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Clásicos de León Trotsky online

Capítulo XLII: Última fase de la lucha dentro del partido

Capítulo XLII: Última fase de la lucha dentro del partido

En 1925 fui relevado del cargo de Comisario de Guerra. Este acuerdo era el fruto de una cuidadosa preparación madurada durante la pasada campaña. Lo que más temían los epígonos, fuera de las tradiciones revolucionarias de Octubre, eran las tradiciones de la guerra civil, y mis concomitancias con el ejército. Abandoné el cargo sin lucha, y hasta con un cierto suspiro de satisfacción, para desarmar a los adversarios de todas las armas de calumnia que para ellos podían ser mis planes militares. Los epígonos, para justificar su proceder, empezaron a achacarme planes militares fantásticos, y poco a poco, llevados de la fantasía, acabaron ellos mismos por creer en la verdad de sus afirmaciones. Mi interés práctico se había desplazado ya, desde el año 21, a otro terreno. La guerra estaba liquidada y los contingentes militares, fueron reducidos de cinco millones trescientos mil hombres, que habían llegado a estar sobre las armas, a seiscientos mil. La milicia discurría ahora por cauces burocráticos. En cambio, pasaron a primer plano, dentro de las preocupaciones del país, los problemas de la Economía, a los que, una vez liquidada la guerra, hube de consagrar mucho más tiempo y atención que a las cuestiones militares.

En mayo de 1925 fuí nombrado presidente del Comité de concesiones, jefe de las explotaciones electrotécnicas, y presidente de la Dirección científico-técnica de la industria. Ningún nexo unía a estos tres cargos entre sí. La elección para ocupar los tres había recaído sobre mí sin que yo me enterara, por una intriga, en la que se deslizaron especiales consideraciones: se trataba de aislarme del partido, de agobiarme de trabajo cotidiano, de tenerme bien vigilado, etc. A pesar de estar convencido de esto, hice un esfuerzo concienzudo por ponerme al corriente de los nuevos trabajos que se me encomendaban. Una vez que me hube hecho cargo de los tres puestos, ajenos los tres completamente a mi formación, no tuve tiempo libre para nada. Los que más me interesaban eran los institutos científico-técnicos, que habían cobrado gran desarrollo en los Soviets, gracias al régimen de centralización de la industria. Me dediqué a visitar todos los laboratorios que pude, a asistir con la mayor atención a los experimentos, a escuchar las explicaciones de los mejores especialistas, y, en las horas libres, me puse a estudiar libros de química e hidrodinámica, lo cual me daba la sensación de compartir a medias las tareas administrativas con los afanes de un estudiante. No en vano en mis años mozos había sido mi intención abrazar la carrera físico-matemática. Los problemas de las ciencias naturales y la tecnología me mantenían apartado casi en absoluto de la política. Como jefe de la administración electrotécnica, había de visitar las estaciones eléctricas en construcción e hice, entre otros, un viaje al Dnieper, donde se estaban ejecutando en gran escala los trabajos para la futura central. Dos boteros me tripularon en una barca de pescadores hasta el otro lado del canal, por el viejo camino de los cosacos de Saporoga. Aquello tenía, por supuesto, un carácter meramente deportivo. Pero, la obra que se estaba construyendo en el Dnieper despertó en mí un interés muy grande, tanto en el aspecto económico como desde el punto de vista técnico. Para aquilatar bien los cálculos de la central eléctrica que se proyectaba, pedí un informe a varios técnicos norteamericanos, que luego fué completado con otro que dieron los alemanes. Mi preocupación era poner el nuevo cargo a tono con los problemas que nos planteaba la Economía, procurando también atemperarlo a las cuestiones fundamentales del socialismo. Luchando contra el enfoque neciamente nacional con que algunos veían las cuestiones (por entender que Rusia tenía la situación de aislamiento y los medios de subsistencia necesarios para bastarse a sí misma, pudiendo, por tanto, ser "independiente"), me puse a establecer un sistema de coeficientes comparativos entre nuestra Economía y la Economía mundial. No había más remedio que procurar orientarse en el panorama del mercado universal, cuya situación había de determinar asimismo las funciones de importación y exportación en la política de concesiones. En el fondo, este problema de los coeficientes comparativos, que nace de reconocer la superioridad de las fuerzas mundiales de la producción sobre las fuentes de la riqueza nacional, era un golpe asestado contra la teoría reaccionaria del "socialismo en un solo país". Yo procuraba dar conferencias y escribir libros y folletos desarrollando las experiencias que me brindaba aquella nueva clase de trabajos. Mis adversarios no quisieron, ni podían, aceptar la batalla en este terreno. Desde su punto de vista, la interpretación era esta: Trotsky se ha conquistado una nueva plataforma de lucha. La dirección administrativa de los asuntos electrotécnicos y de los institutos científicos, les traía ahora casi tan desazonados como antes el Comisariado de Guerra y el Ejército rojo. El aparato burocrático stalinista seguía pegado a mis talones. Y no podía dar paso en mis trabajos sin despertar inmediatamente una de aquellas complicadas intrigas que se desarrollaban entre bastidores. Ni podía tampoco sacar una conclusión teórica en mis estudios, que no fuese a nutrir, en aquellos cerebros ignorantes, la mitología del "trotskismo". Empezó a tejerse una red de obstáculos que venían a atarme de pies y manos en la gestión de los cargos que se me asignaran. No exagero si digo que una gran parte de la labor y de la iniciativa de Stalin y de su cómplice Molotof no tenía más finalidad que sabotear sistemáticamente mis trabajos. Llegó un momento en que fué punto menos que imposible obtener consignación para los departamentos que yo regia. La gente que trabajaba en ellos temía por su suerte, o a lo menos, por su carrera.

Había fracasado la tentativa de reducirme por este medio a la inacción política. Pero los epígonos, no podían quedarse a mitad de camino. Tenían demasiado miedo de la intriga que ellos mismos habían tramado. Las mentiras de ayer pesaban agobiadoramente sobre su conciencia y reclamaban de ella un doble perjurio. Al cabo, solicité que se me relevase de la dirección administrativa de los asuntos electrotécnicos y de los institutos técnico-científicos. Quedaba, no obstante, el Comité de concesiones, que era un campo, aunque pequeño, bastante abonado para la intriga, ya que la suerte que había de correr una concesión se decidía en el Buró Político.

Entre tanto, en el seno del partido, iba avecinándose una nueva crisis. El consabido "trío", que se había enfrentado Contra mí como un solo hombre en la primera época, distaba mucho de formar una compacta unidad. Tanto Zinovief como Kamenef estaban muy por encima de Stalin, lo mismo en capacidad teórica que en talento político. Pero los dos carecían de esa pequeñez que se llama carácter. La amplia perspectiva internacional-amplia comparada con la de Stalin-que adquirieran en la emigración bajo el magisterio de Lenin, lejos de darles mayor fuerza, debilitaba su posición. El barco navegaba rumbo a "la independencia nacional, apta para bastarse a sí misma". Los esfuerzos de Zinovief y Kamenef por defender, aunque sólo fuese parcialmente, la orientación internacional, les convertía, a los ojos de la burocracia, en trotskistas de segundo rango. Esto movíales a atacarme con más furia, para, de este modo, hacerse acreedores a seguir disfrutando de la confianza de los burócratas. Pero estos esfuerzos fueron en vano. Los poderes burocráticos comprendían, cada vez con mayor evidencia, que Stalin era carne de su carne. Pronto Zinovief y Kamenef se encontraron enfrentados con él como enemigos, y cuando intentaron llevar en apelación ante el Comité central su pleito, hubieron de convencerse de que Stalin tenía una mayoría inatacable.

