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Escritos de León Trotsky (1929-1940)

León Trotsky [1]

León Trotsky [1]

El motor se detuvo, y la sorda vibración del mar cer­cano le dio cuerpo a la noche. Avanzando lentamente por el sendero marcado por nuestras luces, precedido por un discreto joven camarada que portaba una linter­na eléctrica, aparecieron un par de zapatos y pantalo­nes blancos, un saco pijama abotonado hasta el cuello. La cabeza permanecía oculta en la oscuridad. Los ros­tros que expresan vidas excepcionales son casi siempre distantes; esperaba con la mayor curiosidad contemplar este rostro señalado por uno de los más grandes des­tinos del mundo.

Desde el momento en que este fantasma con anteojos se detuvo observé que toda la fuerza de sus rasgos se concentraba en su boca de labios suaves, tensos, muy marcados, los labios de una estatua asiáti­ca. Rió hasta que se disipó la confusión del primer en­cuentro, con una risa que no parecía guardar ninguna relación con su voz (una risa que separaba mucho sus dientes pequeños, extraordinariamente jóvenes, en el fino rostro embellecido por el cabello blanco). Su voz, al mismo tiempo amable e imperiosa, parecía decir: "Terminemos pronto con estos saludos cordiales y pasemos a cosas más serias."

Las cosas serias, en ese momento en que le estaba prohibida la acción directa como condición para poder permanecer en Francia, eran sus ideas. Junto al gran escritorio sobre el que un revólver servía de pisapape­les, la presencia de Trotsky evocaba uno de los proble­mas más significativos: la relación entre carácter y destino.

Atribuimos una rigurosa certeza a los juicios de los ciegos. Creo que se debe a que el ciego juzga a los hombres únicamente por su voz. En realidad nada, ni la cara, ni la sonrisa, ni los gestos, expresan al hombre, por la simple razón de que el hombre es inexpresable. Pero de todas estas diminutas puertas abiertas de la personalidad seguramente el tono de voz es lo que mejor revela la calidad de un individuo. Trotsky no hablaba en su lengua natal, pero incluso en francés la cualidad personal de su voz domina todo lo que dice. Sentí la falta de esa insistencia que en tantas personas traiciona el hecho de que su gran interés en convencer a los demás no es más que un deseo de convencerse a sí mismas, la falta de la voluntad de seducir. La mayoría de los grandes hombres tienen esa pesadez en la expre­sión, esa confusión, esa misteriosa concentración del espíritu que parece irradiar de la doctrina pero que la supera en todos los sentidos y produce el hábito de considerar el pensamiento como algo a conquistar, no como algo que se repite a sí mismo. Este hombre había forjado su propio mundo en el dominio del espíritu, y en él vivía. Recuerdo cómo me habló de Pasternak.[2]

-La juventud rusa lo admira, pero no me llama mucho la atención. Me tiene sin cuidado el arte de los técnicos, que es un arte para especialistas.

-Para mí -respondí- el arte es sobre todo la expresión más elevada o más intensa de una experien­cia humana legítima.

-Creo que este arte renacerá en toda Europa. En Rusia la literatura revolucionaria todavía no produjo ninguna gran obra.

-La verdadera expresión de la literatura revolucionaria no se encuentra en la literatura sino en el cine. ¿No está usted de acuerdo?

-Lenin opinaba que el comunismo encontraría su expresión artística en el cine. Muchos me hablaron como usted pensando en Potemkin y La madre. Pero le voy a decir una cosa: nunca vi esas películas. Cuando se estrenaron yo estaba en el frente. Después se hicie­ron otras, y cuando se volvieron a pasar aquéllas yo ya estaba en el exilio.

Trotsky nunca había visto esas obras de arte, esas obras, primer fruto del cine revolucionario, que en tantos sentidos tiene que ver con su vida y forma parte de su leyenda.

-¿Por qué -pregunté- no puede desaparecer la literatura, dejando lugar a otras formas artísticas, así como la danza de las tribus primitivas fue remplazada por el arte de nuestra época? Separamos el cine de la pintura, pero pienso que no sirve de mucho hacerlo. La escritura mató a la danza; en el cine hay una for­ma de escritura, no creada a partir de las palabras, que muy bien podría matar a la propia escritura; la palabra mató a la danza, la imagen mataría a la palabra.

Trotsky sonrió.

-Me resulta difícil discutir los efectos de la lite­ratura sobre la danza. Recuerde que técnicamente sé muy poco al respecto. Pero me parece que la danza se mantuvo, evolucionó. Pienso que incluso podría renacer con todo lo que poseyó en otras épocas, pero enriquecida. La humanidad nunca abandona lo que conquistó una vez.

