porque hay en él algo de escolástico (no ha comprendido nunca a fondo la dialéctica)”. ¿Cómo es que un no-dialéctico, un escolástico, puede ser el teórico de un partido marxista? No me detendré en el hecho de que el Testamento, escrito con un objetivo determinado para el partido, está impregnado del deseo de “equilibrar”, aunque no sea más que en cierta medida, los rasgos característicos de cada militante dirigente del partido: Lenin lima cuidadosamente el elogio demasiado marcado, como suaviza el juicio demasiado duro. No obstante, estas atenuaciones conciernen a la forma del Testamento y no al fondo, y no explican cómo pueden ser “preciosos” los trabajos marxistas de un escritor que no ha asimilado la dialéctica. De todos modos, la caracterización que ofrece Lenin, a pesar de su contradicción aparente, destinada a dorar un poco la píldora, no es realmente contradictoria, y es profundamente justa.

La dialéctica no suprime la lógica formal, como la síntesis no suprime el análisis, sino que, al contrario, se apoya en ella. La manera de pensar de Bujarin es formalmente lógica, y de un extremo al otro abstractamente analítica. Sus mejores páginas se relacionan con el campo del análisis formalmente lógico. Allá donde el pensamiento de Bujarin discurre por las líneas trazadas ya por el buril de Lenin y de Marx, puede ofrecer preciosos resultados parciales, en realidad siempre impregnados con un cierto resabio de escolástica. Pero allí donde Bujarin penetra por sí mismo en una esfera nueva, allí donde está obligado a combinar elementos extraídos de diferentes dominios (económico y político, sociológico e ideológico) manifiesta una arbitrariedad completamente irresponsable e imponderable, multiplicando las generalizaciones abusivas y jugando con los conceptos como si fueran balones. Si se tomara alguien la molestia de reunir y clasificar cronológicamente todas las “teorías” que Bujarin ha servido a la Internacional desde 1919, y sobre todo desde 1923, extraería un cuadro recordando la noche de Walpurgis, donde los miserables manes del marxismo temblarían bajo todos los vientos de la escolástica.

El VI Congreso de la Internacional ha llevado las contradicciones del aparato dirigente al paroxismo, y, como consecuencia, al absurdo. En apariencia, la dirección parecía pertenecer a Bujarin: él hizo el informe moral, indicó la línea estratégica, propuso e hizo votar el programa (lo que no es una minucia), inauguró el Congreso y lo clausuró estableciendo su balance. Su preeminencia parecía absoluta. No obstante, todo el mundo sabe que la influencia real de Bujarin sobre el Congreso estaba cerca del cero. Las interminables charlas de Bujarin se parecían a las burbujas que despide un individuo que se ahoga. Durante este tiempo, sin que fuera respetado el espíritu de los informes, o para salir al encuentro de ese espíritu, se operaba el reagrupamiento entre los delegados y se afirmaba su organización fraccional. Esta duplicidad fenomenal reveló qué papel tan accesorio, secundario, decorativo en suma, juega la “ideología” bajo el régimen burocrático del aparato. Pero si no se puede hablar ahora ya de la dirección de Bujarin, puesto que la clave del VI Congreso fue su liquidación, queda Stalin. Pero ahí caemos de una paradoja en otra: al que se llama hoy, con algo de razón, el dirigente de la Internacional no se mostró en el Congreso, y en sus discursos posteriores se desembarazó de los problemas del programa y la estrategia de la Internacional con unas pocas frases que no querían decir nada. De nuevo, no hay en ello nada de fortuito.

No hay necesidad de extenderse sobre el carácter groseramente empírico de la política de Stalin. Con más o menos retraso, no más que el reflejo pasivo de choques sociales subterráneos. Sin embargo, durante cierto período y en condiciones determinadas, la fuerza del centrismo del aparato reside en el empirismo de su adaptación. Pero ahí está precisamente su talón de Aquiles.