A Kamenef se le consideraba como el caudillo oficial de Moscú. Los comunistas de Moscú, que habían presenciado cómo en el año 23 se destruyó la organización del partido en aquella capital con ayuda suya, en castigo a la mayoría que se había manifestado favorable a la oposición guardaron ahora silencio, despechados. En las primeras tentativas que hizo para resistir contra Stalin, Kamenef no encontró apoyo en nadie. En Leningrado ocurrió muy de otro modo. En el año 23, los comunistas de esta capital estaban a salvo de la oposición gracias a la tupida red burocrática que había venido tejiendo Zinovief. Pero ahora, les llegaba el turno a ellos. El rumbo que se seguía hacia los "kulaks" y el "socialismo en un solo país" tuvo la virtud de indignar a los obreros de Leningrado. La protesta de clase de los trabajadores coincidió con la fronda de los privilegiados desatada por Zinovief. De este modo, surgió una nueva oposición en la que formó en los primeros momentos Nadeida Konstantinovna Krupskaia. Con gran asombro de todos, y en primer lugar de sí mismos, Zinovief y Kamenef veíanse obligados a repetir, en parte, las críticas de la oposición, con lo cual consiguieron que se les adscribiese inmediatamente a las filas de los "trotskistas". Nada tiene de extraño que para los nuestros tuviese que ser, cuando menos, paradójica una alianza con Zinovief y Kamenef. Eran muchos los de la oposición que se resistían a pactar esta alianza, y hasta había algunos-claro está que muy pocos-que abogaban por unirse a Stalin contra los otros dos. Uno de mis mejores amigos, Mratchkovsky, viejo revolucionario, que había sido, durante toda la guerra civil, uno de los mejores caudillos militares, se pronunció contra una y otra alianza, dando la siguiente fundamentación, que puede quedar como clásica: "Stalin faltará a su palabra, y Zinovief huirá." Pero estas cuestiones no se deciden nunca en última instancia por motivos psicológicos, sino por razones políticas. Zinovief y Kamenef reconocieron abiertamente que los "trotskistas" habían tenido razón en la campaña seguida contra ellos en el año 23 y se hicieron cargo de los principios que formaban nuestro programa. En tales condiciones, no era posible que nos negásemos a pactar un bloque con ellos, sobre todo teniendo en cuenta que detrás de ellos estaban varios miles de obreros revolucionarios de Leningrado.

Yo no había vuelto a hablar con Kamenef, fuera de las sesiones oficiales, desde hacía tres años, es decir, desde aquella noche en que, a punto de partir para Georgia, me prometiera apoyar la política de Lenin y la mía, para luego, al saber que Lenin no tenía salvación, pasarse al campo stalinista. La primera vez que volvimos a encontrarnos, Kamenef apresuróse a decirme:

-No tiene usted más que presentarse en público, en la misma tribuna con Zinovief, y el partido reconocerá inmediatamente cuál es su verdadero Comité central.

Aquel optimismo burocrático no pudo por menos de hacerme reír. Por lo visto, Kamenef no daba importancia a toda la labor de desmoralización del partido que el "trío" había venido realizando por espacio de tres años. Así se lo hice notar, sin la menor consideración.

La depresión de nivel revolucionario, que había comenzado a fines del año 23, o sea después de la derrota de la revolución conjurada sobre Alemania, cobraba contornos internacionales. En Rusia navegaba a velas desplegadas la reacción contra el movimiento de Octubre. La burocracia del partido propendía cada vez más abiertamente a la derecha. En estas condiciones, era pueril pensar que por el solo hecho de unirnos, el triunfo se nos caería en las manos como una breva madura.

-Hay que disponerse a luchar contando con que la campaña será larga-así se lo dije docenas de veces a nuestros nuevos aliados. Estos, en el arrebato del primer momento, no quisieron hacer caso de mis palabras. Y como aquel arrebato no podía durar mucho, su celo de oposición iba marchitándose por días y por horas. Mi amigo Mratchkovski había acertado en su apreciación de las personas: Zinovief acabó por desertar de nuestro campo. Pero no se llevó consigo, ni mucho menos, a todos sus correligionarios. La segunda conversión de Zinovief asestó una herida incurable a la leyenda del "trotskismo".
En la primavera del año 1926 emprendí un viaje a Berlín, acompañado de mi mujer. Los médicos de Moscú, que no acertaban a explicarse la pertinaz temperatura, hacía tiempo que me venían aconsejando, para no cargar ellos solos con la responsabilidad, que hiciese un viaje al extranjero. Yo, por mi parte, quería salir también de aquel atolladero; la fiebre me había puesto fuera de combate en varios momentos críticos de la campaña, como si estuviese conjurada con mis adversarios. La cuestión de mi viaje al extranjero fué objeto de deliberación por parte del Buró político. Este, juzgando, según dijo, por todos los informes recibidos y por la situación política en general, entendía que el viaje podía ser muy peligroso, si bien me reservaba a mí, en definitiva, la decisión. A este informe acompañaba un dictamen de la GPU, declarándose contraria a que me trasladase al extranjero. Era indudable que el Buró político no quería asumir ante el partido la responsabilidad de lo que pudiera ocurrirme. En la cabeza policíaca de Stalin no se había alzado todavía la luminosa idea de mandarme al extranjero-¡a Constantinopla!-expulsado por la fuerza. Cabe también la hipótesis de que el Buró político temiera que fuese a fraguar algún plan de ataque con los grupos extranjeros de oposición. No obstante, después de tratar el asunto con mi mujer, decidimos ponernos en viaje.

No nos fué difícil llegar a una inteligencia con la embajada alemana, y a mediados de abril, mi mujer y yo salimos para Berlín con un pasaporte diplomático extendido a nombre de un consejero del Comisariado ukraniano de Instrucción pública llamado Kusimenko. Nos acompañaban. Sermux, mi secretario, el antiguo jefe de mi tren, y un delegado de la GPU. Zinovief y Kamenef se despidieron de mí con afecto casi conmovedor. La verdad es que no se quedaban de buena gana a solas con Stalin.