-Sin embargo, ha abandonado por lo menos ocho­cientos años de valores ancestrales. Creo que a un hombre del año 700 le hubiera sido imposible compren­der a Pericles, así como a Pericles le hubiera sido impo­sible comprender al hombre del año 700. Ni tampoco le era accesible a Pericles la vida espiritual del antiguo Egipto.

Egipto...

Trotsky lo dejó de lado. Era evidente que sabia poco sobre Egipto.

-Pero respecto al cristianismo -continuó Trots­ky- tengo mis dudas. Creo que hemos idealizado mucho los primeros años del cristianismo. No me caben dudas de que además de los místicos ascéticos y de los sagaces mercenarios había en la Iglesia una inmen­sa mayoría de gente que entendía muy poco.

¿Podía ser que Trotsky viera al cristianismo primitivo con los ojos de la Rusia de su juventud? Continuó:

-Usted sabe bien que cuando el Papa se enfermó acudió a los médicos y no a los que rezaban por él. Sí, los valores ancestrales desaparecieron, pero han retornado.

-Usted me dice que la humanidad no abandona lo que conquistó alguna vez. ¿Entonces no sería posible admitir la persistencia del individualismo en el comunismo, un individualismo comunista tan diferente el individualismo burgués como, por ejemplo, lo es éste del individualismo de la cristiandad primitiva?

-Veamos; aquí, como en cualquier otra cosa, tenemos que partir de los fundamentos económicos.

Los cristianos vivían en términos de eternidad y concedían poca importancia al individualismo porque eran pobres. En cierto sentido, los comunistas del Primer Plan Quinquenal están en la misma situación, aunque por razones diferentes. En Rusia la época de los planes es necesariamente desfavorable a cualquier tipo de individualismo, incluso al comunista.

Las épocas de guerra también le son desfavorables al individualismo burgués.

Pero después de los planes, o entre los planes, el comunismo aplicará a sí mismo la energía que hoy aplica a la construcción. Creo que el espíritu del cristianismo primitivo es inseparable de la extrema pobreza.

Trotsky estaba cansado. Su francés se volvió más rápido y menos puro. Utilizaba con más frecuencia palabras sorprendentes, dándoles una inflexión sin­gular.

-Una ideología puramente colectiva, exclusiva­mente colectiva, como la que el comunismo y el mundo moderno exigirán dentro de muy poco tiempo, es incompatible con la más mínima libertad material.

Acompañado por su hijo, abandoné la villa solitaria y volví a la ciudad.

Al día siguiente hablamos sobre la campaña de Polonia.[3]

-Algunos especialistas franceses dicen que Tujachevski fue derrotado porque Weygand cambió el eje de la acción en medio del combate, táctica que el general ruso no comprendió. En estas cuestiones desconfío siempre de los especialistas.

Tujachevski sabía muy bien que es admisible cam­biar el eje de la batalla. Ese no era el problema. Hubo dos causas de la derrota; en primer lugar, la llegada de los franceses.

-Eso es lo que se dijo en Francia, pero nadie lo creyó porque no se dio ninguna información detallada.

-Es cierto. Los franceses llegaron en medio de todo ese desorden -y llamarlo desorden es expresarse muy suavemente-. No estaban en su propio país, no habían sufrido ninguna derrota aplastante desde el comienzo de la campaña. Estaban serenos. Fueron capaces de analizar todo con frialdad. En segundo lu­gar, las tropas de Lemberg no se volcaron sobre Varso­via, que es lo que tendrían que haber hecho. Eso fue esencial.

Yo sabía que Stalin había estado en el ejército de Lemberg.

-Pero todo fue una aventura. Yo me oponía decidi­damente. Finalmente lo hicimos porque Lenin insistió. En ese momento era difícil caracterizar la situación y disposición del proletariado polaco. Agréguele a eso el hecho de que un ejército revolucionario está siempre excesivamente nervioso; cuando se ve separado de su base de aprovisionamiento puede desmoralizarse por la menor derrota, especialmente después de una serie de triunfos.

-¿A eso atribuye usted la derrota del Ejército Rojo, después de sus éxitos en la guerra de ocupación?

-Sí. En la guerra de ocupación éramos más fuertes porque nuestros efectivos venían desde el centro, desde Moscú.

-¿Podría el Ejército Rojo mantenerse ahora, indus­trial y químicamente, contra un ejército europeo o japonés?