Los que no le conocen, difícilmente pueden hacerse una idea del nivel de los conocimientos científicos y los recursos teóricos de Stalin. En vida de Lenin, jamás nos pasó a ninguno por la cabeza interesarle en las discusiones de los problemas teóricos o de las cuestiones estratégicas de la Internacional. Lo más que le tocó hacer fue, a veces, votar sobre tal o cual cuestión si las diferencias de puntos de vista entre los dirigentes rusos de la Internacional hacían necesario un voto formal del Buró Político. En todo caso, hasta 1924, es imposible encontrar un artículo o un discurso de Stalin consagrado a los problemas internacionales. Sin embargo, esta “cualidad” (el hecho de no haber estado ligado personalmente por ninguna obligación o tradición ideológica a los problemas teóricos e internacionales fundamentales) le hizo inmejorablemente apto para dirigir la política de retroceso cuando, dentro del país, las clases aplastadas por la Revolución de Octubre comenzaron a levantarse y a hacer presión sobre el partido. Stalin se convirtió en necesario cuando comenzó a rebobinarse al revés la película de Octubre. “Toda época social [dijo Marx, retomando la expresión de Helvetius] exige sus grandes hombres; cuando no existen, los inventa.” De esta forma, Stalin es el gran hombre “inventado” del período de reacción contra Octubre.

Es sabido que el marxismo no “niega” en absoluto el principio personal en la historia; al contrario, es capaz de dilucidar mejor que cualquier otra doctrina la función histórica de una personalidad destacada. Pero el fetichismo del principio personal es totalmente extraño al marxismo. El papel de la personalidad se explica siempre por las condiciones objetivas expresadas en las relaciones entre las clases. Hubo períodos históricos en los que, según la expresión de un enemigo inteligente, Ustrialov “para salvar al país” se reveló necesaria una mediocridad, y nada más. En su Dieciocho Brumario, Marx mostró, según sus propias palabras, “cómo la lucha de clases ha creado las circunstancias y las condiciones que han permitido a un personaje mediocre y vulgar ejercer el papel de héroe”. Marx pensaba en Napoleón III. El sustrato social del poder de éste fueron los pequeños propietarios campesinos, bajo la neutralización recíproca de la burguesía y el proletariado. Los elementos esenciales de esta situación existen igualmente entre nosotros. Todo reside en su correlación de fuerzas y en las tendencias del desarrollo ulterior. Para determinar esas tendencias tendremos que enfrentarnos a ellas todavía. Pero, mientras esperamos, es indiscutible que cuanto más se avanza, más aparece el régimen estalinista como la preparación del bonapartismo.

El desprecio hacia las cuestiones de principio y la limitación del pensamiento han caracterizado siempre a Stalin. En 1925, el periódico del partido en Tiflis, Zaria Vostoka, le hizo un mal servicio al publicar su carta del 24 de enero de 1911. El bloque de Lenin con Plejanov para la lucha contra los liquidadores y los conciliadores es denominado por Stalin “una tempestad en un vaso de agua” (ni más ni menos), y prosigue:

“En general, los obreros comienzan a ver a los grupos del extranjero con desdén; que se enfurezcan cuanto deseen; nosotros pensamos que aquel que cree verdaderamente en los intereses del movimiento, trabaja; el resto se va pronto. Mi opinión es que el resultado será mejor así.”

Así, pues, en 1911, Stalin dejaba desdeñosamente a Lenin el cuidado de “enfurecerse” en la lucha contra el liquidacionismo. En cuanto al grupo que había formado Lenin sobre problemas ideológicos, Stalin lo llamaba con desprecio “una tempestad en un vaso de agua”. ¡Qué repugnante hipocresía impregna hoy la intransigencia retrospectiva de Stalin en lo que concierne a la vieja lucha ideológica!

Pero no se trata solamente de 1911. En la primavera de 1917, Stalin, “semidefensista revolucionario”, estaba de acuerdo en principio en que el partido se uniese al defensista revolucionario Tseretelli. En las actas, hasta hoy disimuladas, de la Conferencia del partido de 1917, leemos:

“Orden del día: propuesta de unión de Tseretelli.
Stalin.- Debemos aceptar. Debemos definir nuestra propuesta de realización de la unión. La unión es posible sobre la base de Zimmerwald Kienthal.”

A los temores expresados por ciertos delegados de la Conferencia, Stalin respondió:

“No se debe adelantar ni prevenir los desacuerdos. Sin desacuerdos, el partido no vive. Dentro del partido, liquidaremos los pequeños desacuerdos.”