Yo conocía bastante bien el Berlín imperialista de antes de la guerra. Aquel Berlín tenía su fisonomía propia, que, si bien a nadie parecía ni podía parecer agradable, a muchos infundía cierto respeto. ¡Cuán cambiada encontré ahora la capital! Este Berlín de la postguerra no tenía ya fisonomía alguna, o, a lo menos, yo no alcancé a descubrírsela. La ciudad se iba reponiendo de una larga y penosa enfermedad, acompañada de toda una serie de intervenciones quirúrgicas. La inflación había sido liquidada, pero el nuevo marco no era más que el termómetro de la miseria general. En las calles, en las tiendas, en las caras de los transeúntes se leía la escasez y la impaciencia, acompañadas de vez en cuando por el deseo codicioso de recobrar el nivel de vida de los viejos tiempos. En aquellos años de guerra, de humillación y de paz de Versalles, el sentido alemán de orden y de limpieza habían tenido que rendirse ante la miseria. Y ahora, aquel hormiguero humano se esforzaba tenazmente, aunque sin gozo alguno, por restaurar sus caminos, pasillos y plazas, deshechos por la bota de la guerra. En el ritmo de las calles, en los movimientos y en los gestos de los que pasaban se percibía una sombra trágica de fatalismo: no hacer nada; la vida era un eterno presidio en que había que empezar a cada paso de nuevo.

Hube de someterme durante varias semanas a las observaciones de los médicos, en una clínica privada de Berlín. Para investigar las causas de aquella fiebre misteriosa, los médicos me lanzaban de unos a otros como si fuese una pelota. Por fin, el especialista de garganta expresó la hipótesis de que la fiebre provenía de las amígdalas, y me aconsejó que, por lo que pudiera haber de verdad en ello, me las cortase. Los clínicos y terapéuticos vacilaban: eran hombres viejos que no habían hecho la guerra en el frente. El cirujano, que tenía detrás de sí la experiencia de los hospitales de sangre, los contemplaba con un desprecio anonadador. Para él, el extirparse las amígdalas no tenía más importancia que el afeitarse el bigote. No hubo más remedio que acceder.

Los ayudantes se disponían ya a atarme las manos, pero el profesor se conformó con algunas garantías de orden moral. En los chistes que hacía el cirujano para darme ánimos, entreveía uno cierta tensión y emoción contenidas. Lo más desagradable era tenerse que estar de espaldas, inmóvil, tragando sangre. La operación duró de cuarenta a cincuenta minutos. Fué una operación muy feliz, si bien completamente inútil, pues al poco tiempo retornó la fiebre.

El tiempo que hube de pasar en Berlín, o, mejor dicho, en la clínica de Berlín, no fué tiempo perdido. Me lancé codiciosamente sobre la prensa alemana, de la que había estado casi completamente aislado desde agosto del año 14. Todos los días me entraban dos docenas de periódicos alemanes y algunos extranjeros, que echaba al suelo después de leídos. Los médicos que me visitaban tenían que pisar, para llegar a mi cama, sobre una alfombra de periódicos de todas las tendencias. Era, en realidad, la primera vez que oía toda la escala de sonidos de la política alemana, bajo la República. Confieso que no pude descubrir en ella nada nuevo. Una república con que se había encontrado el país como regalo de la derrota militar; republicanos que lo eran porque el dictado de Versalles les obligaba a serlo, unos socialdemócratas que usufructuaban la revolución de Noviembre estrangulada por ellos, un general Hindenburg elevado a la presidencia de una República democrática... todo, poco más o menos, como me lo había imaginado. Sin embargo, no dejaba de ser instructivo poder observar de cerca todo aquello...

El Primero de mayo salí a pasear en automóvil con mi mujer por las calles de la ciudad. Recorrimos las principales avenidas, presenciamos las manifestaciones, leímos los carteles, oímos una serie de discursos, y al llegar a la Alexanderplatz, nos mezclarnos entre la muchedumbre. Yo había visto muchas manifestaciones de Primero de mayo, más imponentes que aquélla, más grandiosas, más decorativas, pero hacía ya mucho tiempo que no me era dado moverme con la masa sin llamar la atención, sentirme como una parte orgánica de aquel todo anónimo, limitándome a oír y a observar. Sólo una vez hube de posar la vista en mí, al decirme la persona que me acompañaba: "Ahí están vendiendo retratos de usted." Por aquellos retratos nadie hubiera sido capaz de identificar al consejero Kusimenko del Comisariado ukraniano de Instrucción pública. Por si acaso estas líneas llegaran algún día a conocimiento del Conde de Westarp, de Hermann Müller, de Stresemann, del Conde de Reventlow, de Hilferding u otros que se oponían a que se me permitiera entrar en Alemania, advertiré que no lancé a la muchedumbre ni una sola palabra digna de condenación, que no pegué un solo cartel agitando a nadie y que me limité a ser un espectador que acababa de pasar por una operación quirúrgica.

También acudimos a ver la fiesta de los árboles floridos, que se celebraba en Werder, donde se congregaba una muchedumbre inmensa. Pero, a pesar del ambiente primaveral, exaltado por el sol y el vino, en las caras de los que se divertían o hacían por divertirse, se proyectaba la sombra gris de los años vividos. A poco atentamente que se observase, se veía que todos aquellos seres eran convalecientes que iban recobrando lentamente la salud; la alegría pesaba sobre ellos manifiestamente como un duro deber. Pasamos varias horas perdidos entre la multitud, observando, trabando conversación, comiendo salchichas en platos de papel y bebiendo incluso cerveza, que no habíamos vuelto a paladear desde el año 17.

Cuando ya tenía fijada fecha de partida, pues me iba reponiendo rápidamente de la operación, ocurrió un episodio inesperado, que aun es hoy el día que no he podido llegar a explicarme con toda claridad. Como una semana antes de marchar yo, aparecieron en los pasillos de la clínica dos caballeros de paisano, que presentaban esa facha característica en que a la legua se ve al policía. Asomé la cabeza por la ventana y vi plantados en el patio a otra media docena de caballeros con la misma catadura, que, a pesar de lo que se diferenciaban unos de otros, tenían entre sí el parecido de la especie. Comuniqué a Krestinsky, que estaba en mi cuarto en aquel momento, el resultado de mis observaciones. A los pocos minutos llamó a la puerta un ayudante y me comunicó, asustado, de orden del profesor, que se estaba preparando un atentado contra mí.

-Supongo que no será por la policía-le pregunté, apuntando para los numerosos agentes que estaban a la vista.

El ayudante expresó la conjetura de que la policía habría si o enviada para prevenir el atentado. A los pocos minutos, apareció un comisario y puso en conocimiento de Krestinsky que las autoridades de policía habían tenido noticias de que se tramaba un atentado contra mí y que, en previsión de él, habían adoptado providencias extraordinarias. Toda la clínica era presa de gran excitación. Las enfermeras se contaban unas a otras, y lo contaban también a los enfermos, que el ruso que estaba hospitalizado en la clínica era Trotsky y que sus enemigos iban a echar, de un momento a otro, dos bombas contra el edificio. Con todos aquellos rumores se produjo una atmósfera poco conveniente para un sanatorio. En vista de esto, convine con Krestinsky en trasladarme inmediatamente a la embajada. La calle en que estaba situada la clínica fué acordonada por la policía. Dos automóviles llenos de fuerza policíaca dieron escolta al nuestro.