-Rápidamente podría ponerse al nivel de cualquiera de ellos. Pero el ejército japonés no es ni de lejos lo que piensa Europa. Sin duda usted cree que es análo­go al ejército alemán de 1913, pero el ejército japonés actual es similar al de una nación europea de segundo orden. Nunca fue probado, nunca luchó contra un ver­dadero ejército occidental.

-Entiendo muy bien que para Rusia la Guerra Ruso-Japonesa fue una guerra colonial, mientras que para Japón fue una guerra nacional. Pero todavía hoy el Transiberiano no es más que un ferrocarril de una sola vía. No hay duda de que Rusia no peleará en Manchuria, pero tratará de poner a Japón en una situa­ción similar a la suya.

-Creo que nosotros pelearemos en Baikal.

Por primera vez dijo "nosotros". Su mirada se hizo más intensa, como si súbitamente hubiera concentrado su atención.

Había eliminado ese mínimo de distracción que forma parte hasta de la conversación más atenta. Yo no podía creer del todo en ese Kremlin, en ese Ejército Rojo que irrumpieron en la habitación abierta, por sobre los pinos umbríos y los árboles luminosos, atraídos sólo por ese poderoso influjo que puede ejercer una vida histórica aun cuando esté inactiva. Pensé en Dupleix[4] muriendo en su diminuta alcoba, arruinado y humillado, reducido a la mendicidad, pero expirando sobre las almohadas rellenas con sus cartas sobre las Indias.

-Con un gobierno tan autoritario como el ruso -continuó- sería peligroso para un ejército replegarse tan lejos.

-En sus memorias, Bessedovski,[5] que obviamente me inspira muy poca confianza, afirma que Stalin se replegaría hasta Irkutsk sólo por tener las manos libres en la revolución china.

-No lo creo. Interrogado por un hombre como Bessedovski, Stalin, exasperado, puede haber dado esa respuesta, pero son sólo palabras. Pero el único que peleará con Japón no será el Ejército Rojo en Siberia. La URSS no es su principal enemigo. Triunfe o fracase Roosevelt, Estados Unidos tendrá que encontrar nuevos mercados.

Norteamérica tiene ya a América Latina. Eso ya está, pero no es suficiente. Todos los días se resisten más enérgicamente a las puertas abiertas en China. Se verán obligados a tomar China. Dirán: "Todas las demás naciones del mundo tienen colonias; la nación económicamente más poderosa del mundo también debe tenerlas." ¿Quién los detendrá? Europa estará demasiado ocupada. Una vez que China se transforme en una colonia norteamericana, la guerra con Japón será inevitable.

Mientras los demás se quedaban de sobremesa, salimos al jardín. Se ponía el sol, un sol tan hermoso como el día que terminaba. Las casas blancas esparci­das por los campos o en las orillas del bosque ahora oscurecido parecían azulinas, con una tenue fosfores­cencia. Nuestra conversación se hizo menos intensa, menos rigurosa. Habló de Lenin, sobre cuya obra está escribiendo un libro que será tan importante como Mi vida (que a Trotsky no le gusta), en el que tratará todos los temas filosóficos y tácticos que no explicó todavía. Pasó un gato; uno de los grandes perros lobos de Trotsky estaba con nosotros.

-¿Es cierto que a Lenin le gustaban mucho los gatitos? Usted sabe que Richelieu siempre tenía sobre una mesa una cesta llena de gatitos.

-No solo los gatos; Lenin amaba todo lo pequeño, especialmente a los niños. Será porque no tuvo hijos. Simplemente los adoraba. En arte se inclinaba por el pasado. Pero de los artistas siempre decía "hay que dejarlos trabajar".

-¿Suponía él que bajo el comunismo se desarrollaría un nuevo tipo humano o preveía cierta continuidad en este terreno?

Trotsky pensó un momento. Caminábamos a orillas del mar, que acariciaba suavemente las rocas. Reinaba una calma absoluta.

- Un nuevo hombre -contestó-; para él las pers­pectivas del comunismo eran infinitas.

Se puso pensativo otra vez. Reflexioné en todo lo que me había dicho esa mañana; tal vez él hacía lo mismo.

-Pero -dije-, me parece que en cuanto a usted...

-No, sinceramente, pienso igual que él.