Los desacuerdos con Tseretelli le parecían a Stalin “pequeños desacuerdos”, igual que, seis años antes, la lucha teórica de Lenin contra los liquidadores le parecía “una tempestad en un vaso de agua”. En este desprecio cínico de los principios de la política y en este empirismo conciliador, radican en potencia la futura alianza con Chiang Kai-Chek, la colaboración con Purcell, el socialismo en un solo país, el partido obrero y campesino bipartito y la unión con los Martinov, los Pepper, los Petrovsky, para la lucha contra los bolcheviques-leninistas.

Citemos todavía una carta de Stalin, escrita el 7 de agosto de 1923, a propósito de la situación en Alemania:

“¿Debemos nosotros los comunistas intentar (en la fase actual) apoderarnos del poder sin los socialdemócratas? ¿Estamos lo bastante maduros para eso? Creo que todo reside ahí. Al tomar el poder, teníamos en Rusia reservas como: a) el pan; b) la tierra a los campesinos; c) el apoyo de la inmensa mayoría de la clase obrera; d) la simpatía de los campesinos. Los comunistas alemanes no tienen en este momento nada parecido (¿?). Ciertamente, tienen como vecina a la nación soviética, lo que nosotros no teníamos, pero ¿qué podemos ofrecerles nosotros en el momento actual? Si hoy, en Alemania, el poder, por decirlo así, cayera y los comunistas se apoderasen de él, fracasarían con grandes pérdidas (¿?¡!). Eso en el “mejor” de los casos. Y en el peor les harían pedazos y les obligarían a retroceder. El problema no reside en que Brandler quiera “educar a las masas”, lo esencial es que la burguesía, más los socialdemócratas de derecha, transformarían con seguridad el curso, la demostración, en una batalla general (en este momento todas las probabilidades están de su lado), y les aplastarían. En verdad que los fascistas no duermen, pero nos interesa que ataquen los primeros: eso reagrupará a toda la clase obrera en torno a los comunistas (Alemania no es Bulgaria). Por otra parte, según todas las informaciones, los fascistas son débiles en Alemania. En mi opinión, se debe retener a los alemanes en vez de estimularlos.”

Sólo hay que añadir a este pasmoso documento (a cuyo análisis debemos renunciar aquí) que en la primavera de 1923, antes de la llegada de Lenin a Rusia, Stalin no planteaba la conquista del poder de una forma más revolucionaria que en 1923 para Alemania. ¿No es evidente, así, que Stalin es el hombre más calificado para abrir el fuego sobre Brandler y los derechistas en general?

En cuanto al nivel teórico de Stalin, basta, en suma, con recordar que declaraba (tratando de explicar la razón por la que Marx y Engels rechazaban la idea reaccionaria de la construcción del socialismo en un solo país) que en la época de Marx y Engels “no podía plantearse la ley del desarrollo desigual en los países capitalistas”. ¡No podía plantearse! Esto es lo que se escribió el 15 de septiembre de 1925.

¿Qué se diría de un matemático que llegase a afirmar que Lagrange, Gauss o Lobatchevsky no podían conocer todavía los logaritmos? En Stalin no se trata de un caso aislado. Si se examina el eclecticismo picado de sus discursos y sus artículos, se percibe que se componen casi únicamente de ese género de perlas y de diamantes de una ignorancia casi virginal.

En sus ataques, primero contra el “trotskysmo”, después contra Zinoviev y Kamenev, Stalin golpeaba siempre en el mismo punto: contra los viejos revolucionarios emigrados. Los emigrados desarraigados que no tienen en la cabeza más que la revolución internacional... Sin embargo, hoy son necesarios nuevos dirigentes, capaces de realizar el socialismo en un solo país. La lucha contra la emigración, que de alguna manera es la continuación de la carta de 1911 contra Lenin, es parte integrante de la ideología estalinista del socialismo nacional. Sólo un desconocimiento completo de la historia le permite a Stalin recurrir a este argumento manifiestamente reaccionario. Después de cada revolución, la reacción ha comenzado por la lucha contra los emigrados y los extranjeros. Si la Revolución de Octubre retrocediese una etapa más en la vía ustrialovista, el equipo siguiente, el tercer equipo de jefes, se pondría, con seguridad, a perseguir en general a los revolucionarios profesionales: ¡Mientras que éstos se han visto aislados de la vida al refugiarse en la acción clandestina, ellos, los nuevos jefes, siempre han estado arraigados!