La versión oficial que se me dió del caso fué, poco más o menos, ésta: una persona a quien se hizo presa por andar en manejos y conspiraciones monárquicos, denunció al juez encargado de instruir el sumario que los elementos blancos de Rusia residentes en Berlín estaban planeando un atentado contra Trotsky, el cual se encontraba pasando unos días en la capital, y que el atentado se ejecutaría un día de aquellos. Conviene advertir que la diplomacia alemana, con quien me había puesto de acuerdo para hacer el viaje, no había dado noticia de él, intencionadamente, a la policía, por temor a los muchos elementos monárquicos que en ella se albergaban. Esto explica el que la policía no concediese mucho crédito en un principio a la delación del monárquico preso, si bien quiso confirmar la noticia de que yo me hallaba hospitalizado en una clínica de Berlín, y se vió grandemente sorprendida al descubrir que era verdad. Corno los informes se los pidieron también a los profesores de la clínica, me encontré con dos avisos: el del ayudante y el de comisario de policía. No tengo, naturalmente, motivos para saber si era verdad que se tramaba un atentado contra mí y que la policía tuvo noticia de él por un monárquico preso. Sospecho, sin embargo, que la cosa fué mucho más sencilla. Mi sospecha es que la diplomacia no supo guardar el "secreto", y que la policía, ofendida por aquella prueba de desconfianza, quiso demostrarnos a Herr Stresemann y a mí que allí no podían extirparse amígdalas sin su consentimiento. Pero, cualquiera que la causa fuese, lo cierto era que el pánico traía de cabeza a la clínica y no tuve más remedio que trasladarme a la embajada, guardado por una escolta imponente para protegerme del problemático enemigo. A los periódicos alemanes llegó más tarde un eco débil e inseguro de esta aventura, a la que, por lo visto, nadie se atrevía a dar crédito.

Los días que pasé en Berlín coincidieron con dos grandes acontecimientos europeos: la huelga general inglesa y el golpe de Estado del general Pilsudski en Polonia. Estos dos acontecimientos sirvieron para ahondar aún más las diferencias de criterio que me separaban de los epígonos y trazaron de antemano los derroteros turbulentos que había de seguir la campaña que veníamos manteniendo. No estará, pues, de más, que digamos aquí algo acerca de ellos.

Stalin, Bujarin, y con ellos, en la primera época, Zinovief, consideraban la alianza diplomática pactada entre los dirigentes de las organizaciones sindicales soviéticas y el Consejo directivo de las trade-unions inglesas como remate y coronación de su política. Llevado por su limitación pequeñoburguesa de horizonte político, Stalin se figuraba que Purcell y otros elementos destacados de las trade-unions estarían dispuestos y serían capaces, llegado un momento difícil para la República de los Soviets, a sostener la causa de éstos contra la burguesía inglesa. Por su parte, los caudillos de las trade-unions entendían, no sin razón, que, dada la crisis que estaba atravesando el capitalismo inglés y el creciente descontento de las masas, era ventajoso para ellos tener refuerzo de izquierda en aquella alianza pactada con los directivos de los sindicatos soviéticos, que no les imponía obligación alguna. Las dos partes procuraban cuidadosamente no tocar al verdadero meollo del asunto, pues temían como a la muerte el llamar a las cosas por su nombre. Ocurre con harta frecuencia que una política, cuando es falsa, se estrella contra los grandes acontecimientos. La huelga general inglesa de mayo de 1926 fué un acontecimiento de importancia, no sólo para la vida de Inglaterra, sino para las vicisitudes interiores de nuestro partido.

La suerte corrida por el pueblo inglés después de la guerra merecía especial atención. El profundo, cambio experimentado en su situación, dentro del panorama mundial, no podía dejar de influir en el juego interior de las fuerzas sociales, dentro del país. Era claro como la luz del día que si Europa, y con ella Inglaterra, conseguía recobrar, más tarde o más temprano, el equilibrio social perdido, Inglaterra tenía que atravesar, para lograr este objetivo, por una serie de choques y conmociones de cierta consideración. Yo tenía por muy verosímil que cualquier conflicto que se presentase en la industria inglesa del carbón, conduciría a la huelga general. De esta premisa, pasaba a inferir que entre las viejas organizaciones de la clase obrera y los nuevos problemas históricos que se le planteaban tenía que surgir una desavenencia inevitable. Acerca de este tema escribí, estando en el Cáucaso, en el invierno y la primavera de 1925, un libro que circula con el título del "¿A dónde va Inglaterra?" En realidad, este libro se encaminaba a combatir las ideas oficiales que profesaba acerca de la cuestión el Buró Político, sus esperanzas respecto al rumbo izquierdista del Consejo directivo trade-unionista, y a la creencia de que el comunismo se iría infiltrando, poco a poco e insensiblemente, en las filas del partido laborista y de las trade-unions. Para evitar complicaciones inútiles, y también con objeto, de ver lo que hacían mis adversarios, creí oportuno entregar el original de este libro al Buró político para que lo revisase. Como no se trataba más que de un pronóstico, y no de una crítica de hechos realizados, los vocales del Buró no tuvieron valor para manifestarse. El libro pasó intacto por la censura y fué publicado tal y como yo lo había escrito. A poco de publicarse, fué traducido al inglés. Los caudillos oficiales del socialismo británico, desdeñaron las doctrinas contenidas en aquel libro, por parecerles fantasías de un extranjero desconocedor de la realidad inglesa, que soñaba con trasplantar a su territorio la huelga general "rusa". Juicios de estos podrían citarse por docenas, y hasta por cientos, comenzando por el propio Macdonald, a quien nadie podría disputar la primacía en un concurso de superficialidad política. Ni yo mismo podía espirar que mis pronósticos tuvieran tan rápida realización. Y si la huelga general que estalló en Inglaterra demuestra la precisión de los cálculos marxistas contra las críticas primitivas del reformismo inglés, la actitud del Consejo directivo de las trade-unions durante el movimiento pudo bastar para que Stalin se curase de todas las ilusiones y esperanzas que había puesto en Purcell. En aquel cuarto de la clínica, me dediqué a reunir con atención reconcentrada todos los informes que llegaban acerca del curso de la huelga general, y muy especialmente los que daban cuenta de las relaciones mutuas entre las masas y sus dirigentes. Lo más indignante de todo era el carácter que presentaban los artículos publicados en la Pravda de Moscú. Su principal preocupación era encubrir la bancarrota y guardar las apariencias. Para ello, no había más remedio que desfigurar cínicamente los hechos. Si hay alguna prueba patente de la decadencia intelectual a que puede llegar una política revolucionaria, es el que se vea en el trance de engañar a las masas.

De regreso en Moscú, pedí que se rompiese inmediatamente el pacto de alianza con el Consejo directivo de las trade-unions. Zinovief, después de las inevitables vacilaciones, se adhirió a mí. Radek se opuso. Stalin se aferraba con 'todas sus fuerzas al bloque, que ya no era más que una apariencia de tal. Los trade-unionistas ingleses esperaron a que llegase a término aquella dura crisis interior para quitarse de encima, con un movimiento bastante descortés del pie, a sus generosos cuanto necios aliados rusos.