No era su ortodoxia lo que le hacía decirlo. Sentí que a pesar de la preparación de la revolución, de la Guerra Civil y de la conquista del poder nunca se había plan­teado este problema como lo hacía ahora. Sin duda quería decir que él preveía que primero habría una con­tinuidad entre los tipos humanos y luego una separa­ción cada vez más profunda. Y sentí a través de él que Lenin, enfrentado a un mundo en el que el marxismo carecía de datos comprobados, quería experimentar. En una palabra, el deseo de conocimiento lo llevaba inmediatamente a la acción. Sentí al hombre de acción más agudamente que en nuestra conversación política.

Avanzaba la noche; nuevamente escuché cómo el mar acariciaba las rocas.

-Lo importante -dijo- es ver claro. Del comunis­mo se puede decir, ante todo, que da más claridad. Tenemos que liberar al hombre de todo lo que le impide ver. Tenemos que liberarlo de los hechos económicos que le impiden pensar y de los problemas sexuales que no le permiten hacerlo. Pienso que en este sentido la doctrina de Freud[6] puede ser muy útil.

Considero que Freud es un detective genial, un hombre que abrió uno de los dominios más amplios de la sicología. Al mismo tiempo, es un filósofo desas­troso.

-¿Pero cree usted que el hombre, una vez liberado de sus motivaciones religiosas, nacionales o sociales, aceptará los hechos en lugar de la fe? ¿No se resistirá a la muerte?

-Creo que la muerte es, sobre todo, un producto del uso. Por un lado, del uso del cuerpo; por el otro, del uso del espíritu. Sí esta utilización del cuerpo y del espíritu se pudiera llevar a cabo armoniosamente, la muerte sería un fenómeno muy simple. No chocaría con ninguna resistencia.

Tenía sesenta años[7] y estaba gravemente enfermo. "La muerte no chocaría con ninguna resistencia."

Escribo esto de regreso de una reunión popular en la que se proyectó una película de las últimas celebra­ciones en Moscú. Sobre la amplia explanada de la Plaza Roja, blandiendo las armas, viriles muchachas desfila­ban ante la tribuna presidida por dos gigantescos retra­tos de Lenin y Stalin, desde la cual todos los dirigentes de la URSS observaban la procesión. La multitud aplau­día como siempre lo hacen las multitudes, más como señal de entusiasmo que de aprobación. ¿Cuantos pensaban en Trotsky? Muchos, seguramente. Antes de la exhibición de la película se pronunciaron muchos discursos, especialmente en favor de Thaelmann. Si alguien se hubiera atrevido a hablar de Trotsky, des­pués del primer momento de incomodidad se lo habría atacado rápidamente, tanto por hostilidad burguesa como por prudencia ortodoxa. Esta multitud, que guar­da silencio sobre Trotsky, se preocupa por él como por una mala conciencia. Conozco a la multitud. La he visto en todos los mitines. Todavía oigo los murmullos de La Internacional invadiendo como un sonido subterráneo el vasto vestíbulo del Luna Park. Todavía veo las patas de los caballos, aproximándose a medida que me alejo, el pecho y la cabeza hostil del policía casi perdido en la noche, el reflejo paralelo de las luces eléctricas sobre los cascos. Son los mismos que acuden incansa­blemente a escuchar a los oradores que hablan en nom­bre de Sacco y Vanzetti,[8] de Torgler o de Thaelmann; los mismos que ocultan su generosidad como sí se aver­gonzaran de ella, como si la generosidad fuera incom­patible con la inteligencia; los mismos que en número de trescientos escuchan cursos sobre Marx y que se convierten en treinta mil cuando ofrecen su homenaje a Dimitrov, el único homenaje que pueden ofrecer, el sacrificio de una tarde de cine. Contra el gobierno que lo exilia a usted, Trotsky, todos están con usted. Usted pertenece a esa categoría de proscriptos a los que no se puede transformar en emigrados. Pese a todo lo que se dice, se publica, se grita, la Revolución Rusa es para ellos un bloque, y todo el heroísmo que sacudió el Pala­cio de Invierno se siente ahora humillado por su soledad­.