Nunca la estrechez de espíritu provinciano-nacional de Stalin se había mostrado de forma tan brutal como en este deseo de hacer de los viejos “emigrados” revolucionarios un objeto de terror. Para Stalin, la emigración significa el abandono de la lucha y la vida política. Le resulta orgánicamente inconcebible que un marxista ruso, habiendo vivido en Francia o en los Estados Unidos, se haya vinculado a la lucha de la clase obrera francesa o norteamericana, por no hablar del hecho de que, la mayor parte del tiempo, los emigrados rusos hayan cumplido importantes funciones al servicio de la revolución rusa.

Es curioso que Stalin no se dé cuenta de que al atacar a la vieja emigración “desarraigada”, ataca sobre todo al Comité Ejecutivo de la Internacional, que está compuesto por extranjeros emigrados a la Unión Soviética, donde han sido investidos de la dirección del movimiento obrero internacional. Pero es sobretodo contra sí mismo, como “jefe” de la Internacional, contra quien asesta Stalin los golpes más dolorosos: no es posible imaginar un “emigrado” más perfecto, es decir, más aislado que él con relación a todos los países extranjeros. Sin ningún conocimiento de la historia ni de la vida interior de los países extranjeros, sin un conocimiento personal de su movimiento obrero, incluso sin la posibilidad de seguir la prensa extranjera, Stalin se ve llamado hoy a forjar y a resolver los problemas de la revolución internacional. En otras palabras, Stalin es la encarnación más absoluta de la caricatura de la emigración en la forma en que se la representa su imaginación. Esto es también lo que explica por qué las incursiones en el campo de las cuestiones internacionales a partir del otoño de 1924 (se puede encontrar sin esfuerzo el día y la fecha) tienen siempre un carácter episódico, entrecortado, accidental, sin ser por ello menos nocivas.

No es debido al azar que el empirismo profundamente cínico de Stalin y la pasión de Bujarin por el juego de las generalizaciones hayan marchado juntos durante un período relativamente largo. Stalin actuaba bajo el efecto de los choques sociales directos; Bujarin, con su dedo meñique, removía cielo y tierra para justificar el nuevo giro brusco. Stalin consideraba las generalizaciones de Bujarin como un mal inevitable. Por sí mismo, consideraba como antes que no había razón para inquietarse por “tempestades” teóricas “en un vaso de agua”. Pero, en cierto sentido, las ideas viven su propia vida. Los intereses se adhieren a las ideas. Apoyadas sobre los intereses, las ideas cimientan a los hombres. Así, sirviendo a Stalin, Bujarin se ha convertido en el teórico que alimenta al grupo de derecha, mientras que Stalin continúa siendo el práctico de los procedimientos centristas. Ahí está la causa de su desacuerdo. En el VI Congreso, el desacuerdo estalló con tanto mayor escándalo cuanto que había sido disfrazado durante mucho tiempo.

El interés real, y no puramente formal, que lleva a Stalin a la Internacional es recibir de sus cuadros dirigentes el apoyo necesario al siguiente giro de su política interior. En otras palabras, lo que se exige de la Internacional es una docilidad de aparato.

En el VI Congreso, Bujarin leyó a una carta de Lenin a Zinoviev y a él mismo en la que les prevenía de que, si se dedicaban a reemplazar en la Internacional a los hombres inteligentes e independientes por dóciles imbéciles, la matarían con seguridad. Bujarin sólo se ha arriesgado a dar a conocer estas líneas cuando le han sido necesarias para defenderse contra Stalin. En el fondo, la advertencia de Lenin, que resuena tan trágicamente hoy, engloba a la vez el régimen de Zinoviev, el de Bujarin y el de Stalin. También esta parte del Testamento ha sido pisoteada. En el momento actual no solamente dentro del Partido Comunista ruso, sino en todos los partidos comunistas extranjeros sin excepción, todos los elementos que han edificado la Internacional y que la han dirigido en la época de los cuatro primeros congresos, están apartados de la dirección y excluidos del partido. Este relevo general de los cuadros dirigentes no se debe, seguramente, al azar. La línea de Stalin necesita estalinistas, no leninistas.

