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Clásicos de León Trotsky online

IV. Para reconstruir el modo de vida es preciso conocerlo

IV. Para reconstruir el modo de vida es preciso conocerlo

 

Es en la vida diaria donde se percibe mejor hasta qué punto el individuo es el producto y no el creador de sus condiciones de vida. La vida, es decir, las condiciones y los modos de vida, se crean, mucho más aún que la economía, “a espaldas de los hombres” (la expresión es de Marx). En el plano de la vida diaria, la creación consciente ocupa un lugar insignificante en la historia de la humanidad. La vida diaria resulta de la acumulación de las experiencias espontáneas de los hombres, cambiando con igual espontaneidad, bajo el efecto de la técnica o de los golpes ocasionales asestados por la lucha revolucionaria, reflejando, en resumidas cuentas, mucho más el pasado de la sociedad humana que su presente.

Nuestro proletariado no es antiguo, no es un proletariado hereditario; surgió, en el curso de las últimas décadas, del seno del campesinado y, en parte solamente, de la pequeña burguesía. El modo de vida de nuestros proletarios refleja perfectamente este origen social. Basta con recordar el cuadro de costumbres esbozado por Gleb Uspenski[1] en su Los de la calle Rasteriaev.

¿Qué es lo que caracteriza a los habitantes de la calle Rasteriaev, es decir, a los obreros de Tula de fines del siglo pasado? Son pequeñoburgueses y campesinos que, en su mayor parte, han perdido toda esperanza de libertad; es una mezcla de pequeña burguesía inculta y de elementos venidos a menos. Desde entonces, el proletariado ha dado un salto considerable, mucho más notable, sin embargo, en política que en el campo de las costumbres y tradiciones. Su modo de vida es terriblemente conservador. Es verdad que la calle Rasteriaev ya no existe en su forma primitiva. La manera bestial de tratar a los aprendices, el servilismo hacia los patronos, la borrachera insensata, el bandidaje al ritmo de un impúdico acordeón, todo eso ha dejado de existir. Pero en las relaciones entre hombre y mujer, entre padres e hijos, en la economía familiar, apartado de todo el mundo, la “mentalidad Rasteriaev” está aún fuertemente arraigada.

Serán necesarias decenas de años de desarrollo económico y de auge cultural antes de poder expulsar la “mentalidad Rasteriaev” de su último reducto: la vida privada y familiar transformándola de pies a cabeza en un sentido colectivista.

En la susodicha sesión de los propagandistas de Moscú, la cuestión de la vida familiar fue objeto de discusiones particularmente vivas. En este sentido, todos llevaban un peso en el corazón. Se acumulaban impresiones, observaciones y, sobre todo, preguntas... pero ninguna respuesta; y, para colmo, esas mismas preguntas no hallaban eco alguno en la prensa ni en las asambleas. Sin embargo, qué inmenso campo de investigación, de reflexión y acción ofrece el modo de vida de los agitadores obreros, el modo de vida comunista y el punto de unión el modo de vida comunista y el de las vastas masas obreras.

En este sentido, nuestra literatura no nos ayuda en nada.

Por su propia naturaleza, el arte es conservador, va a la zaga de la vida, es poco apto para captar los fenómenos al vuelo, en el impulso mismo de su proceso de formación. La semana, de Libedinski[2], ha provocado en algunos camaradas un entusiasmo que me parece, lo confieso, exagerado y peligroso para ese joven autor. Desde el punto de vista formal, La semana da la impresión de un trabajo escolar, a pesar del talento que denota, y sólo a base de trabajo constante, tenaz y exigente consigo mismo, Libedinski alcanzará la maestría; que es, por otra parte, lo que yo espero. Pero por el momento la cuestión no es ésa. La grandeza, la importancia de La semana no provienen de su perfección artística, sino del trozo de vida “comunista” evocado por la obra. Y precisamente desde ese ángulo, el relato no va lejos. La descripción del “comité de gobierno” es demasiado artificial y carece de raíces orgánicas. He ahí por qué toda La semana tiene un aspecto episódico, al igual que los relatos sobre la vida de los emigrados de la revolución. La “vida” del comité de gobierno es evidentemente interesante e instructiva, pero cuando la organización comunista viene a engranarse —como una rueda dentada— en la vida diaria del pueblo, vemos surgir entonces la dificultad y la importancia de la obra. Ahí haría falta un gran impulso. Actualmente, el partido comunista es la palanca que preside todo progreso consciente. Por lo que su punto de contacto con las masas populares es el punto esencial de la acción histórica, de las acciones y reacciones recíprocas.

Con respecto a nuestra vida diaria real, la teoría comunista se anticipa en varias décadas, y, en algunos campos, en varios siglos. Precisamente por eso el partido comunista es lo que es: un factor revolucionario de primer orden. Gracias a su realismo, a su dinamismo dialéctico, la teoría comunista elabora métodos políticos capaces de asegurar su eficacia en cualquier circunstancia.