Una vez más el destino lo apresa entre sus garras sangrientas. Pocos días después del desesperado ataque de los obreros austríacos, un gobierno francés le quita la hospitalidad que otro gobierno francés le brindó. Usted no vale tanto para ellos como para hacer­les recordar sus deberes; sí vale demasiado para ellos todavía como para que se atengan a sus deberes. Pero podrían haberlo expulsado sin apelar a la moralidad o a la virtud. Fue usted el que no cumplió con sus obligaciones. Usted formó la Cuarta Internacional. Hoy tiene cientos de adherentes en todo el mundo. Es una inter­nacional mucho más peligrosa que la Tercera, que tiene dos millones de afiliados, o que la Segunda. (Aunque en este momento la burguesía francesa haría bien en olvidarse de las internacionales y ocuparse de los nacio­nalismos.) Usted escribe en La Verité sobre sus incan­sables esfuerzos. Usted traicionó a Francia, a la que no le debe nada, aunque, por supuesto, éste no es el caso del Gran Duque respecto a la Riviera. Y usted fue descubierto (como si su casa no hubiera estado siempre vigilada por la policía) gracias al sorprendente "olfato" de un policía lector de "Simenon". Podrían haberse ahorrado este grotesco abuso; para echar a los huéspe­des no hace falta escupirles a la cara, aunque ésta sea la costumbre. Una nota "anónima" en Le Matin explica en un lenguaje muy claro, aunque con esa sordidez característica del tono militar: "Hemos agarrado a Trotsky." Como lo que ellos querían "agarrar" en us­ted era al revolucionario ruso, recordémosles que toda­vía hay ciento sesenta millones de personas que tienen que "agarrar". Pero tenemos que recordarles a estos ciento sesenta millones que, más allá de las diferencias doctrinales que puedan existir entre usted y el gobierno de la Unión Soviética, debemos reconocer en cada revo­lucionario en peligro a uno de los nuestros que, en nom­bre del nacionalismo, lo que intentan aplastar en usted es la revolución. Pero en los bastiones y en las chozas miserables hay material suficiente con el que construir un ejército revolucionario. Yo sé, Trotsky, que el desti­no implacable hará triunfar su pensamiento. ¿Podrá su sombra clandestina, que durante diez años[9] ha vagado en el exilio, hacer comprender al obrero francés que unirse en un campo de concentración es unirse demasiado tarde? Hay muchos círculos comunistas en los que ser sospechoso de simpatizar con usted es tan grave como ser sospechoso de simpatizar con el fascismo. Pero su partida, los insultos de la prensa, demuestran con suficiente claridad que la revolución es una sola.



[1] León Trotsky por André Malraux. The Modern Monthly (El Mensuario moderno), marzo de 1935. Retraducido [al inglés] por Ellen Ward de Comu­nismo, el periódico de la Oposición de Izquierda española. Malraux conversó con Trotsky en Saint-Palais, cerca de Royan, en agosto de 1933, poco después de que Trotsky llegara a Francia, pero su artículo se publicó tan solo en la primavera de 1934, cuando el gobierno ordenó la deportación de Trotsky.

[2] Boris Pasternak (1890-1960): poeta ruso cuyos primeros trabajos discutió Trotsky en Literatura y revolución, ganó en 1958 el Premio Nobel de literatura.

[3] La campaña de Polonia se llevó a cabo en 1920, en las etapas finales de la Guerra Civil rusa. Polonia había sido elegida por Francia para que actuara como vanguardia de la cruzada antisoviética. En marzo de 1920 los polacos atacaron la frontera soviética. En junio los bolcheviques habían logrado importantes triunfos y avanzaban hacia Varsovia. Pero a mediados de agosto el Ejército Rojo fue profundamente derrotado y en octubre firmó una paz provisional con Polonia. Las fuerzas soviéticas estaban dirigidas por el comandante de ejército Mijail Tujachevski, las polacas por el mariscal Josef Pilsudski y las francesas por el general Maxime Weygand.

[4] El marqués Joseph Dupleix (1697-1763): gobernador general de las colonias francesas en la India desde 1742 hasta que se lo hizo dimitir "sin honores" en 1754.

[5] G. Bessedovski: diplomático soviético que se pasó al mundo capitalista en 1928 y escribió Revelaciones de un diplomático soviético.

[6] Sigmund Freud (1856-1939): ver el folleto de Trotsky Cultura y socialismo.

[7] En el momento de esta discusión Trotsky iba a cumplir cincuenta y cuatro años.

[8] Nicola Sacco (1891-1927) y Bartolomeo Vanzetti (1888-1927): emigrantes italianos de izquierda a los que se arrestó bajo el cargo de robo y asesinato, del pagador de una fábrica de zapatos de Braintree, Massachusetts, en abril de 1920. Se los juzgó y condenó en 1921. Se apeló la sentencia y en todo el mundo hubo manifestaciones de protesta masivas por el evidente carácter fraguado del juicio y la sentencia. Perdieron la apelación y fueron ejecutados en agosto de 1927.

[9] Cuando se escribió este artículo el tercer exilio de Trotsky ya había entrado en su sexto año.



Libro 3