Esta es la razón por la que los Pepper, los Kuusinen, los Martinov, los Petrovsky, los Rafes, los Manuilsky y consortes son tan útiles e irreemplazables. Están hechos para adaptarse. Tratando de obtener de la Internacional la obediencia completa, realizan su supremo destino. Para muchos de sus pensionados, el burocratismo se ha convertido en la premisa de una “libertad” individual superior. Están preparados para cualquier cambio radical de opinión, a condición de tener el aparato detrás de ellos, y al mismo tiempo se creen los herederos directos de la Revolución de Octubre y sus mensajeros en el mundo. ¿Qué más necesitan? A decir verdad, construyen una Internacional a su imagen y semejanza.

Esta “obra” conserva, sin embargo, un defecto fatal: no tiene en cuenta la resistencia de los materiales, es decir, la clase obrera viviente. En los países capitalistas, la resistencia ha aparecido antes, porque no tienen un aparato coercitivo los comunistas. A pesar de todas sus simpatías por la Revolución de Octubre, las masas obreras no están en absoluto dispuestas a confiar en el primer garrote transformado en jefe y adorar a una “cabeza de sardina”. Las masas no pueden y no quieren comprender el mecanismo del aparato. Graves acontecimientos las instruyen. No ven más que errores, confusiones y derrotas. Los obreros comunistas sienten enfriarse la atmósfera a su alrededor. Sus inquietudes se transforman en un problema ideológico, que se convierte en la base de los agrupamientos fraccionales.

Está claro: la Internacional ha entrado en un período en el que hay que expiar duramente los errores de seis años a lo largo de los cuales se han tratado las ideas como billetes depreciados, a los revolucionarios como funcionarios y a las masas como a un coro dócil. Las crisis más graves están todavía por llegar. Las necesidades ideológicas de la vanguardia proletaria ya se abren paso, haciendo crujir los aros del aparato. El monolitismo engañoso se desmorona en la Internacional más rápidamente que en el Partido Comunista ruso, en el que, ya desde ahora, la presión del aparato es enteramente reemplazada por la represión económica y estatal.

No hay necesidad de nombrar los peligros del desmembramiento fraccional. Pero hasta la fecha nadie ha logrado vencer el fraccionalismo con lamentaciones. El conciliacionismo, del que se quejan tanto todas las resoluciones, es todavía menos capaz de debilitar al fraccionalismo. Él mismo es un producto semiacabado de la lucha fraccional. El conciliacionismo está inevitablemente llamado a diferenciarse y ser reabsorbido. Toda suavización o camuflaje de las divergencias de opiniones no haría más que agravar el caos y conferir un carácter más duradero y más doloroso a las formaciones fraccionales. Sólo se puede vencer el problema creciente nacido del fraccionalismo adoptando una línea de principio clara. Desde este punto de vista, el actual período de lucha ideológica declarada es un profundo factor de progreso; basta con compararlo no con el ideal abstracto del “monolitismo”, sino con la realidad mortífera de estos últimos años.

Tres líneas esenciales se presentan en el plano internacional: la línea de derecha, que es una tentativa ilusoria de resucitar en las nuevas condiciones la socialdemocracia de antes de la guerra, en el mejor de los casos tipo Bebel (Brandler, etc.); la línea de izquierda, que es la continuación y el desarrollo del bolchevismo y la Revolución de Octubre: es la nuestra; en fin, la línea centro, que oscila entre las dos líneas principales, alejándose tanto de una como de otra, desprovista de todo contenido de principio propio y, en definitiva, sirviendo siempre de cortina al ala derecha: son Stalin y sus partidarios.

Van a producirse todavía desplazamientos de tipo personal, incluso en las altas esferas. En cuanto al grueso de las masas comunistas, las masas del partido y las masas sin partido, su autodeterminación está todavía enteramente por realizarse. Se trata, por tanto, de conquistar a las masas. La lucha no debe revestir por este hecho sino una intransigencia aún mayor. No se conquista a las masas con alusiones o medias palabras. La dialéctica del desarrollo es tal que sólo se puede salvar a la Internacional del peligro de la descomposición fraccional por medio de un agrupamiento decidido, firme e intransigente de la fracción internacional de los bolcheviques-leninistas.