No eran menos importantes los sucesos ocurridos en Polonia. Buscando una salida al atolladero en que estaba metida, la pequeña burguesía abrazó el camino del alzamiento armado y levantó sobre el pavés al general Pilsudski. El caudillo del partido comunista polaco, Warski, soñó que lo que se estaba desarrollando a sus ojos era "la dictadura democrática de los campesinos y los obreros" y pidió que el partido comunista secundase los planes del general. Yo conocía a Warski desde hacía mucho tiempo. Viviendo Rosa Luxemburgo, pudo ser un elemento aprovechable para la revolución. Pero ahora, confiado a sus propias fuerzas, no era más que un lugar vacante. En el año 1924, después de muchas vacilaciones, Warski declaró que había llegado por fin a convencerse de lo dañoso que era el "trotskismo", o sea el desdén hacia la clase campesina, para la causa de la dictadura democrática. En premio de esta obediencia, le colocaron a la cabeza del partido. El hombre se pasó una porción de tiempo esperando con gran impaciencia que se le presentase una ocasión para demostrar que aquellos tardíos entorchados eran merecidos. Llegado el mes de mayo de 1926, no perdió un momento, ya que tan brillante ocasión se le deparaba, para pasear por el lodo su bandera y la del partido. Su hazaña se quedó, naturalmente, sin sanción: la burocracia de Stalin le puso a salvo de las iras de los obreros polacos. La lucha entablada en Rusia, dentro del partido, tomó, en el año 26, caracteres cada vez más agudos. En el otoño, la oposición sufrió un descalabro manifiesto en todas las células y organizaciones. La burocracia la batió duramente en retirada. A la campaña intelectual venía a sustituir la mecánica administrativa: orden telefónica de enviar la burocracia del partido a las reuniones de las células obreras, concentración de los automóviles de los burócratas delante de los locales en que las reuniones se celebran, pitidos de las sirenas, silbas y protestas clamorosas, magníficamente organizadas en cuanto aparecía en la tribuna algún representante de la oposición. La fracción gobernante se imponía por el terror, mediante su mecánica de poder, a fuerza de amenazas y represalias. Antes de que la masa del partido hubiera tenido tiempo a averiguar, comprender o decir algo, se la atemorizaba con la perspectiva de una escisión o de una catástrofe. La oposición no tuvo más remedio que emprender la retirada. El día 16 de octubre firmamos una declaración en la cual, después de decir que teníamos por ciertas nuestras opiniones, y que nos reservábamos el derecho a luchar para imponerlas dentro de los cuadros del partido, nos comprometíamos a abstenernos de todos cuantos actos pudieran entrañar el peligro de una escisión. Aquella declaración no estaba destinada a la burocracia, sino a las masas del partido. En ella, dábamos expresión a nuestra voluntad de continuar dentro del partido y seguir sirviéndole. Los stalinistas violaron el pacto al día siguiente de firmarse, pero a nosotros nos sirvió para ganar tiempo. El invierno de 1926 a 1927 fué un alto en la campaña, que nos permitió ahondar teóricamente en una serie de cuestiones.

A comienzos del año 27, Zinovief estaba ya dispuesto a capitular, si no de una vez, por varias etapas. Pero, sobrevinieron los acontecimientos catastróficos de China, en que el crimen cometido por la Política de Stalin era tan evidente, que la capitulación de Zinovief y de cuantos le seguían hubo de suspenderse por algún tiempo.

La orientación que imprimieron los epígonos al movimiento chino venía a pisotear todas las tradiciones del bolchevismo. El partido comunista chino se vió obligado, contra su voluntad, a formar en las filas burguesas del Kuomintang y a someterse a su disciplina militar. Le fué vedada la creación de soviets. Se aconsejó a los comunistas que contuviesen la revolución agraria y no armasen a los obreros sin el permiso de la burguesía. Mucho tiempo antes de que Tchangkaichek ametrallase a los obreros de Shanghai y pusiese el Poder en manos de una pandilla militar, habíamos advertido nosotros que el camino que se seguía no podía conducir a otro desenlace. Yo me había cansado de pedir, desde 1925, que los comunistas se saliesen del Kuomintang. La política de Stalin y de Bujarin no sólo preparó y facilitó la represión de la revolución china, sino que puso a la política contrarrevolucionaria de Tchangkaichek, mediante una serie de represalias, a salvo de nuestras críticas. Todavía en el mes de abril de 1927, en una asamblea del partido celebrada en el Salón de las Columnas, se atrevió Stalin a. defender la política de coalición con aquel sujeto y a pedir que se le abriese un crédito de confianza. Cinco o seis días después, Tchangkaichek ahogaba en sangre a los obreros de Shanghai y al partido comunista.

Por el partido atravesó una oleada de indignación. La oposición volvía a levantar cabeza. Faltando a todas las normas de una conspiración-pues, en los tiempos que corrían, teníamos que conspirar para poder defender en Moscú a los obreros de Shanghai contra las iras de Tchangkaichek-, las gentes de la oposición venían por docenas a verme al local en que estaba instalado el Comité central de concesiones.. Había muchos camaradas jóvenes que creían que aquel descalabro tan evidente de la política de Stalin no tenía más remedio que llevar al triunfo a la oposición. En los días que siguieron al golpe de Estado de Tchangkaichek hube de echar muchos jarros de agua fría por las febriles cabezas de mis amigos jóvenes y de algunos que ya no lo eran. Hice todo género de esfuerzos por demostrarles que la oposición no podía incorporarse sobre la derrota de la revolución china, que la confirmación de nuestros pronósticos nos valdría, acaso, mil, cinco mil, diez mil afiliados nuevos, pero que para millones de gentes lo importante y lo decisivo no eran los pronósticos, sino el hecho de que el proletariado chino hubiese salido derrotado. Que después del descalabro de la revolución alemana en el año 23, después de la derrota con que se había liquidado la huelga general inglesa del 26, este nuevo revés experimentado en China no haría más que confirmar a las masas en su desengaño respecto a la revolución internacional. Y que precisamente este desengaño era la fuente psicológica de donde manaba la política stalinista del reformismo nacional.

Pronto se demostró que, considerados como fracción, habíamos adquirido, en efecto, mayor fuerza; es decir, que estábamos ideológicamente más unidos y que éramos más. Pero la espada de Tchangkaichek había cortado el cordón umbilical que todavía nos mantenía unidos al Poder. A su aliado ruso Stalin, que ya no tenía nada que perder, no le quedaba más remedio que completar la represión del movimiento obrero de Shanghai ahogando en las organizaciones nuestro movimiento de oposición. El núcleo de la oposición lo formaban un grupo de viejos revolucionarios. Pero ahora ya no estábamos solos. Se agrupaban en torno nuestro cientos y miles da revolucionarios de la nueva generación a quienes la revolución de Octubre había alumbrado a la vida política, que habían hecho toda la guerra civil, que se mantenían sinceramente rendidos a la autoridad del Comité central de Lenin. Esta nueva generación no había empezado a pensar por su cuenta, a ejercer sus facultades críticas, a pulsar los nuevos giros de la situación con un criterio marxista hasta el año 23, y ahora hubo de aprender-aprendizaje harto más difícil-a cargar con la responsabilidad que supone toda iniciativa revolucionaria. Actualmente, miles de revolucionarios de estos jóvenes tienen ocasión de ahondar, en la cárcel o en el destierro a que les ha enviado el régimen de Stalin, su experiencia política mediante el estudio de los problemas teóricos.