Pero una cosa es la idea política y otra la vida diaria. La política es móvil, la vida diaria es estable y recalcitrante. Esto es lo que provoca tantos conflictos en los medios obreros, donde la toma de conciencia choca con la tradición; conflictos tanto más agudos en cuanto no aparecen públicamente. La literatura no nos refleja más que la prensa. Esta guarda silencio sobre tales cuestiones. En cuanto a las nuevas escuelas literarias que tratan de ponerse al nivel de la revolución, para ellas la vida diaria no existe. Quieren reconstruir la vida, no contarla tal cual es. Pero la vida no se inventa, se la puede construir a partir de elementos existentes, susceptibles de desarrollarse. Es por lo que, antes de construir, hay que conocer lo que existe; no solamente cuando se trata de influir en la vida diaria sino en general, en cualquier actividad consciente del hombre. Hay que saber lo que existe y en qué sentido se opera el cambio de lo que existe, con el fin de poder contribuir a la edificación de la vida. Mostradnos —y sobre todo sabed mirar vosotros mismos— lo que pasa en la fábrica, en los medios obreros, en la cooperativa, en el círculo, en la escuela, en la calle, en la taberna; aprended a comprender lo que allí sucede, es decir, la actitud que conviene observar hacia los fragmentos del pasado y los gérmenes del porvenir. Este llamamiento se dirige tanto a los hombres de letras como a los publicistas, a los corresponsales obreros como a los reporteros. Mostradnos la vida tal como sale de la fragua de la revolución.

Sin embargo, es de prever que los llamamientos, por sí mismos, no cambiarán nada en el esfuerzo de atención de nuestros escritores. Lo que hace falta es una puesta en marcha, una dirección eficaz. El estudio y la ilustración de la vida obrera deben convertirse en la tarea inmediata de los periodistas, por lo menos de los que saben hacer uso de sus ojos y de sus oídos; hay que orientarlos hacia ese trabajo por medio de la organización, instruirlos, corregirlos, mostrarles el camino de modo que se les enseñe a evocar la vida y las costumbres revolucionarias.

Simultáneamente, hay que ensanchar el horizonte de los corresponsales obreros. De hecho, la mayor parte de ellos podría ofrecer crónicas mucho más interesantes y sustanciales que las que hacen. Pero para ello es preciso reflexionar sobre las cuestiones y formularlas, plantear correctamente los objetivos; hay que saber suscitar conversaciones y animarlas.

Para elevarse a un nivel cultural superior, la clase obrera, y principalmente su vanguardia, debe ser conducida a meditar sobre su propia vida. Pero para hacerla meditar hay que conocerla.

La burguesía, esencialmente representada por sus propios intelectuales, realizó ampliamente esta tarea desde su llegada al poder: ya era una clase poseedora cuando se encontraba en la oposición; artistas, publicistas, poetas, la han servido, la han ayudado a pensar y han pensado por ella.

En Francia, en el siglo XVII, llamado de las Luces, los filósofos burgueses se inclinaron sobre los diferentes aspectos de la vida social y personal, con el fin de racionalizarla, es decir, subordinarla a las exigencias de “la razón”. No sólo las cuestiones relativas al orden político y a la Iglesia, sino también los problemas de las relaciones entre los sexos y de la educación de los niños eran objeto de sus investigaciones. Es evidente que el solo hecho de estudiar y de plantear esos problemas contribuyó indiscutiblemente a elevar el nivel de cultura de la personalidad, desde luego burguesa, y sobre todo intelectual. Todos los esfuerzos de la Filosofía de las Luces tendentes a racionalizar las relaciones sociales y personales, es decir, a trasformarlas de acuerdo con las leyes de la razón, chocaron con el hecho de la propiedad privada de los medios de producción, que seguía siendo la piedra angular de la nueva sociedad, basada en la razón. La propiedad privada era el mercado, el juego ciego de las fuerzas económicas, las que, por cierto, no obedecen a la razón. Las condiciones económicas del mercado han modelado una vida igualmente impregnada de los caracteres del mercado.

Bajo el reino del mercado, la organización racional de la vida de las masas populares no era ni siquiera concebible. Debido a esto, las construcciones racionalistas elaboradas por los filósofos del siglo XVIII, a pesar de su espíritu tan penetrante y audaz, alcanzaron tan pocas realizaciones concretas.

En Alemania, el período de la Aufklärung (de las luces), aparece en la primera mitad del siglo pasado. El movimiento, encabezado por La Joven Alemania, es animado por Heine y Börne.