Para el grupo que formaba la médula de la oposición, este desenlace no podía ser ninguna sorpresa. Nosotros sabíamos perfectamente, que no íbamos a trasplantar nuestras ideas a la generación joven a fuerza de pactos ni de transigencias, sino en lucha a campo abierto y sin asustarnos de ninguna de las consecuencias prácticas que ello pudiera acarrear. Sabíamos que íbamos a una derrota, pero con esta derrota preparábamos el triunfo ideal de un mañana remoto.

La aplicación de la violencia física ha desempeñado siempre y sigue desempeñando un gran papel en la historia de la humanidad. Unas veces, esta violencia es un elemento de progreso, otras veces, de reacción, según la clase que la aplique y los fines a que se dirija. Lo que en modo alguno puede asegurarse es que por medio de la violencia se resuelvan todos los problemas y se remuevan todos los obstáculos. Querer contener por la fuerza de las armas las tendencias de progreso de la historia, es posible. Pero de esto a cerrarles para siempre el paso, hay un gran trecho. Por eso el revolucionario, cuando se trate de luchar por grandes principios, no puede dejarse guiar más que por una norma: fais ce que dois, advienne que pourra.
El partido, conforme se iba acercando el 15.º congreso, anunciado para fines de 1927, presentía que iba a verse colocado ante una encrucijada histórica. Un profundo desasosiego atravesaba sus filas. A pesar del enorme terror desatado, en el partido despertaba el deseo de oír la voz de la oposición. Para ello, había que valerse de los recursos clandestinos. En varios lugares de Moscú y Leningrado celebrábanse reuniones secretas de obreros, obreras y estudiantes, en que se congregaban de veinte a cien, y a veces doscientas personas, a oír la voz de un representante de nuestras filas. Yo solía asistir a dos o tres, y en ocasiones hasta a cuatro reuniones de estas, en un día. Generalmente, se celebraban en casas de obreros. Imagínense dos habitaciones pequeñas abarrotadas de gente y al orador dirigiendo la palabra desde la puerta por la que las dos habitaciones se comunicaban. A veces, los concurrentes se sentaban por los suelos, aunque lo frecuente era que estuviesen de pie, por falta de sitio. De vez en cuando, se presentaba un delegado de la Comisión de vigilancia e intimaba a los reunidos a que se disolviesen. En tales casos, lo que se hacía era invitarle a que tomase parte en la discusión. Y si molestaba, se le ponía de patitas en la calle. En total, y calculando entre Leningrado y Moscú, serían unas veinte mil personas las que acudirían a estas reuniones. La corriente crecía. Se organizó hábilmente una gran asamblea en la sala de conferencias de la Escuela Técnica, que fué llenándose desde adentro. Consiguieron entrar en la sala unas dos mil personas. Una compacta muchedumbre hubo de quedarse en la calle. Todas las tentativas que hizo la dirección de la Escuela para estorbar nuestro propósito fueron estériles. Kamenef y yo hablamos por espacio de unas dos horas. En vista de esto, el Comité central dirigió una proclama a los obreros diciendo que había que disolver por la fuerza las reuniones de la oposición. Esta proclama no era mas que una careta bajo la cual se organizaba cuidadosamente una campaña de asaltos de las tropas de choque de la GPU. contra nosotros. Stalin quería un desenlace sangriento. Circulamos órdenes de que por el momento se suspendiesen todas las reuniones de alguna consideración. Pero esto ocurrió ya después de la manifestación del día 7 de noviembre.

En el mes de octubre de 1927 reuniose en Leningrado el Comité ejecutivo central. Para celebrarlo se organizó una gran manifestación Por un engranaje casual de las circunstancias, aquella manifestación tomó un giro completamente inesperado. Zinovief, yo y algunos otros elementos de la oposición habíamos salido a pasear en automóvil por la capital, con objeto de observar la magnitud y el ambiente que reinaba en la manifestación. Ya de retirada, pasamos por delante del Palacio de Taurida, donde habían levantado, sobre unos camiones, las tribunas para que hablasen los del Comité central. El coche en que íbamos encontró cerrado el paso. No nos dió apenas tiempo pensar cómo saldríamos de aquel atolladero, cuando el Comandante se acercó al "auto", e inocentemente nos escoltó hasta la tribuna. Sin darnos tiempo a acallar los escrúpulos que nos asaltaban, vimos que dos filas de soldados de la milicia nos abrían paso al último camión, vacío aún. Apenas la gente se enteró de que estábamos nosotros en la tribuna del extremo, la manifestación cambió de carácter, en un momento. La muchedumbre desfiló indiferente por delante de la primera tribuna, sin escuchar los discursos de salutación que le dirigían desde lo alto y se precipitó a donde estábamos nosotros. Nuestro camión se vió cercado al instante por un mar de cabezas. Los obreros y los soldados del ejército rojo se plantaban delante de nosotros, mirando para arriba, dirigiéndonos palabras de saludo, hasta que se veían arrastrados por los que venían detrás. El destacamento de la milicia que habían mandado para restablecer el orden se vió envuelto también en el entusiasmo colectivo y no pudo hacer nada. En vista de esto, mandaron a unos cincuenta agentes del aparato burocrático. Estos intentaron silbar, pero sus silbidos aislados se perdían entre los clamores generales de aplauso. La situación hacíase cada vez más insostenible para los organizadores oficiales de la manifestación. Al fin, el presidente del Comité ejecutivo central panruso, seguido de otros prestigiosos miembros del Comité, abandonó la primera tribuna, casi, desierta de público, y trepó con los demás a nuestro camión, que ocupaba el último lugar y estaba destinado a huéspedes menos "distinguidos". Pero tampoco este golpe de audacia bastó para salvar la situación. La masa no se cansaba de gritar nombres, y estos nombres no eran precisamente los de los héroes oficiales del día.

De Zinovief se apoderó en seguida el optimismo; él esperaba que la manifestación se tradujese en consecuencias magnas e inmediatas. Yo no compartía su apreciación impulsiva acerca de la situación. Las masas obreras de Leningrado se limitaban a mostrar su descontento con el régimen por una manifestación platónico de simpatía hacía los caudillos de la oposición; pero esto no quería decir, ni mucho menos, que fuesen capaces de impedir a la burocracia que liquidase sus cuentas con nosotros. En este respecto, no me hacía ninguna ilusión. Por otra parte, era evidente que aquel incidente de la manifestación tenía que convencer al clan gobernante de la necesidad de acabar cuanto antes con la oposición, para poner a las masas ante un hecho consumado.

El último jalón en el camino fué la manifestación organizada en Moscú para celebrar el décimo aniversario de la revolución de Octubre. Por todas partes aparecían, como organizadores de los actos que se celebraban como autores de los artículos jubilares y como oradores, hombres que en las jornadas de Octubre habían luchado del lado de allá de las barricadas o permanecido ocultos en el regazo de la familia, esperando a ver qué giro tomaban las cosas, sin atreverse a abrazar el partido de la revolución hasta que ésta hubo triunfado. Aquellos artículos que venían en los periódicos y aquellos discursos transmitidos por la radio, en que todos estos aventureros e intrigantes me acusaban a mí de traicionar la revolución de Octubre, me causaban más risa que indignación. Cuando uno comprende la dinámica de la historia y sabe que hay una mano, misteriosa para él, que tira del hilo al adversario, se llega a no hacer caso de las más repugnantes vulgaridades e infamias que se acumulan contra uno.

La oposición acordó tomar parte en la manifestación llevando carteles propios. Los lemas inscritos en estos carteles no se dirigían contra el partido, ni mucho menos. Eran lemas como éstos: "Queremos que se rompa el fuego contra la derecha: contra el kulak, el nuevo rico y el burócrata"; "Queremos que se cumpla el testamento de Lenin"; "¡Abajo el oportunismo y la escisión, y viva la unidad del partido leninista!" Estos lemas son hoy, oficialmente, los de la fracción staliniana en su cruzada contra las derechas. El día 7 de noviembre de 1927, estos carteles les fueron arrebatados de las manos a la oposición, y los destacamentos especiales que lo hacían, después de desgarrarlos, apaleaban a quienes los llevaban. La célebre manifestación de Leningrado no había pasado desapercibida para los caudillos oficiales. Esta les cogía mejor preparados. En la masa reinaba cierto desasosiego. La gente tomó parte en la manifestación en un estado de gran inquietud. Sobre las cabezas de aquella gigantesca, confusa y excitada muchedumbre se alzaban dos grupos activos: el de la oposición y el de la burocracia. Era notorio que los que se adscribían a la Administración como voluntarios en la batida contra el "trotskismo" no eran elementos revolucionarios, sino gentes, muchas de ellas, de las que rodaban por el arroyo, y algunos incluso fascistas. Como admonición por lo visto, un soldado de las milicias hubo de disparar contra mi automóvil. Alguien guiaría su mano. Un empleado borracho de la brigada de bomberos saltó al estribo de mi auto y, después de proferir contra mí los insultos más repugnantes, rompió un cristal de un puñetazo. Todos los que tenían ojos en la cara pudieron ver, aquel 7 de noviembre de 1927, un ensayo del Termidor ruso en las calles de Moscú.

La manifestación de Leningrado siguió su curso parecido. Zinovief y Radek, que habían salido de Moscú para asistir a ella, viéronse acometidos por un destacamento especial que, a pretexto de protegerlos de las iras de la muchedumbre, les tuvo secuestrados en un local mientras duró la manifestación. He aquí lo que me escribió Zinovief a Moscú, aquel mismo día: "Todas las noticias que yo tengo parecen indicar que estas infamias no conseguirán más que favorecer nuestra causa. Estamos inquietos sin saber lo que haya pasado ahí. Nuestras comunicaciones (es decir, las discusiones clandestinas con los obreros) marchan bien. Un gran movimiento a nuestro favor. No saldremos todavía de aquí." Esta fué la última llamarada que dió en Zinovief la energía oposicional. Al día siguiente, estaba ya en Moscú navegando derechamente rumbo a la capitulación.

El día 16 de noviembre se suicidó Joffe; su muerte sobrevino en lo más álgido de la campaña que se estaba riñendo. Joffe estaba muy enfermo. Del Japón, donde estuvo de embajador, hubieron de traerle a Rusia en condiciones deplorables de salud. Costó gran trabajo conseguir que saliese al extranjero. El poco tiempo que allí residió le alivió considerablemente, pero no fué bastante. Le nombraron vicepresidente del Comité central de concesiones, que yo presidía. Todo el trabajo pesaba sobre él. Le dolía muchísimo la c del partido. Lo que más le conmovía era la deslealtad. Por varías veces quiso lanzarse también él decididamente a la batalla. Yo le contenía, por consideración a su salud quebrantada. Le indignaba sobremanera la campaña que se estaba sosteniendo contra la revolución permanente. No acertaba a sobreponerse a la batida vil que se venía dando contra todos los que habían previsto desde mucho tiempo atrás el curso y carácter de la revolución por parte de los que no hacían ni habían hecho otra cosa que percibir sus frutos. Joffe me refirió una conversación que había tenido con Lenin, en el año 1919, si mal no recuerdo, sobre el tema de la revolución permanente. "Sí; Trotsky tenía razón". Tales fueron, según me dijo, las palabras de Lenin. Joffe, quería hacer pública ahora esta conversación. Procuré convencerle por todos los medios de que no lo hiciera. Preveía toda la avalancha de vilezas que iba a precipitarse sobre él. Era hombre muy tenaz, de una firmeza especial, suave en la forma, pero en el fondo inflexible. A raíz de cada una de aquellas explosiones de incultura agresiva y de felonía política, venía a verme indignado, con sus mejillas pálidas, de enfermo, y me decía:

-No, no hay más remedio que publicarla.

Pero yo volvía a convencerle de que aquel testimonio suyo, uno más, no haría cambiar el curso de las cosas, que no había más remedio que ir formando pacientemente a las nuevas generaciones del partido y montarse muy a larga vista.

El estado de salud de Joffe, que no se había curado en el extranjero, empeoraba de día en día. Al llegar el otoño, no tuvo más remedio que abandonar el trabajo y meterse en la cama. Sus amigos quisieron mandarle de nuevo al extranjero, pero esta vez el Comité central se negó resueltamente a dar el permiso. Los stalinistas se disponían a expedir a los de la oposición con rumbo muy distinto. Mi expulsión del Comité central, a la que siguió poco después la del partido, produjo a Joffe más efecto que a nadie. A la indignación política y personal, venía a unirse la clara conciencia de su estado de impotencia física. Joffe, que veía las cosas con una gran claridad, comprendió que no se trataba de la suerte de un hombre, sino de la suerte de la revolución. Su estado de salud no le permitía lanzarse a la lucha. No luchando, la vida no tenía para él sentido. Y como era un hombre firme, sacó y puso por obra la consecuencia lógica de aquel dilema.