De hecho, sólo se trataba en ese momento de una actitud crítica por parte del ala izquierda de la burguesía, especialmente de su intelectualidad, en guerra contra la esclavitud, el servilismo, el espíritu mezquino, la estupidez y los prejuicios pequeñoburgueses y que aspiraba —con mucho más escepticismo que el mostrado por los precursores franceses— a instaurar el reino de la razón. Ese movimiento desembocaría más tarde en la revolución de 1848, que, lejos de trasformar radicalmente la vida humana, no supo ni siquiera deshacerse de las innumerables dinastías alemanas.

En nuestra atrasada Rusia, no fue sino en la segunda mitad del siglo XIX cuando el movimiento de la Aufklärung llegó a generalizarse en cierta medida. Chernichevski, Pissarev, Dobroliubov, salidos de la escuela de Belinski, no criticaban tanto las condiciones económicas como las ineptitudes, las costumbres reaccionarias, asiáticas, oponiendo al tipo de hombre tradicional el hombre nuevo, el “realista” al “utilitario”, que trata de vivir según las leyes de la razón para convertirse en una “personalidad dotada de pensamiento crítico”. Ese movimiento desembocó en el populismo (narodniki), que fue un racionalismo ruso tardío. Los racionalistas franceses del siglo XVIII fueron poco más o menos incapaces de transformar la vida y las costumbres, ya que éstas no proceden de la filosofía sino del mercado; la influencia cultural directa de los Aufklärer alemanes fue aún menos sensible, y la de la intelectualidad rusa sobre la vida y las costumbres de pueblo en general, totalmente insignificante. En última instancia, la importancia histórica de la Aufklärung rusa, incluyendo al populismo, consiste en que estuvo en la base de la creación del partido proletario revolucionario.

Sólo a raíz de la toma del poder por la clase obrera se sentaron las bases de una verdadera y radical transformación del modo de vida. No se puede racionalizar el modo de vida, es decir transformarlo según las exigencias de la razón, si no se racionaliza la producción, pues el modo de vida tiene sus raíces en la economía. La burguesía, al menos sus corrientes más progresistas, se limitaba a racionalizar por una parte la técnica (por medio de las ciencias naturales, de la tecnología, de la química, de las invenciones y mecanizaciones), y por otra parte la política (gracias al parlamentarismo), pero no la economía, donde persistía el juego de la competición ciega. He allí por qué las fuerzas inconscientes y ciegas seguían gobernando a la sociedad burguesa. La clase obrera, después de haber conquistado el poder, somete las bases económicas de las relaciones humanas a un control y a una dirección conscientes. Es la única vía hacia una transformación racional del modo de vida.

Eso es lo que nos conduce igualmente a comprobar que nuestros éxitos en lo referente al modo de vida dependen directamente de nuestros éxitos en materia económica. No cabe la más ligera duda de que, aun al nivel de nuestra economía actual, podríamos conceder un lugar mucho más importante a la crítica, a la iniciativa y a la razón. Esa es precisamente una de las tareas de la época. Resulta más evidente aún que la transformación radical del modo de vida (la emancipación de la mujer de la esclavitud doméstica, la educación pública de los niños, la abolición de la sujeción económica que pesa sobre el matrimonio, etc.), no avanzará sino a la par de la acumulación social y del predominio creciente de las fuerzas económicas socialistas sobre las del capitalismo. Sin embargo, el análisis crítico del modo de vida es ahora la condición indispensable para que este modo de vida, conservador debido a sus tradiciones milenarias, no quede a la zaga de las posibilidades de progreso que nuestros recursos económicos nos ofrecen desde hoy, y en los tiempos futuros. Por otra parte, los más mínimos éxitos en el plano de la vida diaria corresponden, por definición, a una alza del nivel de cultura del obrero y de la obrera, que acrecentarán enseguida las posibilidades de racionalización de la industria y, por consiguiente, las de una aceleración de la acumulación socialista.

Ésta, a su vez, abrirá el camino a nuevas conquistas en el campo de la colectivización del modo de vida. Se trata de una interdependencia dialéctica: el factor histórico capital es la economía; pero nosotros, el partido comunista, el estado obrero, no podemos actuar sobre ella sino a través de la clase obrera, esforzándonos por elevar continuamente el nivel de calificación técnica y cultural de los que la componen. En el Estado obrero el trabajo cultural se efectúa en beneficio del socialismo, y el socialismo equivale a una poderosa expansión de la cultura, de una cultura auténtica, humana, de una cultura del hombre liberado de las relaciones de clase. 



[1] Gleb Uspenski (1843-1902): escritor realista ligado a la “escuela natural”, cuyas obras ofrecen completo panorama de la vida del “pequeño” pueblo (pequeños funcionarios, campesinos, obreros). Los de la calle Rasteriaev, es su primera obra importante.

[2] Iuri Nicolaievich Libedinski (1898-1959): es uno de los primeros representantes de la joven prosa soviética. Participó en la guerra civil, de la que dejó una romántica descripción en su primera novela, La semana.