Por aquel entonces, yo no vivía ya en el Kremlin, sino en el domicilio de mi amigo Beloborodof, que seguí al frente del Comisariado del Interior, aunque los agentes de la GPU. Andaban colgados de sus talones. Beloborodof estaba pasando una temporada en su tierra natal de los Urales, esforzándose por llegar directamente a las masas obreras y buscar en ellas un apoyo en la campaña que venía librando con la Administración. Llamé por teléfono al domicilio de Joffe, para enterarme del estado de su salud. El mismo me contestó, pues tenía el teléfono junto a la cama. Su voz-no me di cuenta de ello hasta más tarde-tenía un tono extraño, de tensión e inquietud. Me rogó que me pasase por su casa. Algo surgió entre tanto que me impidió cumplir sin tardanza aquel ruego. Aquellos eran días turbulentos, y por el domicilio de Beloborodof estaban desfilando constantemente camaradas que venían a tratar de cuestiones inaplazables. Al cabo de una o dos horas, me llamó al teléfono una voz desconocida para decirme:

-Adolfo Abramovich se ha pegado un tiro. Encima de la mesita ha dejado una carta para usted.

En casa de Beloborodof había siempre algunos militares afiliados a la oposición montando la guardia, que me acompañaban cuanto salía con dirección a la ciudad. Nos trasladamos a toda prisa a casa de Joffe. Llamamos al timbre, golpeamos la puerta, y al cabo, después de pedirnos el nombre, nos abrieron, pero no sin que pasase un rato; algo misterioso ocurría allí. Sobre las almohadas cubiertas de sangre se recortaba el rostro sereno de Adolfo Abramovich, iluminado por una gran bondad interior. B., vocal de la GPU., revolvía en su mesa de trabajo. No había manera de encontrar carta alguna encima de la mesa. Pedí que me la entregasen inmediatamente. B. gruñó que allí no había ninguna carta ni cosa que lo valiese. Su talante y tono de voz no dejaban lugar a duda: mentía. Pasados algunos minutos, empezaron a concentrarse en casa del muerto los amigos, que acudían de toda la ciudad. Los agentes oficiales del Comisariado de Negocios Extranjeros y de las instituciones del partido se sentían solos entre aquella muchedumbre de gentes de la oposición. Toda la noche desfilaron por allí miles de personas. La noticia de que había sido raptada la carta se extendió por toda la ciudad. Los periodistas extranjeros transmitieron la noticia en sus telegramas. No había posibilidad de seguir secuestrando aquel documento. Al fin, entregaron a Rakovsky una copia fotográfica de la carta. ¿Por qué aquella carta que Joffe había dejado escrita para mí, con mis señas y metida en un sobre cerrado, se la entregaban a Rakovsky y no en su original, sino por medio de una copia fotográfica? No me lo explicaba. La carta de Joffe era imagen fiel de mi amigo, una imagen tomada media hora antes de morir. Joffe sabía bien cuál era mi actitud de cordialidad para con él, estaba unido a mí por un lazo de confianza moral muy profunda y me autorizaba para suprimir en la carta todo cuanto pudiera parecerme superfluo o inadecuado para la publicidad. Después de ver que le era imposible ocultar la carta a los ojos del mundo, el enemigo, cínicamente, procuró explotar en provecho suyo aquellas líneas precisamente que no estaban destinadas a ser conocidas del público.

Joffe quiso poner incluso su muerte al servicio de la causa a la que había consagrado su vida entera. Y con la mano con que media hora después había de llevarse el revólver a la sien, escribió su último testimonio y sus últimos consejos a un amigo. He aquí lo que acerca de mí decía Joffe, en su carta de despedida:

"Con usted, querido León Davidovich, me unen varias décadas de colaboración al servicio de una obra común, y me atrevo a decir también que de amistad personal. Esto me da derecho a decirle, al despedirme de usted, las que me parecen sus faltas. Yo no he dudado jamás de que el camino que usted trazaba era certero, y usted sabe bien que hace más de veinte años, desde los tiempos de la "revolución permanente", que estoy con usted. Pero siempre he pensado que a usted le faltaban aquella inflexibilidad y aquella intransigencia de Lenin. Aquel carácter del hombre que está dispuesto a seguir por el camino que se ha trazado por saber que es el único, aunque sea solo, en la seguridad de que, tarde o temprano, tendrá a su lado la mayoría y de que los demás reconocerán que estaba en lo cierto. Usted ha tenido siempre razón políticamente, desde el año 1905, y repetidas veces le dije a usted que le había oído a Lenin, por mis propios oídos, reconocer que en el año 1905 no era él, sino usted, quien tenía razón. A la hora de la muerte no se miente, por eso quiero repetírselo a usted una vez más, en esta ocasión... Pero usted ha renunciado con harta frecuencia a la razón que le asistía, para someterse a pactos y compromisos a los que daba demasiada importancia. Y eso es un error. Repito que, políticamente, siempre ha tenido usted razón y ahora más que nunca. Ya llegará el día en que el partido lo comprenda, y también la historia lo ha de reconocer, incuestionablemente, así. No tema usted, pues, porque alguien se aparte de su lado ni tanto menos porque muchos, no acudan a hacer causa común con usted tan rápidamente como todos deseáramos. La razón está de su lado, lo repito, pero la prenda de la victoria de su causa es la intransigencia más absoluta, la rectitud más severa, la repudiación más completa de todo compromiso, que son las condiciones en que residió siempre el secreto de los triunfos de Ilitch. Esto se lo quise decir a usted en muchas ocasiones, pero no me he atrevido a hacerlo hasta ahora, como despedida."

El entierro de Joffe fué organizado para un día de labor y una hora de trabajo que hacían imposible, la asistencia del proletariado de Moscú. Sin embargo, asistieron a él más de diez mil personas, y el entierro se convirtió en una potente manifestación contra el régimen de Stalin.

Entre tanto, la fracción stalinista iba preparando el congreso del partido y esforzándose por colocarle ante el hecho consumado de una escisión. Las llamadas "elecciones" para las asambleas locales que habían de enviar los delegados al congreso se habían celebrado ya antes de abrirse oficialmente la "discusión", plagada de mentiras, mientras las columnas de silbantes militarmente organizadas según los métodos fascistas hacían fracasar las reuniones. Sería difícil imaginarse nada más infame que la preparación del 15.º congreso del partido. Para Zinovief y su grupo no era difícil adivinar que este congreso había de poner remate, políticamente, a la campaña de represión iniciada en las calles de Moscú y de Leningrado en el décimo aniversario de la Revolución de Octubre. La única preocupación de Zinovief y de sus amigos, ahora, era capitular a tiempo. No podían por menos de comprender, naturalmente, que los burócratas stalinistas no veían en ellos, en los del segundo rango de la oposición, el verdadero, enemigo, sino que la médula de la oposición estaba, para ellos, en el grupo de personas concentrado en torno a mí. Por eso tenían que confiar en que, al romper ostensiblemente conmigo ante la faz del 15.º congreso, conseguirían, si no la benevolencia, al menos el perdón de la otra parte. No se pararon a pensar que aquella doble traición iba a ser su muerte política. Y si bien, de momento, la decepción debilitó a nuestro grupo, asestándole una puñalada por la espalda, los desertores no salieron ganando nada, pues se hundieron, políticamente, para siempre.

El 15.º congreso expulsó del partido a la oposición en conjunto. Los expulsados fueron puestos a disposición de la GPU.



Mi vida